18
En su dormitorio, Sofía pensaba que era imposible no querer a Torroellas. Su dinero era lo de menos. Era la exquisitez del trato, la forma que tenía de pedir las cosas, de solicitar una colaboración. Era su discreción y la confianza que inspiraba. Algo que llevaba al recuerdo de Sofía la imagen del padre, muerto cuando ella era una niña.
Quererlo. Pero, ¿en qué medida y hasta qué punto? Él se lo había dicho bien claro. Sin rodeos. Estaba dispuesto a casarse con ella. Pero aquella mañana no mencionó la conversación telefónica que habían sostenido días antes. Como si no hubiera existido. Se había limitado a transmitirle una orden con la habilidad de un diplomático, pero una orden que ella tenía que cumplir. Y que, además, cumplía a gusto.
Fue una excursión muy agradable. Desde que divisó las murallas de País, Sofía fue de sorpresa en sorpresa. Dejaron el «Volvo» en una replaceta de piedra, donde les esperaba un vehículo todo terreno. Pero Torroellas sugirió hacer el recorrido a pie.
«-Siempre me ha parecido que un vehículo, cualquier motor, profana el silencio de estas calles.
»—Es como si el tiempo fuera un guante al que se le pudiera dar la vuelta —había comentado Sofía mirando los cuidados lienzos de la muralla de poniente.»
El portón por el que entraron estaba intacto. Arcadas de piedra sillar, paredes de piedra, grandes lajas ensolando las estrechas calles, retorcidas, invitando a seguir en busca de la próxima sorpresa. La imaginación de Sofía fabulaba un mundo desaparecido pero que estaba allí, latente en la conciencia que, de pronto, se despierta, se aviva en situaciones quizá vividas y olvidadas. A veces creía oír los cascos de fogosos corceles golpeando la dura piedra, sacándole chispas. En la última ventana del torreón, una ventanita estrecha con columnillas góticas sosteniendo dos arcos apuntados, decorados con motivos florales del país, entreveía el rostro de una adolescente retocado con albayalde. La muchacha sonreía a su galán, que en aquel momento entregaba las riendas del caballo a un criado vestido de sota de bastos. Porque al criado no le faltaba ni siquiera la pesada garrota, sin desbastar, para alejar a los nerviosos lebreles empeñados en lamer al amo.
«-Es como entrar en el túnel del tiempo —comentaba Sofía—. Una vez aquí, se trata sencillamente de cerrar los ojos y soñar.
»—Esto de aquí es el palacio principal —explicaba mientras Torroellas—. Aquí estaban las cuadras. Ahora son casas de vecinos, pero observe el cuidado, la limpieza que hay. Sin amor a la historia, no es posible realizar este milagro. Y esto tiene doble mérito, porque las personas que viven en esas casas no son eruditos precisamente. Y es que el amor, cualquiera que sea su manifestación, no pide razones. ¿Qué opina usted?
»—¿Ni siquiera un mínimo de razones?
»—Ni eso.
»—Quizá la curiosidad de las mujeres sea una razón natural. Sin proponérnoslo, nos induce al descubrimiento de las causas.
»—A veces me asombra usted, Sofía.»
El camino de ronda. La muralla almenada, con aspilleras para manejar holgadamente el arco o el mosquetón. Y nuevas calles que suben serpenteantes, encajonadas en edificios de piedra de un piso o de dos, algunos de ellos adaptados a las exigencias del hombre moderno. A veces la historia surge, apasionada y viva, en el gran cigoñal del puente levadizo, que ya no está presente, pero que se sueña tendido hacia el valle, donde el señor derriba al ciervo sobre la jara y a la sierva sobre el heno del pajar. O se aparece un jardín fresco, mohoso, bien cuidado. Sofía se sentía traspasada por el viento del tiempo, que parece también haberse petrificado allí.
«-Un día, una tarde fría de noviembre, dentro de cien, o de quinientos años, dos personas como nosotros estarán aquí, en este mismo contrafuerte, mirando el valle. Y esas personas pensarán lo mismo que nosotros estamos pensando. Y sentirán lo mismo. Exactamente igual.
»—Quizá porque seremos nosotros mismos, Sofía.
»—Quizá.»
Merlones perfectamente conservados; la barbacana avanzada frente al fosco portón de la entrada; la garita de piedra en la albarrana, en la que la imaginación columbra al viejo centinela con la lanza clavada en el cielo; parapetos abaluartados. Sofía había sentido un extraño frío en los huesos.
«-Los asaltos a esta fortaleza costarían ríos de sangre. Verdaderas carnicerías. ¿Y las prisiones?
»—Las hay. Pero como en todos los tiempos, no están a la viste. Se esconde*, bajo tiara. Es la tortura y la muerte violenta. Se niegan a dar la cara de repente, le asaltó el temor de un pasado oscuro en Torroellas. ¿Quién era? ¿Qué había hecho durante los setenta años de su vida? Se prometió hacer averiguaciones.
Torroellas había dicho:
—Ahora vamos a subir por aquí. Le enseñaré la casa. Su futuro museo. Está en lo alto de la ciudadela. Yo creo que debió de ser algo así como la residencia veraniega de los señores feudales. Es un lugar muy fresco. Apacible. Con el tiempo, quizá, será su Residencia predilecta.»
Sofía había echado a andar. Iba un poco rezagada y llevaba las manos hundidas en los bolsillos del chaquetón. Había inclinado la cabeza y pensaba en los horrores que los castellanos de la fortaleza de País habrían cometido bajo sus pies. Se dijo que los tiempos habían cambiado, pero que sin embargo horrores como aquéllos, y peores, esta— han a la orden del día.
«-¿Por qué ha dicho usted que, con el tiempo, la casa de País podría ser mi residencia favorita?
»—¿Lo he dicho?»
Luego la había tomado del brazo y habían seguido todo el camino juntos. Era la primera vez que lo hacía.