5
Después que hubo cerrado la puerta, Elena fue directamente a la habitación de su hijo. Lo encontró leyendo en la cama y se sentó a su lado.
Alejandro le preguntó extrañado cómo volvía tan pronto de la cena.
—¿Cena? ¿Has dicho cena?
Dejó escapar una risita helada.
—Pero si aquello ha resultado un funeral, hijo. Con muerto y todo.
Puso cara de circunstancias.
—Un drama. Resulta que, estando nosotros allí, alguien le dio la noticia a esa Eulalia de que su hija, la pobre, había muerto. Fue el final de la cena. Y el principio, claro. Porque allí no ha comido nadie.
Contó al detalle lo que había pasado. Luego dijo que compadecía a su marido.
Alejandro preguntó:
—¿Cómo habéis quedado?
—Ya puedes imaginártelo. Para empezar, aquella Eulalia estaba allí. Yo me pregunté en seguida quién si no él pudo haberle dicho que cenábamos en la parrilla. ¡A veri
Indinó la cabeza.
—Tu padre me pidió perdón. Creo que despechado. Me propuso vivir juntos otra vez. En paz. ¡Sus propósitos de enmienda! Si los conoceré yo.
—En resumidas cuentas, ¿qué piensas hacer?
—Nada. Yo aquí. En mi casita. ¡No me fío de él, qué quieres que te diga! No me extrañaría que os fuera con insidias.
Alejandro rió.
—No dramatices, mujer.
Le tomó una mano.
—Y ahora escucha. Marta y yo hemos pensado que te vengas a vivir con nosotros a Madrid.
—¿A Madrid? ¿Y qué demonios quieres que haga yo en Madrid?
—Estar con nosotros. Y mi padre que se arregle. Acabará mal.
Elena dijo sonriendo que se negaba a abandonar Barcelona.
—Mira, le he tomado cariño a esto. Tengo amigas. Me conozco los cines. ¡Ah, y está la catedral! Madrid, hijo, no tiene el Cristo de Lepanto. Mi mejor consuelo.
Se levantó.
—Nada de Madrid. Yo, aquí. En casita. Y ahora te dejo que duermas. Aunque estoy reventada, quiero rezar un rosario antes de acostarme. Por el alma de esa pobre chica.