10

Corrían por la acera dejando tras de sí una estela de gritos jubilosos.

—¿De verdad de la buena que no tienes novio, Marta?

—¡Qué cosas se te ocurren!

—¿A que no me coges? ¡Corre, Tito!

—¡Cuidado con los gitanos, Emilín!

Frágil, un poco patosa, Emilín intentaba alcanzar a su hermana mayor, que corría delante del brazo de Marta.

Tito se rezagó a fin de esperarla. Le preguntó:

—¿Tienes miedo?

—¿Tú no?

Tito levantó un hombro con cierta displicencia. Llevaba las manos metidas en los bolsillos del pantalón, corto a medio muslo, y miraba al suelo.

—A veces. Pocas.

Ella quiso saber cuál era su nombre.

—Alejandro. Pero todos me llaman Tito.

—Es un bonito nombre. ¿Corremos otro poquitín?

Se reunieron con las dos mayores en el portal. Luisa, que siempre andaba ideando algo, propuso dar una sorpresa a su madre.

—Le digo que todavía no habéis llegado del pueblo, y tú le tapas los ojos, Marta. A ver si te conoce. ¿Va?

—¿No te parece una falta de respeto?

—Venga, mujer.

Empezó a subir la escalera.

—¡Arriba todos!

Soledad, la madre de Luis y de Emilín, equivocó voluntariamente algunos nombres cuando Marta le cubrió los ojos con las manos. Después se fingió asombrada al verla.

—Pero ¿cuándo habéis llegado?

—Ayer por la noche. Cenamos en casa de tía Isabel. Luego se nos hizo tarde en la sobremesa y nos vinimos al piso.

El vestido beige modelaba el cuerpo de Marta hasta la cintura, y la falda, acampanada, colgaba en pliegues plisados hasta más abajo de media pierna.

Soledad dijo gritando:

—¿Sabes que cada día estás más guapa?

La miró varias veces exagerando su admiración. Luego le preguntó por la madre.

Marta hizo gesto ambiguo con los labios. Dijo que aquella mañana había sufrido un desmayo.

—Y todo por culpa del chiquillo. Por cierto, ¿dónde se ha metido? Venía detrás con Emilín.

Tito se había quedado en la puerta, medio oculto por las cortinas de aetouk^ Avanzó hacia el centro de la pieza.

Soledad le abrió los brazos.

—Pero ¿qué haces allí tan calladito, chiquitín?

Mientras caminaba hacia ella, pensó en lo estúpidas que resultan a veces las personas mayores. En seguida se vio zarandeado, estrujado por aquella señora alta como una torre, con el pelo entrecano recogido en la nuca y un bigote de cerdas oscuras y cortitas que taladraban la piel de su cara con el besuqueo.

—Tú te llamas Alejandro como tu padre. ¿O me equivoco? Porque Juan es el mayor y Carlitos, el segundo.

—Me llamo Alejandro.

—¿Y qué es lo que más te gusta de Valencia?

—Todavía no he visto nada.

Soledad le cacheteó.

—Chico, qué serióte eres.

El se encogió de hombros.

Se hallaban reunidos en una pequeña sala llena de cortinas floreadas de dudoso gusto, con estanterías para libros, una mesa camilla frente a la puerta del balcón y, colgando del techo, una lámpara hecha del mismo estampado que las cortinas con cuatro lágrimas de vidrio, una en cada punta. En un rincón había un mueble costurero con los cajones abiertos y revueltos. En el suelo, abierta también, se veía una caja grande de acuarelas.

Palpaba él la taracea del costurero, hasta acusar en los pulpejos el relieve de las piezas ensambladas, cuando sintió en la nuca los dedos finos de Emilín.

—¿Tienes cosquillas?

—Un poco.

Fmilíri le cogió de la mano y entró con él en una habitación próxima a la sala. Era una pieza destartalada, entre estudio y leonera, y el suelo se veía cubierto de hojas de periódico. Diseminados sobre ellas había algunos muñecos de cartón piedra en diversas actitudes

—¿Te gustan? —preguntóle Emilín.

Tito se arrodilló.

—¿Para qué sirven?

Ella se sentó a su lado.

—Las hace mi padre para el Nacimiento. Ya verás cuando esté montado. Si quieres, te llamo. Podrías ayudarnos.

Se quedó mirándolo fijamente. Luego recogió los pies bajo las piernas y se subió la falda hasta medio muslo.

—¿Si te pregunto una cosa me la vas a contestar?

—Pues, claro.

Cruzó los brazos, haciéndose la interesante.

—¿De verdad, de verdad?

—Sí.

—Está bien. ¿Te gusto?

Tito miró el pelo rubio de Emilín, el color sonrosado de su piel, la claridad ingenuamente atrevida que se descubría en sus grandes ojos azules, y movió la cabeza afirmativamente.

—Eso no vale. Tienes que decir sí.

—Sí. Me gustas.

Ella inclinó la cabeza.

—Pero no podemos ser novios —musitó.

—¿Por qué?

—Pues porque yo soy mayor que tú. ¿Cuántos años tienes?

—Siete.

—Y«ves. Yo voy pata los nueve.

Acercó sus labios al oído de Tito.

—Y dicen, que soy tonta. ¡Peto yo sé muchas cosas!

—¿De verdad?

La presencia de Antonio León, el dueño de la casa, cortó las confidencias de su hija. Al verlo tan enorme, Tito se preguntó cómo podia soportar el piso todo d peso de aquel gigante cargado de espaldas, como si llevara el mundo a cuestas. Resoplando, desbordándose por todas partes, Antonio León se dejó caer pesadamente sobre un viejo sillón de cuero.

—¿Tú te acuerdas de mí? —preguntó al pequeño.

—No, señor.

El hombrón resollaba cuando Tito rozó con los labios la áspera mejilla.

—Hace un año comí en «El Mirador» con vosotros. En agosto. Antes nos bañamos y dimos un paseo en bote. ¿No eras tú el que remaba?

—Era mi hermano Carlos Yo me quedé.

—¿Tienes miedo al mar?

—No. Es que no cabía.

—¿Quieres decir que con mi peso y el tuyo nos hubiéramos hundido?

—Seguro.

Antonio León soltó una de sus ruidosas carcajadas, a la que se unió la vibrante de su mujer.

Tito se sintió humillado. Por mucho que lo intentara, no conseguía comprender a los mayores. Decían estupideces, hacían ridículos aspavientos o se reían como locos sin venir a cuento.

Sintió que las orejas le ardían y, como siempre que le sucedía esto, empezó a sangrarle la nariz. Llamó a su hermana, que explicó riendo la debilidad de Tito.

—Cuando se pone nervioso, o le coge la rabieta, le sale sangre.

Le taponó con uno de los picos del pañuelo.

—Es muy delicado —dijo mirándole con ojos risueños.

Cuando abandonaban el piso de los León estaba muy enfadado consigo mismo. Y con la hermana, a la que negó la mano en un brusco movimiento de hombros.

Desde el primer rellano oyó la voz de trueno de Antonio León: «Soledad, tráeme un vaso de agua fresca. Tengo las entrañas secas.»

A pesar de lo bestia que le pareció, Tito compadeció al gigante de mirada de niño que se secaba por dentro.

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