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—Mire usted, Alejandro, la mayoría de los componentes del Gobierno Provisional son abogados. Ahí tiene a Maura, a Sánchez Albornoz, a Casares, a Azaña y tantos otros. El propio Alcalá-Zamora preside la Academia de Jurisprudencia y Legislación. Esto significa que lo peor no se ha producido todavía. Los gobernantes que tenemos hoy en España están muy atentos a la opinión mundial. Sobre todo, yo diría que les preocupa mucho lo que puedan pensar las democracias europeas. Como juristas que son casi todos, están deseando dar al nuevo Estado un principio de juridicidad que lo afiance y lo dignifique. De ahí los retrasos, lo que parecen dilaciones. Ahora, que muchas cosas no les salgan bien, o al menos como ellos quisieran, eso es otro cantar.
—¿En qué se funda usted para afirmar que lo peor todavía no se ha producido? Hubo un intento anarquista no hace mucho.
—Sí. Otra insensatez de Franco.
—Precisamente estaba yo en Sevilla. Y hace poco, el Gobierno de la República ha usado sus republicanos cañones contra los trabajadores, contra el pueblo que dicen ellos. Me refiero a lo de Casa de Cornelio, también en Sevilla. ¿Quiere usted algo peor?
—Lo peor, amigo Alejandro, es la revolución que preparan. Cuando la juridicidad de que antes le he hablado haya consolidado el Estado. Es decir, cuando esté redactado el texto constitucional y sancionado por todos nosotros, y funcionen normalmente las Cámaras, entonces tratarán de acabar con las fuerzas de la derecha. Les molestan, impiden que hagan la revolución. A eso me he referido antes al decirle que lo peor no ha empezado aún.
—Entonces lo peor, lo que nadie podría soportar, será la revolución. ¿Hacia dónde se orientará, don Roberto?
—Sin duda alguna hacia el socialismo. Un socialismo quizá moderado al principio, pero que con el tiempo será marxista. Ya lo verá usted. Pero esa revolución, insisto, quieren hacerla dentro de la legalidad jurídica. De esta forma nadie podrá protestar. Ni la derecha, ni la izquierda moderada, ni siquiera el republicano de buena fe. Es una traición, don Alejandro, créame. Ya ve usted lo de los catalanes. A ese Maciá le faltó el tiempo para proclamar la República Independiente de Cataluña y hace unos días, concretamente el 2 de agosto, el plebiscito para la aprobación del famoso Estatut ha obtenido una mayoría abrumadora de votos. Es el principio de la desmembración de España. ¿Qué ha hecho el Gobierno? Pues callar, y presentar el proyecto del Estatuto a las Cortes. Harán política dilatoria, ya lo verá. Pero porque les conviene, en tanto no hayan hecho su Constitución. Que será laica.
—¿Usted cree?
—No le quepa la menor duda. Más que laica, atea. Ya lo verá. Ahora tratan de no dar la impresión de cambiarlo todo. Les sería muy fácil gobernar por decreto-ley, ya que tienen en las manos todos los resortes del poder, pero su moral farisaica les prohíbe atentar claramente contra el aparato de la Monarquía hasta que las Cortes no lo autoricen. De otra forma, no quedaría ningún militar ni ningún funcionario monárquico en la Administración. Pero todo se andará.
—Mi hijo mayor asegura que las derechas están perdiendo un tiempo precioso. Él no es monárquico precisamente. Habla de un sistema totalitario, que no sé hasta qué punto podría resultar aquí. Algo parecido a lo de Alemania.
—¡Gran país! Pero a mí no me convence ese Hitler. Siempre he vivido la monarquía, y me siento visceralmente monárquico. ¡Qué quiere que le diga!
—¿Y esa revolución, en qué va a consistir?
—Lo cambiarán todo. Lo pondrán todo patas arriba. La Administración Publica, las leyes y los tribunales de justicia, la Banca, d sistema de propiedad, especial, mente la propiedad de la tierra, todo se irá a hacer gárgaras. Ya verá cómo tratan de incautarse de las grandes industrias del país. Bonito. Un señor levanta con su esfuerzo y su inteligencia un imperio industrial, o comercial, y llegan los socialistas y se lo quitan lindamente de las manos. Usted tiene unas fincas y, bajo cualquier pretexto, se las expropian. Y aquí paz y allá gloria. Lo que a mí me extraña es que los militares, después de la humillación que están pasando con ese bestia de Azaña, no se levanten de una vez.
—¿Y cómo respira la Marina?
—Nosotros somos, tradicionalmente, personas de orden. Hay quienes ven un cierto elitismo en el Cuerpo General. A mí no me parece que están en lo cierto. La mayoría procedemos de clases medias, más o menos situadas. Porque el Ejército y la Marina tienen sus raíces en el pueblo. Ahora bien, de ahí a pensar que nosotros podamos compartir d desorden inherente a toda República, sobre todo en España, donde la gente sigue siendo menor de edad, va un abismo. Yo, don Alejandro, no comulgo con esta gente. Le he dicho antes que soy monárquico y añado ahora que, además, soy católico practicante. Clases, amigo mío, siempre las habrá.
—Por supuesto.
—Luego pretender que todos seamos iguales, más que una utopía es una soberana sandez. No me explico cómo hombres cultos e inteligentes como son los miembros del Gobierno puedan pensar así. Quizá sean un poco esnobs. Los intelectuales, ya se sabe. Donde hay una sucia telaraña ven un poema. O un cuadro. Yo sostengo que los principios inamovibles de toda sociedad son eso. Inamovibles. ¿No le parece presuntuosa la pretensión de igualar a la Humanidad, cuando ni siquiera pudo hacerlo, en el orden puramente material me refiero, d propio Cristo?
Alejandro asintió. Paseaba como casi todas las tardes con d Ayudante de Marina del Pueblo, don Roberto Bes, persona comedida y un buen profesional. Don Roberto, de la misma edad que Alejandro, era entrado en carnes y tenía un semblante un tanto huraño, a lo que sin duda contribuían sus constantes jaquecas. Tenía la piel rosada y el pelo y las cejas casi albinos. Usaba unos lentes de gruesos cristales, que ampliaban sus ojos salidos y claros. En verano vestía invariablemente una camisa blanca de manga corta y pantalón de uniforme del mismo color. No solía llevar distintivos de grado más que en el despacho de la Comandancia. Era un lector sensible e inteligente.
Delante de ellos, a unos cuantos metros, iban Beatriz, Marta y la mujer de don Roberto, Isabel, una señora alta y rubia de carnes todavía frescas y piel transparente. Vestía un traje claro de seda estampado de azul y llevaba en la mano una sombrilla verde cerrada. Isabel había terminado la carrera de Magisterio muy joven. Después de las oposiciones, había ejercido en El Ferrol, donde conoció a su marido. Formaban lo que sude llamarse un matrimonio tardío, del que les había nacido una hija, Magdín. La niña, un año menor que Tito, era el vivo retrato de la madre, pero había sacado el carácter reconcentrado de don Roberto. Los dos, Tito y Magdín, se habían separado del grupo de las señoras y corrían hada la lonja de pescadores. Don Roberto Bes dijo:
—Soy de los que opinan que Platón, Campanella, Moro, los utópicos en general, no han hecho ningún bien a la Humanidad. Hay que poner los pies sobre el suelo. Afianzarlos. Los principios filosóficos de libertad, igualdad y fraternidad, tienen un valor relativo. Ideal. Pero ¿qué sucede? Que más tarde los icarianos pretenden llevarlos a la práctica. Se estrellan, claro. A los tolstoianos les sucede tres cuartos de lo mismo. Y a los seguidores de Goldwin, Proudhon, Bakunin. Bueno, pues ahora, tras el fracaso de esta gente, unos cuantos exaltados, personas de buena fe, no lo pongo en duda, pero faltos de formación y de sentido práctico, empiezan a sembrar la semilla del anarquismo aquí. Es campo abonado, porque en España hay mucha miseria y, cuando no hay pan, cualquier idea, por inverosímil que sea, puede alimentar al hombre. Lo cual no sucede con cualquier otra especie animal. El resultado no puede ser más desastroso. Obreros soliviantados, campesinos agresivos, atentados, huelgas, terrorismo. Y todo, claro está, con la consiguiente pérdida de trabajo, de dedicación seria y responsable al quehacer de cada cual. Por este camino, amigo Alejandro, vamos a la bancarrota.
—Y es un círculo vicioso.
—Exactamente. Un círculo vicioso. El sistema monárquico es injusto. Pero, dígame, ¿qué sistema político no lo es? Sin embargo, dejando a un lado la injusticia, por otra parte inherente a la naturaleza humana, la Corona era un símbolo de poder, de fuerza. Un rey moderador, por encima de las opiniones políticas, más allá de la dialéctica partidista de diputados y senadores, daba coherencia al Estado. ¿Cree usted que ahora van a respetar al infeliz ciudadano que ocupe la presidencia de la República? Se lo merendarán. Y se lo merendarán precisamente las izquierdas. Un anarquista, la palabra lo dice, es una persona que niega el orden, el gobierno, la autoridad. Pero es que, además, como su doctrina es la violencia, y suele ser persona fanatizada por la idea, si no puede derribar el Gobierno por las buenas, lo hará por las malas. No retrocederá, aunque tenga que recurrir a la bomba o al pistolero.
—Usted me perdonará, don Ricardo, si me atrevo a pedir su opinión sobre el futuro inmediato que nos aguarda.
—Poco alentador, muy poco.
—Comprenda mi inquietud Tengo una familia, y no puedo compartir su suerte. Quiero decir que yo no estoy en casa nunca. No quisiera dejarlos solos en una ciudad como Valencia en estos momentos. ¿Usted qué opina?
—Opino como usted. Lo que pueda pasar aquí, en España, es algo imprevisible. Totalmente imprevisible.
—Beatriz está delicada de los nervios. Sufre depresiones, grandes crisis. Los chicos no pueden estar a merced de la influencia de la calle. A Juan, al mayor, le metieron aquí hace unos días en un berenjenal sin comérselo ni bebérselo. Sabe a lo que me refiero. Se solucionó todo, porque nos conocen todos. Nos respetan. Pero ¿qué hubiera sucedido si esto mismo hubiera ocurrido en Valencia? ¿Quién me asegura a mí que no me lo procesan? O algo peor. Por eso yo había pensado dejar que pasen este año aquí. El mayor quiere estudiar en Madrid. Carlos podría hacerlo aquí, con unos profesores y dar clase en una academia. Y con el pequeño veríamos qué se hacía.
—Me parece una solución muy adecuada. Yo, en su caso, hubiera hecho lo mismo. Con nosotros, por supuesto, puede usted contar en cualquier momento y para lo que guste.
Habíanse unido a las señoras en el muelle, desde donde presenciaban la maniobra de atraque de las barcas que volvían de faenar. Al fondo, como una postal apaisada, se veían en primer término los pinos de «El Mirador», la balaustrada y parte del edificio principal. A la izquierda, mucho más lejos, se divisaban los tejados y azoteas del casco urbano, tal como si fueran oscuros mendrugos de pan amontonados en torno al campanario. En la parte inferior, las fachadas del arrabal, pintadas de colores detonantes, parecían asomarse al mar. Y todo aparecía patinado de un rojizo-dorado como si se tratara de un viejo óleo sienés.
Alejandro observó el grupo que formaba su familia con Isabel, el marido de ésta y los niños. Cada figura ocupaba exactamente su sitio en la invisible línea que los ensamblaba armónicamente. Los cuerpos descansaban sobre una pierna, y los miembros, el trazo precioso de los hombres, eran serenidad, armonía, plenitud. Alejandro deseó por un momento que aquella estampa se eternizara. Temía oscuramente que se soltaran las furias de la violencia. Que en su embestida destruyeran la paz de tantos cuadros vivos como aquél. Temía esto, y que el espíritu del mal despertara el odio que suele dormir a veces bajo el mismo techo que duermen los hermanos.