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¡El círculo mágico de las mujeres! Alejandro recordaba las que habían pasado por su vida. Arropándola. Sorprendiéndola. Complicándola. Pero siempre, en todo momento, gobernándola caprichosamente por encima de su débil voluntad.
Mientras duró su niñez habían sido la madre y la hermana, Marta. En su deseo de mantenerlo puro a su lado, le habían impedido decidir por su cuenta. Incluso pensar. Hicieron de él un ángel patudo, porque su inocencia era algo aparencial. Fingido. De que así fuera se había encargado Émílín, aquella rubita que no perdía ocasión de manipular su sexo todavía dormido. Y Pilar, la criada, que exigía cada vez más de él. Excepto su primo Alfonso, nadie le había hablado nunca del misterio de la sexualidad. Tuvo que ser él mismo quien lo descubriera a golpes de intuición. Entre experiencia y experiencia. Como fue, por ejemplo, algunos años después, la desfloración de Laura, la enfermera. Él ignoraba que, tras la consumación del acto, la mujer sangraba abundantemente. Fue la propia Laura quien se lo explicó al ver la cara de susto que ponía. Su inconsciente separó, pues, el placer del sexo del sentimiento del amor. Por esta razón no codició nunca a la espléndida mujer que había en Marina. Marina era el amor, y él no concebía su profanación. La convertiría en sueño. Fue muchos años después cuando se produjo el desencanto. Casados los dos. Habían estado juntos toda la tarde en un hotel madrileño, y Alejandro se sentía defraudado. Culpable, además, porque había matado el sueño. En el vestíbulo, mientras esperaban los carnés de identidad, vieron en la pantalla del televisor las primeras imágenes del asesinato del presidente Kennedy.
Ahora Alejandro miraba obsesivamente el teléfono de su despacho. Había decidido llamar a Elena, su mujer, para decirle que pasaría a recogerla. La cena en la parrilla del «Ritz» podía ser un buen pretexto para reanudar la vida familiar con Elena y los hijos. De todas formas, pensó, ya todo carecía de importancia. La vejez asomaba la oreja. Llegaba, pues, la hora de buscar un brazo en el que apoyarse para cruzar la calle, igual que hacían los matrimonios ancianos a los que de un tiempo a la parte venía observando con un resignado temor. Triste. De renuncia. Como el que experimenta el anciano ante el entierro que pasa. Por otra parte, el silencio de Eulalia hablaba por sí solo. También ella en el último momento habría decidido volver con el marido. Estaba solo, y nadie mejor que su mujer para acompañarlo cuando se internara para ser operado.
Alejandro se sobresaltó al oír el timbrazo del teléfono. Alargó el brazo, pero no se atrevía a cogerlo. Le temblaban los dedos. Si quien llamaba era Eulalia todavía podía tener esperanza de sentirse vivo. De lo contrario, su sentencia estaba echada. Como siempre le había sucedido, sería una mujer quien decidiera.
Le sudaba la frente cuando contestó:
—Sí.
Oyó la voz de Fefa, su cuñada:
—¿Cómo has quedado con tu mujer?
Alejandro cerró los ojos decepcionado.
—Precisamente iba a llamarla ahora.
Fefa dijo atropelladamente banalidades. Que se habían puesto todos de tiros largos. Que como no estaba el portero había tenido que llamar a un «ángel» para que se hiciera cargo de Yalito. «Si hubieras visto los ojos que ponía el pobre, cuñado. ¡Hasta lágrimas tenía!» Que Carlos le había comprado un estuche con una pluma y un bolígrafo de oro.
—Piensa regalártelo en la cena. Cuando estemos reunidos. Así que no me descubras.
—Descuida.
—Tu hermano te quiete, Alejandro.
—Y yo a él.
—Su deseo, y el de todos nosotros, los primeros tus hijos, es que Elena y tú hagáis las paces. ¡Que ya está bien, cuñado!
—Sueno, bueno.
—Anda, llámala.
Después que hubo colgado, Alejandro tardó unos minutos en marcar el número de Elena. Le caían las lágrimas cuando oyó la voz de su mujer Mansamente. Casi sin advertirlo.