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Marga Muntadas se moría. Lo decía el color azulado de sus labios y la transparencia de su afilada nariz. Eulalia, su hija mayor, la miraba en silencio. Estaba sentada en el borde de la cama y sus menudos dientes mordían un fino pañuelo de batista empapado de lágrimas. De vez en cuando una brusca sacudida nerviosa rompía su quietud expectante y reflexiva.
Setenta y tantos años antes, Marga Muntadas era una de las jóvenes casaderas más atractivas de la alta burguesía barcelonesa. Tenía un cuerpo perfecto y de su rostro, de facciones graciosas, parecía irradiar luz. Todo en ella era armonía y vitalidad. Habría podido ser feliz si el padre, un industrial fuerte, introducido en el mundo de las finanzas, no hubiera desautorizado su noviazgo con un raro personaje que se autotitulaba pintor. La casó poco después con un noble mesetario arruinado bastante mayor que ella. Era el marqués del Consuelo, y como la que aportaba los cuartos en aquel negocio era Marga, sus íntimos empezaron a llamarla maliciosamente el consuelo del marqués.
La vida de Marga Muntadas transcurrió en costosos interiores modernistas. Cortinajes, sillerías, dorados vis-à-vis, regias consolas, costosas cornucopias, óleos de firma y caprichosas chinoisserie, veían languidecer a la joven esposa. De vez en cuando, el sarao familiar, con versos de don Ramón de Campoamor o de mosén Cinto y el Vals de las olas al piano. O la salida al Liceo, al palco familiar. Años después de estar casados le dio al marqués una hija, Eulalia, nacida al filo de la República. No tardó en suceder lo inevitable. El joven pintor había vuelto de París convertido en una brillante promesa. Buscó a Marga y le habló de su amor y de los nuevos tiempos de libertad. Pero Marga era católica a machamartillo y prefirió escaparse a París con él a romper el sacramento del matrimonio.
Despertó de aquellos dos años de loca felicidad cuando su pintor murió al incendiarse el globo en el que sobrevolaba París en busca de una perspectiva inédita. Marga, acobardada, regresó al hogar. Un año más tarde daba a luz una segunda hija, que le nació subnormal. La adúltera arrepentida y perdonada se consagró a las hijas y al hogar, del que sólo salía para ir a misa primera a la catedral. Allí pedía perdón por sus pecados en la cripta de Santa Eulalia, nombre que llevaba su hija mayor.
Ahora estaba allí, consumida, frágil, entre las frescas sábanas de hilo con randas holandesas de a palmo cuidadosamente almidonadas. Estaba allí, apagándose en los últimos sueños de su pintor, sobre una cama de cedro enorme como un catafalco. La rodeaban recuerdos que eran historia muda de su vida de penitencia. Viejos daguerrotipos del color del olvido, los retratos de aparato de los padres, pintados por Casas y otro, anónimo, de su marido el marqués con un uniforme la mar de raro. Del París de sus noches de delirio sólo conservaba un apunte del Sacré Coeur, sin firma, de su malogrado pintor.
Eulalia limpió una lágrima muerta que resbalaba sobre la sien de la madre. Volvió la cabeza al oír un gemido a su espalda.
—¿Te encuentras bien, Nena? —dijo con voz ligeramente velada.
Oyó el gemido por segunda vez y se dirigió al hueco que había entre el armario de ropero y la pared. Más que criatura humana, el fardo que permanecía sentado en una especie de sillón frailero con ruedas parecía un extraño monstruo de otro planeta. Enorme, fofo, disforme y sin embargo con una cabeza diminuta, roja y pelada.
Eulalia palmeó cariñosamente el dorso esquelético de las manos de aquel extraño ser, al mismo tiempo que besaba su frente viscosa.
—Descansa, Nena. Y no te preocupes. Mamá está mucho mejor. Pronto volveréis a jugar juntas.
En la pequeña sala contigua al dormitorio, en otro tiempo vestidor, encendió un cigarrillo. Sabía que era una mujer insegura, de temperamento inestable, pero estaba dispuesta a que la muerte de la madre no alterara su vida. Se sentía joven y, además, no ignoraba que su aspecto seguía siendo casi el de una muchacha, a lo que sin duda contribuía su esbeltez, el cuidado que ponía en el arreglo de su persona y, sobre todo, su natural disposición a ilusionarse constantemente.
Había apoyado un hombro en la contrapuerta del balcón y miraba distraídamente los coches que desfilaban abajo, en la calle París. Se preguntó una vez más qué podía hacer con su hermana Elena, a quien la madre se había negado a internar en un establecimiento para subnormales. Con Alejandro, pensó, no había que contar. Conocía de sobra su aversión por Elena, a la que su sensibilidad rechazaba en un impulso morboso poco comprensible en él. En cuanto a Ramón, su marido, tampoco cabía contar. Ramón la odiaba desde que lo dejó, tres años antes, para irse a vivir con Alejandro. De éste decía que era un escritor mediocre que arruinaría su vida, como había arruinado el pintor la de su madre. Eulalia pensó que la historia no se repetía. Entre otras cosas porque los tiempos habían cambiado.