10
Era Sofía. Había oído sin querer parte de la conversación, y decidió intervenir.
Cuando se hubo retirado Forcadell, Eulalia avanzó hacia las sombras. Sentía un vago temor.
La señora que la esperaba, bastante más joven que ella, le sonrió. Luego se presentó como sobrina de Alejandro.
—Me llamo Sofía. Nos hemos visto una vez. En «Sándor».
Se saludaron. Tras un momento de silencio caminaron hacia la zona iluminada. Sofía fue directamente al grano. Dijo que conocía la relación que existía entre Eulalia y Alejandro y que solicitaba consejo de ella.
—¿Que la aconseje yo? ¿Por qué? ¿Y sobre qué?
—Ya sé que no tengo ningún derecho. Pero usted tiene una experiencia que puede resultar preciosa para mí.
Eulalia parpadeó. Estaba nerviosa.
—Explíquese, por favor. ¡Me tiene en ascuas!
—Tengo pensado separarme de mi marido. Es sobrino de Alejandro. El hijo de su hermano Carlos.
—¿Y qué diablos quiere que le diga yo?
Sofía levantó la cabeza y dijo con gravedad:
—Si realmente vale la pena.
—Eso depende de usted, señora. De sus sentimientos. De los de la otra persona. Ya me entiende. Nadie podría aconsejarla. ¡Nadie!
Como la mayoría de los invitados gritaban borrachos, tomaron asiento en dos sillones alejados que había junto a la piscina.
—De eso precisamente se trata —dijo Sofía mirando distraídamente el agua azulada-De si considera usted que, en estos casos, únicamente cuentan los sentimientos de la nueva pareja.
—No la comprendo.
—Los demás también tienen sentimientos. Y aquí está mi duda.
—¿Los demás?
—Naturalmente. Está el marido que abandona una. Los hijos. Todo el clan familiar. Las amistades íntimas. Son sentimientos, ¿no? Lo que le pido que me diga es si usted, y mi tío, han conseguido durante estos tres años que dura su relación borrar sus respectivos mundos familiares. O si, por el contrario, tratan de prescindir de ellos. De olvidarlos.
Eulalia exclamó irritada.
—¡Que nochecita, Dios mío!
—Todas las personas —siguió diciendo Sofía—, sobre todo cuando llegan a cierta edad, como es nuestro caso, tienen su mundo interior. El mundo íntimo. El de los afectos El de los recuerdos. El que protagoniza nuestros sueños, porque en definitiva es el que tenemos, sea mejor o peor. Y ese mundo no se puede destruir. No puede uno quitárselo como se quita un chal o unos guantes. ¿Comprende lo que trato de decirle?
Eulalia contestó envarada:
—Lo comprendo.
—Le pregunta es la siguiente. ¿Se puede ser feliz con la nueva pareja, por mucho que se quieran los dos, llevando dentro ese mundo íntimo, nuestro, un mundo que nunca nos abandona por mucho que nos empeñemos en ello?
—Eso depende de cada cual. Y de cómo baya sido ese mundo al que usted se refiere
—Su experiencia personal, Eulalia. Se lo suplico. Sea franca conmigo. Hágalo por el amor que siente por mi tío. ¿Ha conseguido usted prescindir de su mundo por completo? ¿Nunca sueña un momento feliz con su marido? Porque los habrá habido. Y si es así, ¿cómo se encuentra a la mañana siguiente? ¿Cómo ve usted a mi tío? ¿No le parece, aunque sea por un momento, un extraño? Algo así como un ser postizo, ajeno a su existencia. Permítame que lo diga de una vez. ¡Un intruso!
—No sé adónde quiere ir a parar.
—Al fondo de la cuestión.
Sofía hizo una pausa. Luego murmuró:
—Mi tío Alejandro ha perdido a los hijos. Ellos no lo dicen, claro. Pero yo me doy cuenta. El mayor es médico. No quiere verlo. Adora a su madre: la tiene en un altar. Beatriz, la segunda, vive su vida y, por lo que a mí respecta, estoy convencida de que hace tonterías para olvidar lo que ha pasado en su casa. Y la pequeña, Marta, no sé si usted lo sabe, se ha marchado de casa y está en no sé qué partido de la extrema derecha, únicamente por poner en evidencia a su padre ¿Usted cree que una persona que es todo sensibilidad como mi tío puede ser feliz sabiendo que sus hijos no le perdonan lo que ha hecho? Contésteme con franqueza. Su cariño de usted, sí. De acuerdo. Pero ¿es suficiente? ¿No se debilitará con el tiempo? Me refiero a cuando la convivencia diaria, ese enemigo encarnizado del soñador, acabe por matar la novedad, el entusiasmo de los primeros días. Llámelo como quiera. Por lo que respecta a usted...
—A mí no me meta en sus lucubraciones. Se lo ruego.
Pero era demasiado tarde para evitarlo. Eulalia sentía bullir en su consciencia última aquel mundo de que le hablaba Sofía. Veía a su hijo Quique, que eludía su presencia y luchaba por ser figura en el tenis para no depender de nadie. Veía a Olga, desconcertada, rabiosa. Pensó en el viaje a Londres y tuvo la sospecha, por primera vez, de si había ido a algo más que a ver el Big Ben.
—Lo de Marta, y el dichoso artículo de Forcadell, ha sido la puntilla para mi tío Alejandro —dijo Sofía—. Luego está lo que su hermano prepara.
Eulalia repuso sordamente:
—Lo sé. No se moleste en decírmelo.
—¿Lo sabe?
—Estuvo en casa. No había más que ver la forma de mirarme para saber lo que piensa de mí. Y lo que se propone.
—Dentro de un par de días, o de tres, habrá una fiesta familiar. En la parrilla del «Ritz». Estaremos todos. Toda la familia, menos los hijos de Alejandro.
—Y, por supuesto, estará su mujer.
—Por supuesto. Elena no se niega a ir. Ha dicho, además, que nunca cerraría las puertas de casa al marido. Que si la necesitara, la encontraría. ¿Comprende lo que trato de decirle?
—Perfectamente.
—Pero usted no me ha contestado, Eulalia. ¿Cree que vale la pena dejar nuestro mundo, los afectos, los recuerdos, por otra persona, por mucho que nos atraiga?
Eulalia se levantó.
—Usted no piensa separarse de nadie —gritó—. Usted trata de tenderme una trampa. Por cierto que lo ha hecho muy mal. ¡Cero! De todas formas, ha hecha bien en advertirme. Obraré en consecuencia.
Taconeó nerviosamente hacia un camarero que pasaba y tomó un vaso de güisqui. Se volvió, levantándolo, y dijo:
—¡A la salud de los Acosta!