20
Durante la sofocante noche, larga como una eternidad, Juan alternó momentos de desesperación con otros de plena felicidad. Sus sospechas se veían confirmadas con las confesiones de Lolita. Cada recelo suyo encontraba el eco de la realidad de sus palabra» descarnadas, cortantes. Su voz era suave, baja. El tono, de confesión. «La última tarde que te vi, en la Plaza de Tetuán, el catorce de abril, el mismo día que se proclamo la República, aquella tarde, cuando vi que te ibas, que te alejabas de mí para siempre, ¿te imaginas mi estado de ánimo, Juan?, separarnos para siempre, aquella maldita tarde, amor mío, me sentí perdida. Tan ajena a todo como si viviera en otro planeta.» Le contó que, sin saber exactamente cómo, se había unido a los manifestantes, que estaba en primera fila, donde alguien le puso una banda tricolor cruzándole el pecho y un ridículo gorro frigio en la cabeza. «No quieras saber las fotografías que me hicieran. Algunas de ellas salieron en los periódicos. Pero yo no me enteraba de nada. No sabía nada de lo que estaba pasando. Únicamente pensaba que te habías ido. Que había terminado todo.» Había mucha alegría a su alrededor. Mucho entusiasmo. Y ella reía con los demás y gritaba como ellos viva la República y muera el Rey. «Ni sabía yo quién era el Rey ni lo que era la República. Sabes que era una criatura con una única ilusión, que eras tú. Pero lo mismo hubiera gritado otra cosa. Lo que fuera. Y si aquella gente hubiera ido al infierno, yo me habría metido en él. Te lo juro.» Una mujer joven y llamativa que iba con ella, a su lado, le hablaba de vez en cuando. Decía cosas que ella no terminaba de comprender pero que la hacían reír. «Se llamaba Lupe. Bebía de una botella y a veces me la pasaba. Perdí la cabeza. Recuerdo que un chico joven, en mangas de camisa, se puso entre nosotras dos. Nos abrazaba y gritaba con nosotros.»
—Fue con ése, ¿no?
—No. Déjame continuar.
—Sufres demasiado. Déjalo.
—¡Quiero que lo sepas todo!
Cuando la manifestación se disolvió Lolita estaba agotada. «Lupe me llevó por no sé qué sitios, porque yo perdí la memoria. Estaba en blanco. No sé tampoco con quién anduvimos por Valencia. Luego me llevó a su casa. Por los callejones del cine Olympia. Ya sabes.»
No era su casa, sino la casa donde trabajaba Lupe. La euforia del día había despertado en los hombres el deseo y les liberaba de aprensiones. «La casa a que me refiero estaba llena. Yo iba como sonámbula. Tuvimos que abrirnos paso a empujones por la escalera, una especie de túnel empinado que olía a orines. En el vestíbulo tampoco se podía estar de tantos hombres como había. De todas clases. De todas edades.» La dueña recibió a Lupe a bofetadas y la obligó a tomar un vomitivo. «Yo estaba en la puerta de aquel cuarto lleno de divanes y cortinas raras. No sabía dónde me encontraba ni lo que estaba pasando a mí alrededor. Aquella horrible mujer me preguntó si quería trabajar. No recuerdo qué le contesté.» Lolita obedeció maquinalmente la orden de la dueña y se levantó la falda hasta la ingle. Luego giró sobre sí. Se puso un extraño vestido que olía a sudor y a semen. «Me llevó por un laberinto de pasillos hasta una habitación pequeña. Había una cama estrecha, una ferrada y una palangana de metal. Eso sí lo tengo grabado en la memoria.» El pasillo estaba lleno de clientes. Formaban colas ante las puertas de tres habitaciones, una de las cuales era la que ocupó Lolita. Había tanto humo que se hacía difícil ver las caras. Olía a mugre. A sudor. El primer cliente lo hizo en una silla, sin quitarse la americana. «Intenté escapar, pero me pegó. Luego, cuando conseguí salir, los hombres que esperaban protestaron. Uno de ellos me metió en la habitación a empujones. Yo no sabía qué estaba pasando, qué clase de pesadilla era aquélla.» Pasaron varios hombres sobre el cuerpo de Lolita. Como había muchos y todos tenían prisa, ni siquiera tenía tiempo a levantarse de la cama. Un borracho dio un manotazo a la bombilla que colgaba del techo y la habitación quedó a oscuras. «Perdí el sentido, Juan.» Siguieron entrando clientes. Finalmente uno de ellos, un soldado, salió gritando que aquella chica estaba muerta. Los que esperaban huyeron precipitadamente. Nadie quería líos con la Policía, y menos con la dueña de la casa, que llamó I Lupe. «No sé lo que pasó. Ni la hora que era cuando me sacaron de aquel lugar horrible. Me desperté muy tarde en casa de Lupe. Me dijo que había venido el médico y que lo que tenía era una depresión.» Había perdido las ganas de vivir. Lupe la levantaba, la vestía, hada que se sentara detrás del balcón, le daba la comida en la boca. «Estuve casi un mes sin hablar. Mineralizada.» Cuando llegó el verano, la llevaba a la Malvarrosa. Empezó a mejorar. «Lupe me animaba. Consiguió que me mirara al espejo otra vez. Parecía una vieja.» Lolita no sabía hacer nada. Y quería ayudar a su amiga. «Un día me dijo que podía ganar dinero como tanguista. Le contesté que no sabía bailar y ella replicó que no hacía falta. Habló con un amigo suyo y entré en el "Bataclán". ¿Sabes cómo terminaron llamándome?» Era esbelta, sabía sonreír, tenía modales, pero los clientes no se excitaban con ella.
—¿Sabes cómo llamaban?
—No quiero que me lo digas.
—¡Todo! Tienes que saberlo todo.
A las pocas semanas todos los que pasaban por el «Bataclán» sabían quién era la Venus de Hielo. «Y era que no conseguía reaccionar. Seguía pensando en tí. Era muy curioso. Yo te tenía siempre presente. En todo momento. Por eso lo demás no me importaba. No lo veía.» Dejó de trabajar en el cabaret. Cada mañana se iba a tomar el sol a los Viveros. Seguía siendo una especie de sonámbula. Distante. Casi irreal. El otoño avanzaba y a Lolita se le acababa el dinero. Tampoco parecía importarle demasiado. Aquel banco al sol y los niños jugando no resultaban espectáculos demasiado caros. Llegó un momento en que no pudo pagar la pensión. «Fue entonces cuando apareció Anselmo. Hacía tiempo que lo veía. Paseaba sosegadamente por allí. Una mañana se sentó a mi lado. Me dijo no recuerdo qué y yo debí de sonreírle estúpidamente.»
—Te marchaste con él.
—Sí.
—¿Dónde está?
—Ha muerto.
Anselmo había cumplido por entonces los sesenta y cinco años. Una grave afección cardíaca había sido la causa de que dejara el cargo de jefe de estación. Era soltero y había podido ahorrar un pequeño capital. Incluso se había comprado un interior cerca de la estación de Atocha, donde trabajaba. Vivía solo. «Era un hombre bueno. No sabes la paciencia que tuvo conmigo los primeros meses. Estoy segura que sus cuidados me hicieron confiar otra vez en la Humanidad.»
—Fue así como viniste a parar a Madrid.
—En el invierno del treinta y uno. Nos instalamos aquí.
—Como amantes.
—Como si fuéramos padre e hija. Pero deja que te lo explique todo.
Anselmo era un hombre sencillo, afable. Estaba dotado de una bondad natural rayana en el filantropismo. Había leído mucho. Aunque carecía de militancia política, sus ideas se acercaban al socialismo utópico. Proudhon era una especie de ídolo para él. En las largas charlas que sostuvo con Lolita le habló de la necesidad de entregarse a una causa justa. «De pronto comprendí que era una pequeña egoísta. Anselmo me hizo ver que el amor que había puesto en mi tenía que ponerlo en los que sufrían. No puedes imaginarte con cuánta paciencia me enseñó lo que sabía. De todo. Él seleccionaba mis lecturas y yo interpretaba los textos. Luego los discutíamos. Sobre todo los de Proudhon. También Owen, Fourier, Saint-Simon... Aprendí cuanto hay que saber sobre el movimiento obrero y comprendí la importancia que tiene la libertad del hombre.» Anselmo la acompañaba con frecuencia. Iban de paseo o hadan excursiones por los alrededores de Madrid. Asimismo la acostumbró a asistir a charlas y conferencias. «Tuve ocasión de oír a Hildegart. La conocía de pasada. Viví unos años de exaltación digamos intelectual.» A últimos del treinta y dos ingresó en las Juventudes Socialistas, pero luego pasó a las filas del comunismo. «Fue por influencia de Serrano Poncela, amigo de Anselmo. Después mi vida ha sido trabajo y militancia. Lucha.»
—¿Únicamente eso?
—Espera.
Una noche de mucho calor Anselmo apareció en la habitación de Lolita. Llegó triste y avergonzado. Lolita estaba en la cama medio desnuda. Se miraron. Ella comprendió en seguida y se hizo a un lado sin decir ni media palabra. Anselmo se acostó. Temblaba y estaba muy pálido. Lolita puso la palma de la mano sobre la frente de él Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Estuvieron así unos minutos. Luego ella se desnudó, saltó de la cama y se situó al lado de Anselmo, de pie. El seguía estirado, inmóvil.
—De repente tuve la corazonada de que se moría.
—¿Anselmo?
Anselmo le había dicho: «Es una humillación para tí, pero me gustaría entrar en la nada de tu mano.» Lolita cogió su mano. Se sentó en el borde de la cama y él besó los senos que ella le ofrecía. «Ale lo había dado todo, y yo era lo único que podía darle. Por un momento devoró mi cuerpo como si fuera una ruta inacabable.» No quiso que llamara al médico. Le hizo señas de que se acostara a su lado. «Se acurrucó en mi regazo como si fuera un feto. Un niño a punto de venir al mundo. Me miró por última vez y dijo: “Será como nacer de ti a la muerte”.»
—Yo fui la única mujer que tocó en su vida. Lo sostuve en mis brazos mucho tiempo. Hasta que empezó a enfriarse. Luego apareciste tú.