VI
1
La noche del viernes, uno de diciembre, Fefa estaba cómodamente sentada ante d televisor. Había llegado aquella misma tarde en avión de Madrid y se había instalado en casa de su hijo José.
—Mira, ahí tienes a los Reyes —dijo a su nuera—. La gente empieza a sospechar que se largaron de aquí por si d golpe de los militares patrióticas prosperaba. A mí no me extrañaría.
Sofía sonrió al oír lo de militares «patrióticos». El adjetivo, en boca de su suegra, excluía a los militares que, como Juan, d marido de Sofía e hijo de Fefa, no compartían las ideas de los golpistas.
—Tú sabes algo —repuso. Y levantó la vista del libro que estaba leyendo.
—Yo no sé nada. Pero ese viaje a América, precisamente cuando se acercaba d día señalado para la operación, es muy significativo. Estos Borbones son muy precavidos. El abuelo de Juan Carlos, recuérdalo, se marchó con viento fresco d mismo día que se proclamó la República. Y se dejó aquí a la mujer. Y a los hijos. Precavidillo que era también.
—No es lo mismo, mujer.
El semblante de Fefa se alteró.
—¿No? Es peor.
—¿Tú crees?
—Esto de loa militares hace tiempo que se venía preparando. Comprenderás que una cosa así no puede improvisarse, Sofía. Había fechas. Que si d cinco de este mes, la víspera del referéndum ése. Que si lo dejaremos para d 20 de noviembre, que es un día histórico. ¿Y tú te crees que los Servidos de Información del Ejército no hace mucho tiempo, pero mucho tiempo, que lo sabían? Es más. Hay quien opina que ese viaje del Rey, todo d tinglado sudamericano, el show diplomático que se debió montar d Oreja para poner en ridículo al pobre Videla, ese viaje, te decía, se organizó hace mucho tiempo. Y que lo han hecho coincidir con las semanas en que podía el golpe.
Sofía rió. Le divertían las fantasías de su suegra.
—No te rías, guapa. Que eso lo sabe hasta mi perro. Por cierto, ¿dónde se ha metido?
Levantó la cabeza y miró debajo de la mesa del comedor, donde había dejado el capazo del animal. Llamó:
- ¡Yalito, hijo! ¿Dónde estás? ¿De qué zapatilla te has enamorado ahora? Anda, neo, ven aquí.
Acariciaba al perro, que había saltado sobre su falda. Dijo emocionada:
—Extraña la casa. Es natural. Ahora lo tengo desquiciadito. El pobre. De Madrid a Torrelodones. De allí, porque Carlos no se sentía a gusto, a Alicante. Ahora, aquí. Es muy sensible, el animalito. Mira, a tu suegro no se lo quería dejar. Ya ves. Como si supiera el peligro que estaba corriendo.
—¿No crees que exageras? Tu marido no ha corrido ningún peligro. Se sabía que le gustaba el café.
—¡Sí, claro! Se sabían, y se saben, muchas cosas pero yo estoy tranquila. Ahora, el susto no me lo quita nadie. Que hasta unas pupas me han salido en el ojito del culo. De los nervios, ¿sabes?
—Tu hijo también pasó unos malos días. Ni siquiera sabíamos dónde os habíais metido. Pero ahora opina como tú. No pasará nada.
—En absoluto, mujer. Y pobre del que intente airear el asunto. Hay personas de mucho peso detrás de todo esto. Irá pasando el tiempo, y acabará por olvidarse.
—Tanto como eso, no creo.
—Pues puedes creerlo.
Fefa hizo un gesto con las manos como si espantara una mosca.
—Dentro de medio año, de un año, los periódicos pondrán un recuadrito. O ni siquiera eso. Una noticia escondida entre los anuncios. Que si el sumario sigue sus trámites. Que si se informará a su debido tiempo. Y luego, en el peor de los casos, simples arrestos domiciliarios. O ni siquiera eso. Con decir el juez que no se ha apreciado delito, en paz. ¿No ves que todo se cuece entre amigos y que el que más y el que menos tiene sus trapitos sucios? Son los de Franco, Sofía. Quieran o no. Digan lo que digan, lucharon a su lado. Le deben todo lo que son. Aquí de lo que se trata es de quitar hierro al asunto y dar la impresión de firmeza, de disciplina, a la gente de la calle.
Hizo una pausa.
—Pero la procesión va por dentro. Es demasiado hacer una guerra, ganarla, y que ahora, a estas alturas, un hombre como mi marido, o como otros como él, se sientan poco menos que criminales. Perseguidos por sus propios compañeros. ¡Venga, mujer! Que eso es muy duro de pasar.
Sacó un pañuelo de la bocamanga del suéter y se limpió los ojos.
—Olvídalo.
—Que lo olvide. ¡Ni lo olvido yo ni lo olvidan ellos! Y mira lo que te digo. Arrieritos somos, y en el camino nos encontraremos. Cuando la asquerosa República, ya ves lo que pasó con Sanjurjo. La primera vez la pringó. Pero la segunda no fue así. Y fue cuestión de pocos años. No sé. Cuatro o cinco. Pues entonces también se decía que los militares no se sublevarían más después de aquello. Y ya ves si se equivocaron.
Sofía dijo que la Constitución era cuestión de días.
—Yo creo —añadió— que se lo pensarán mejor después del referéndum.
—¡Ya estamos! ¿Es que entonces no había una Constitución? Atea, marxista, separatista como la de ahora. Sin respeto para la familia, para el matrimonio. Ni para la criatura que está en el vientre de la madre y a la que se permite matar legalmente. Había una Constitución infame, como la de ahora. Y los militares se la cargaron. ¡Pues no faltaba más!
Haciendo acopio de paciencia, Sofía dijo que las circunstancias eran distintas.
—¿Qué circunstancias, hija mía? El palo es lo que manda. En cualquier circunstancia. Sacas los tanques a la calle, y todo el mundo a callar. ¡Chitón! Porque si no callas, ya sabes lo que te toca.
—Yo me refería a las circunstancias europeas. Entonces los militares tenían detrás a Hitler y a Mussolini. El fascismo era una moda. Una especie de sarampión que pasaba Europa. Ahora no es igual. ¿Qué nación les apoyaría? No sólo dándoles armas, ayuda, sino diplomáticamente.
Fefa se engalló. Miró a su nuera con los ojos espantados, como si estuviera viendo al mismísimo diablo. Luego dijo que estaba sorprendida de oírla hablar de aquella forma.
—¿Sabes? No pareces la mujer de un militar. Ni, por supuesto, la misma de antes. Antes no pensabas así. ¿No será que los catalanes te están comiendo el coco, como dice mi nieta?
Tras una breve pausa añadió:
—O a lo mejor es que ese Torroellas tan espléndido, ése que protege a tu marido, os ha contagiado el socialismo de los banqueros catalanes. ¿Te parece poca barbaridad?
Sofía parpadeó.
—¿A qué te refieres?
—A que un señor que es dueño de un Banco y tiene negocios por todas partes, diga en los periódicos que es socialista. Que tenga el cinismo de decir que los derechos del trabajador, la autonomía y todas esas barbaridades de los separatistas, es lo más importante del mundo. Lo más importante del mundo para ellos es su dinero. ¡Qué gaitas! Si no, que les obliguen a soltarlo. A ver dónele estaba el socialismo de esa gente. Las ganas de cascar con el Estatut y de dárselas de progresistas.
—No es eso.
—¡Sí, hija, sí! ¡Es eso! ¡Precisamente es eso! Pero, ojo. Que esta gente es capaz de lamerle el rabo al diablo antes de perder lo suyo. Tu marido no tiene los millones que sueña. Tiene la promesa de tenerlos. Sólo eso. Conque, te lo repito, guapa. Mucho ojo con los catalanes. Sobre todo con los banqueros de izquierdas. Ésos, ésos que dicen que son rojetes y que ahora hablan mal de Franco, cuando ha sido gracias a él como han hecho el dinero.
Se levantó.
—Voy a hacer un pis —dijo sonriendo.
Con el caniche en brazos pasó por delante del televisor y cruzó la pieza. Al llegar a la puerta se volvió.
—Lo que yo me pregunto —dijo entornando los ojos con malicia—, es qué buscará ese Torroellas de tu marido. Porque los banqueros nunca dan sin cobrarse antes los intereses. Con sinceridad, Sofía. Me parece que tu marido, e hijo mío, no sabe dónde se mete. Menos mal que ahora, cuando ascienda a comandante, tendréis que marcharos de aquí. Y aunque lleve los asuntos de ese Midas en donde le destinen, la cosa cambia. ¡A mí se me antoja que ese Torroellas es un viejo diablo predicador!