15

¿Por qué su hija se había puesto a gritar como una loca cuando lo vio entrar? ¿Por qué le había insultado y lo habla echado a cajas destempladas? Carlos había pasado al cuarto ropero, el único sin destrozar, y se preguntaba perplejo qué había visto su hija en él, o a quién, para tratarlo de aquella forma.

David le confortaba.

—Eso es normal en estos casos. Ten en cuenta que esta bajo los efectos de un fuerte shock emocional. A mí tampoco quería ni verme. No podía acertarme a ella. Un hombre, cualquier hombre, después de lo que ha pasado, es un demonio para ella. Carlos murmuró:

—Pero yo soy su padre.

—De todas formas. Aunque sea así, esa cabeza todavía no rige bien. Verás como cuando venga su madre reacciona de otra forma. Tanto si han llegado a violarla como si no, el trauma para una mujer decente tiene que ser tremendo.

—Es indignante. ¡Bochornoso lo que ocurre en España!

—Y esto pasa a cada hora. ¿Qué digo a cada hora? A cada minuto. ¿No quedan " democracia? Pues ya la tienen ahí. Porque lo peor del caso es que, si consigues pillarlos, entran en la cárcel por una puerta y salen por la otra al día siguiente. Encima son los mártires. Va la COPEL ésa, que presenta sus reivindicaciones cada dos por tres, y te dice que son unos angelitos. Que están parados. Que son el producto de una sociedad corrompida y corruptora. ¿Tú lo entiendes?

—Yo no entiendo nada ya.

—Y luego, cuando menos te descuidas, le pegan fuego a la cárcel. Se lo cargan todo. O se escapan. Eso antes no pasaba. Y no pasaba, además, porque nosotros podíamos actuar libremente. Te conocías al dedillo a los hampones. Sabías dónde localizarlos y cómo tratarlos. Pero ahora todo son recomendaciones de prudencia, de tacto. ¿Qué tacto puedes emplear con cerdos como éstos? A esta gentuza no se les amansa más que descojonándolos a palos. Así. Que se acuerden de lo que duele. Que si son ciudadanos. Que si hay que procurar su reinserción a la sociedad. ¿Qué saben ellos? Eso, en mi tierra, es ganas de perder el tiempo. Y nos exponemos a que un día nos rajen por ahí.

Carlos se había sentado y escuchaba un poco absorto los razonamientos de David:

Son miles las violaciones que se denuncian. Pero todos sabemos que son muchas más las que no se denuncian. Por miedo y por esa vergüenza, natural por otra parte en la mujer. Incluso en los familiares. Y los robos, no digamos. Mira, no hace mucho, a un amigo mío, vamos, a un conocido, le siguieron dos tipos hasta su casa. Había ido al Liceo con su mujer, y como viven cerca, en una finca que hay por la Telefónica, pues fueron paseando. Bueno, pues al llegar, en el momento en que él metía la llave en la cerradura, los tipos se acercan y le piden cincuenta mil pesetas. El otro, claro, les dijo que no llevaba encima ese dinero. Pues, subes, y nos las bajas, le ordenan. Nosotros te esperamos aquí. Con tu mujer. Claro, el hombre al verse solo en su casa, pensó que podía pedir ayuda. Y me llamó. A casa. Fíjate. No me llamó a Comisaría. En fin, que me dijo lo que le pasaba. ¿Y sabes qué le aconsejé yo? Que les diera el dinero y se fuera a dormir con su mujer.

Aspeó los brazos.

—Es lo mejor, amigo Carlos. Porque suponiendo que todo hubiera salido bien, que un coche patrulla los coge con las manos en la masa, a los tres días los tienes en la calle. ¿Y qué pasa entonces? Que van a buscarlos en seguida. ¡Y no les valen coplas! Que esta gentuza no tiene hiel. Te lo digo yo, que les conozco más que la madre que los trajo al mundo.

Cuando hubo terminado el informe, David se ofreció a acompañarle a casa en el coche oficial.

—Yo creo que es lo mejor —dijo—. A tu hija hay que dejarla descansar. El médico le ha dado un calmante y asegura que está bien. ¿O prefieres esperar a tu mujer?

—Esperaré.

—Bueno. A mí me da igual media hora antes que después. Bajo un momento a hablar con la pareja de servicio. Aquí no hacen nada.

Carlos se quedó solo. No osaba salir del cuarto de limpieza por temor de que su hija le viera y se pusiera peor. Pensó que la intención de David era de agradecer. Trataba de distraerle. Por eso había hablado como un descosido. Sin embargo, a David le constaba, como le constaba a él, que Puri, en el estado de sobreexcitación en que se encontraba, no pudo dominar el miedo que le inspiraba su padre. Su reacción, al verle, no admitía dudas. Había sido como una explosión del pánico que llevaba dentro. Un miedo que se le había ido acumulando día a día, no sólo mientras vivió bajo su mismo techo, sino después de su matrimonio.

Daba vueltas en la pequeña habitación, sin dejar de fumar, como si fuera una fiera enjaulada. Se preguntaba desde cuándo venía almacenando su hija el miedo hacia él. Cómo se había producido aquel absceso de amedrentamiento, que tenía que reventar de forma tan imprevista y en momentos tan dramáticos. La carita estirada y pecosa de su hija danzaba en su imaginación. La recordaba, muy pequeña aún, mirándole con sobrecogimiento. Él llegaba del cuartel, casi siempre malhumorado, y la casa enmudecía. Su presencia llenaba de temor el ámbito familiar, cortaba las conversaciones, colapsaba los proyectos. Todos, y Fefa la primera, tenían que saber qué clase de humor traía. Puri observaba medrosamente las botas altas de su padre, casi tan altas como ella. Miraba los dorados de las hombreras, los de la gorra de plato. Miraba un poco a hurtadillas la pistola, porque sabía que aquello era para matar y había oído muchas veces el ruido de los disparos. Carlos daba unas órdenes a su mujer, sin que existiera un propósito deliberadamente ordenancista por su parte. Pero por lo visto su hija no lo había entendido nunca así, y el miedo seguía creciendo. Seguía acumulándose en el subconsciente de la niña, petrificándose como un sarro invisible. Se quedaba muda en un rincón con las manitas cruzadas a la espalda y los ojos muy abiertos, brillantes como si tuviera calentura. Le miraba a hurtadillas. El corazón le latía con fuerza. Si el padre entraba en el dormitorio o en su despacho, Puri salía al balcón. Le gustaba que le diera el viento en la cara. Como si el fresco deshiciera el nudo que se le hacía en el pecho. Como si la ayudara a respirar. Si, por el contrario, le hacia alguna caricia, ella le miraba azarada. Temiendo, siempre. Una voz, un gesto de reproche. Y era que en casa, en presencia de Carlos, todo el mundo se sentía amedrentado.

Por mucho que reflexionara, no acertaba a comprender la realidad. El hecho de que el miedo de su hija, una niña sensible, fuera un oscuro legado de la guerra civil escapaba a sus posibilidades deductivas. Finalizada la década de los cuarenta, cuando el Caudillo llevaba más de diez años hablando a las nuevas generaciones de servicio, de disciplina y orden, insensiblemente, sin que de hecho nadie se diera cuenta, en cada hogar español se había instalado un caudillo autoritario, más o menos intransigente con su familia, según el carácter. Una gran mayoría de casas tenían colgados en lugar preferente las fotografías de Franco y de José Antonio. Algunos, incluso la del Papa. Eran los tres pilares que sostenían España: el Ejército, la Falange y la Iglesia. Los tres dogmas marcaban estrechas sendas de conducta política y moral. Eran senderos de los que nadie podía salirse sin perder el aprecio familiar y la consideración ciudadana. Si alguien lo intentaba, era considerado automáticamente como un «rojo», un «descreído», o ambas cosas a la vez, al que había que compadecer despreciativamente. La situación se agravaba si el padre era militar y, además, había contribuido al triunfo de la Cruzada.

«No ha podido olvidar la paliza que le di cuando le pillé el Manifiesto Comunista y se lo hice comer. No me lo ha perdonado.» Desde el corredor, adonde había salido de puntillas, Carlos veía a través de la puerta entreabierta los pies de su hija. Oía su voz entrecortada, quizás explicando a los vecinos lo que le había sucedido con los ladrones. En cualquier otra ocasión habría entrado a pedirle explicaciones. Le habría preguntado por quién le había tomado, por qué le tenía en el trastero como si fuera un trasto más. Le habría recordado que era su padre. Que le debía respeto, ya que no sumisión y obediencia, que ahora pertenecía a su marido. Pero se abstuvo de hacerlo. Conocía su carácter, y sabía que, otro desaire, en presencia de gentes extrañas, y le habría roto la crisma. «Por muy cansada que esté, esa mocosa siempre será mi hija.»

En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Era Fefa, que se encerró con su hija en el dormitorio sin saludar a nadie. Carlos se encogió de hombros ante la dura mirada de su mujer. «¿Qué mosca le habrá picado a ésta?»

Esperó unos minutos con los vecinos. Seguían morbosamente comentando la oleada de robos, crímenes y violaciones que atravesaba el país. Cuando les despedía en la puerta del piso, llegó David.

—Ahora sube el marido —anunció.

Magín le saludó fríamente. Estaba muy pálido y tenía la cara como barnizada de un sudorcillo viscoso. Carlos se ofreció para lo que hiciera falta.

—Estoy en el «Presidente». Llámame si puedo serte útil en algo. A la hora que sea.

—No creo que sea necesario. De todas formas, gracias.

Iba marcharse con David, cuando vio salir a Fefa del dormitorio. Se acercó a ella con el ceño fruncido.

—¿Cómo está?

—Imagina. Esos tipos la han violado.

Fefa encendió un cigarrillo. Le temblaban los dedos y los labios. Echaba fuego por los ojos. Exclamó:

—¡Ah! Pero yo mañana voy a poner dos telegramas explicando lo de mi hija. Uno al Residente del Gobierno y otro al Rey. ¡Y me van a oír! Si no sirven para el puesto que ocupan, que se vayan. ¡Que nos dejen en paz! ¡Seguro que nosotros sabemos defendemos solos de los canallas mejor que con su ayuda! ¡Vaya si lo hago! Dijo a su marido en voz baja:...

—Tú déjala hoy. Está muy excitada, la pobre. Dice que ha abierto la puerta pensando que eras tú. Ya la verás mañana.

La ira hormigueaba en sus labios cuando añadió:

—Y otra cosa, buen mozo. Tu Natalia te ha llamado a casa de tu hijo. Si tuvieras un poco de vergüenza, no darías a tus furcias el teléfono de los demás.

—¿Yo?

—Pues, ya me dirás quién.

Carlos protestó:

—Además, no se trata de ninguna furcia. Es la secretaria particular de Mínguez.

Lo que ocurre es que me habré dejado la agenda en el hotel y habrá tomado el número para consultarme algo.

Fefa le volvió la espalda.

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