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A aquella misma hora, Carlos Acosta cerraba la cristalera que separaba el comedor de la amplia terraza. Hacía dos días que se había instalado en el apartamento que tenían unos amigos en los alrededores de Alicante. Él, Fefa y Yalito.

El lugar, con el mar delante, le recordaba «El Mirador». Carlos pensó en su hermano Alejandro. Sonrió nostálgico al imaginarlo, cuarenta y tantos años antes, correteando por la finca.

Desde que a raíz del asesinato del magistrado Mateu se había decidido adelantar el golpe, había sentido varias veces la tentación de volar a Barcelona. Una vez allí, habría informado a Alejandro del peligro que corría y le habría obligado a abandonar la ciudad hasta ver cómo quedaba la cosa. Pero en el último momento le había faltado el valor. Pensaba, además, que su hermano seguía siendo el infeliz idealista que había sido siempre. Imposible, pues, fiar en sus reacciones. Por otra parte, las órdenes eran terminantes; silencio absoluto, ninguna indiscreción. Sin embargo, alguien que no era él se había ido de la lengua. Carlos ignoraba las circunstancias que habían hecho fracasar la operación. Eran las nueve y media de la noche cuando, tres días antes, una voz al teléfono le informó que «se había producido una filtración y el techo corría peligro de hundimiento». Hizo en seguida las maletas. Fefa, muy serena, se empeñó en acompañarlo. Desde entonces no había hablado absolutamente con nadie, excepto con Fefa, que ahora estaba convencida de que Suárez tenía parte con el diablo.

Aquella tibia tarde de noviembre, mientras Fefa iba a comprar los periódicos, él se había sentado en la terraza del apartamento. El mar tenía un color ligeramente amoratado. Como de frío. De vez en cuando surcaba el aire un reactor de las líneas regulares. El aparato se fundía con el gris azulado del cielo, su contorno se desdibujaba en él, menos cuando el sol incidía sobre la estructura metálica. Entonces parecía una punta de flecha en ignición. La chispa que arde un momento y se apaga sin dejar rastro. Carlos pensó si con la vida sucedía lo mismo. Parecía que fuera ayer cuando vivían todos. Los padres, Juan, Marta. Se sentían seguros porque nada hay que afiance tanto la confianza como saberse querido, y ellos se querían.

Recordó el aspecto de Juan la mañana del veintinueve de julio. Tenía la cara llena de tierra y sangraba por la nariz. Carlos se había acercado a él, dispuesto a confesar que el único responsable del cohete que había estallado en el Círculo Radical era él. Pero Juan no se lo permitió. Lo mandó a casa. Nunca lo había visto tan enérgico y, al mismo tiempo, tan decidido a aceptar un castigo por algo que no había hecho. Todo por librarle a él. «Tú tenías que ser, Carlitos», le había dicho con una resignación no exenta de humor. Fue cobarde. Cuando esposaron a Juan, él puso los pies en polvorosa. Llegó a «El Mirador» sudando a chorros. Tenía la boca seca y los ojos llenos de lágrimas. Duras, ardientes. Nadie le vio llegar. Ni subir a uno de los pinos, el más grande, donde estaba dispuesto a quedarse hasta morir de hambre.

¿Qué había pasado después? Pilar. Pilar era la única que le había descubierto en la ahorquillada rama. Ignorando lo que pasaba, día le había sacado la lengua. Por broma. O quizá recordándole que ella era mucho más mujer que él hombre.

¡Qué historia la de Pilar! En cierta ocasión, aquel mismo verano, ella le había propuesto «hacerlo». Fue entre las sombras de un olivar. Una noche, viniendo del cine, donde habían visto El desfile del amor. Pero Carlos se achantó. Tiempo después, había de ser ella la que rechazara sus proposiciones. Prefirió a Pedro, el secretario de caza que tenia el primo Alfonso, un pobretón que ni leer sabía. Se casó con él el año treinta y cuatro. ¿O había sido el treinta y cinco? Carlos entornó los ojos tratando de hacer memoria. No conseguía precisar el año, sin embargo estaba seguro de que la boda se había celebrado en otoño. Recordaba también que había salido de novia de «El Mirador» y que Pedro parecía un monigote envarado dentro del traje de lanilla gris, el primero que llevaba en su vida. Igual que si fuera una instantánea, Carlos «veía» el momento en que Pilar saltó sobre el charco que se había formado a la puerta de casa. Había llovido aquella noche. Y ella llevaba un abrigo claro de entretiempo que había sido de Marta. Luego la perdió de vista. Hasta después de la guerra. Varios años después. Quizás el cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Fue en un viaje que hizo Carlos para ver a la madre. Pilar estaba allí, en el oscuro comedor de casa de la abuela, donde vivía Beatriz, «¿No la conoces?», había preguntado ésta. Carlos, que vestía uniforme, de teniente aún, se había encogido de hombros. «Es Pilar», había dicho Beatriz. Y se había apresurado a añadir: «Es la señora del Alcalde.» Ella se había puesto muy colorada y reía nerviosamente. Le dio una mano regordeta, floja y sudada. Se había convertido en una hembra ancha, en cierto modo apetecible. Carlos supo después que el marido de Pilar se dedicaba a la construcción. No salía de su asombro. «¿Aquel Pedro atontado que venía a veces por casa? ¿El que cazaba pájaros con Tito y con el primo Alfonso?» Era el mismo. A Pedro no le gustaba el mar. Ni hilar el cáñamo como hada su padre. Se afilió, pues, al Frente de Juventudes. Poco después, en vista del entusiasmo que demostraba, el Gobernador le nombraba Delegado Local. Fue el inicio de su carrera.

¡Qué historia la de Pilar y la de su marido! Cuando el turismo cayó sobre las playas como cae el maná, Pedro hizo una pila de millones en pocos años especulando con el suelo y, además, construyendo él, su propia empresa. No fue menor su suerte en el campo de la política, ya que al paso de los años sería Gobernador Civil y Procurador en Cortes, hasta la llegada de Suárez,

Por las fechas en que Pedro estaba en el apogeo de su carrera política, cuando además redondeaba su fortuna, Carlos ya había visto claro lo que se decía en voz baja en el país. El aparato del franquismo se había corrompido por completo y España estaba en manos de ineptos y aprovechados de la calaña del marido de su antigua criada. Era, en cambio, la época dura de los oficiales provisionales. En su marcha triunfal durante los tres años que duró la guerra, el Caudillo había pasado sobre los miles de cadáveres de jóvenes universitarios con que había alfombrado su victoria. Eran en su mayoría muchachos de la clase media que, llevados del entusiasmo del momento, lucían orgullosos la estrella de seis puntas sobre fondo negro. Según le había dicho Carlos a su propio hermano, eran ellos los que le habían ganado la guerra al intocable Jefe del Estado, Generalísimo de los Ejércitos y Jefe Nacional del Movimiento. Y mientras la corrupción aumentaba entre políticos, militares y falangistas de nuevo cuño, como el tal Pedro, que había estado en la zona roja, ellos, los héroes del ayer, se pudrían en las guarniciones de provincias con trescientas pesetas al mes.

Carlos, su carácter impetuoso, terminó perdiendo el control. Echaba pestes contra Franco, al que trataba de traidor. Bebía. Jugaba, buscando la forma de ganar unas pesetas, y le hacía la vida imposible a María José, que todavía no había llegado a ser Fefa. Como las cosas no se le arreglaban, exigió de su madre la venta de «El Mirador» a fin de disponer de la herencia paterna. Finalmente, cuando gastó aquel capital, se decidió a hacer dinero valiéndose, en parte, de la impunidad que le daba el uniforme. Estaba rodeado de corrupción y también él había decidido sacar tajada.

En lo sucesivo, su vida iría orientada únicamente a la estrella polar de los billetes verdes. Eran sus propias palabras.

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