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Era muy tarde cuando Alejandro paró el coche delante de su estudio. Se encontraba bien allí, cómodamente sentado, mirando el halo insomne de la doble fila de faroles. ¿Cuántos habría? Renunció a contarlos porque, se dijo, aquello no tenía sentido. No le apetecía hacer nada. Ni por supuesto le atraía la idea de seguir escribiendo para la gente. Un árbol. El sol. La tierra suelta bajo los pies. Y flotar lejos de todo. Flotar...
Descubrió que se había quedado dormido al ver la luz del alba sobre los tejados. Exclamó: «¡Un nuevo día!» Y su corazón se llenó de gozo. Subió al estudio de prisa porque no quería perderse la salida del sol desde la playa. Una playa cualquiera.
La maleta. El último dinero que quedaba. Sus poemas.
El perro que había en medio de la calzada parecía estar esperándole desde la eternidad. Rígido. Con las orejas tiesas. Mirándole. Pidiéndole por compasión que no lo dejara allí o que lo atrepellara. Alejandro paró y abrió la puerta del coche. Entonces el perro saltó al interior y se acurrucó en el asiento, a su lado.
Más que de frío, temblaba de gratitud.