11
Le despertó la voz de Eulalia. Sus caricias.
—Amor, ¿qué haces en la cama vestido? Son más de las cuatro.
Alejandro parpadeó. Le dolían los ojos.
—¿Cómo es que vienes a estas horas?
—Sencillamente, he cogido el «Mini» de Quique y me he plantado aquí en menos que se cuenta. No podía pegar ojo. He estado pensando...
Los carnosos labios de Eulalia recorrían la frente de Alejandro.
—... y he visto que mi puesto está aquí. Contigo. Además, los chicos y la Nena duermen. Le he dejado una nota a Olga.
El peso del cuerpo producía una sensación de agobio en el pecho de él.
—¿No te alegras?
—Lo que pienso es que no están los tiempos como para andar sola por la calle a las cuatro de la madrugada. Es una imprudencia. Habrías podido llamar.
—Y me habrías dicho que lo dejáramos para mañana.
—Que habría sido lo más sensato.
—¡Gruñón!
La cabellera rojiza de Eulalia rozaba las sienes de Alejandro, que hizo un gesto involuntario de fastidio.
Ella se incorporó.
—No me has contestado si te alegra verme.
—Lo sabes, Lali. ¿Cómo están las calles?
—Tranquilas. Yo he puesto la radio, y no dice absolutamente nada de los militares. ¡El susto que me diste ayer tarde! De repente me vino a la memoria lo del treinta y seis. Yo era una niña, claro. Pero me acuerdo. Estas cosas no se olvidan. ¿No te parece? Es curioso. En seguida te viene todo a la memoria. Nosotros estábamos en Calella de Palafrugell, y a mí me hacía mucha ilusión aquello que oía de África, y de que en Barcelona habían ganado los leales. Los buenos, pensaba yo. Con lo que nos hicieron pasar después.
En vista de que la escuchaba en silencio, con los ojos cerrados, Eulalia se levanto de la cama.
—Estás cansado —dijo quitándose los zapatos—. Y yo soy una burra. No te dejo dormir.
Se inclinó sobre él.
—¿Te ayudo a desnudarte?
Le quitó el suéter. Después fue desabrochando los botones de su camisa. Lo hado despacio, mirándole a los ojos y a los labios alternativamente. De vez en cuando inclinaba la cabeza para besar el vello del pecho.
—Me he puesto cachonda pensando en ti. En casa, quiero decir.
—Haberte hecho una pajita.
—¡No seas burro!
Riendo, Eulalia le quitó el pantalón y abrió las ropas de la cama. Luego dejó caer el vestido al suelo y se quitó la combinación.
—He leído tu artículo —dijo mientras recogía la ropa del suelo—. Ése de la reforma fiscal.
Le miró a los ojos.
—¿Tu crees que los Botines y compañía seguirán defraudando como antes?
—Yo ya no sé ni lo que creo.
—Hijo, cómo estás. ¿No te salen los versitos?
—Sin coña, Lali.
Se metió entre las sábanas.
—Nada de coña. Estás de mal humor. Y yo, es lógico, pienso si será por culpa de los versos. A no ser que haya otra cosa.
Alejandro se estiró entre las sábanas y dejó escapar un quejido voluptuoso. Luego preguntó a Eulalia qué pensaría si lo abandonara todo por los versos.
—Podríamos marcharnos lejos —dijo—. A una isla imposible de descubrir. Una isla inexistente. Limpia. Sin contaminar. Sin personas ni alimañas de otra especie. Solos. Desnudos. Sin nada más que un poco de ilusión.
—¿Sin un mal papel?
—Sin un mal papel. Ella rió.
—¿En qué escribirías entonces?
—En el mar.
Alejandro sintió la evidencia de haber tenido aquella conversación antes con alguien. La misma. Con idénticas palabras y el mismo tono confidencial. Incluso con la angustia que experimentaba entonces. De pronto recordó. Marina. Había sido Marina. Pero en aquella ocasión fue ella quien dijo que todos los poemas deberían escribirse sobre el mar. ¿Qué sucedió después?
Eulalia preguntó:
—¿Por qué no escribes un día algo sobre mi piel? Podríamos tatuarlo.
Le había abrazado. Tenía los labios pegados a su cuello.
—Iremos a esa isla que dices —murmuró—. Haré lo que tú quieras. Pero prométeme que no me dejarás nunca.
Hicieron el amor.