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Los festivos, antes de que picara el sol, ya estaban todos de pie en «El Mirador». Toda la casa olía a agua de Lavanda.
Carmelo llegaba siempre puntual. Vestía gruesos pantalones de pana y la blusa nueva de los domingos. La tartana daba la vuelta en la explanada y los Acosta se apresuraban a subir. Carlos y Tito iban en el pescante, con el cochero. El resto de la familia, con Pilar, se acomodaba detrás. Aquellos días se rompía el ritmo habitual de la vida.
Oían misa de ocho y los mayores comulgaban en el camarín de la Patrona. Había poca luz. Olía a cera y a miedo almacenado. En la penumbra, viejas enlutadas arrastrando los pies. Un silencio profundo, amasado con levadura de sueño recién, sólo de vez en cuando roto por un golpe de tos o por el cirial que acaba de caerse sobre las frescas losas. Las altas bóvedas acogían los ruidos, los desmenuzaban uno por uno y, al final, los dejaban caer al suelo blandamente convertidos en silencio otra vez.
Pero aquel día todo iba a ser distinto. Era el santo de Marta, es decir, la festividad de la Patrona del pueblo, y la iglesia rebosaba de fieles. En el camarín, profusamente iluminado, el coro de las Hijas de María entonaba en aquellos momentos el «Venite adoremus». De repente se oyeron unas voces destempladas. Las voces procedían del atrio y su tono era muy agresivo. Al principio nadie podía entender lo que gritaban aquellos hombres. Pero luego, cuando sus palabras fueron repetidas machaconamente por otras voces que se les unieron, todo el mundo comprendió lo que decían. El «¡mueran los carcas!», repetido una y otra vez, retumbaba en las altas bóvedas de la iglesia y dentro de los cráneos de los asistentes.
Lo peor se produjo cuando el primer buscapiés empezó a despedir humo y chispas mientras zigzagueaba rabioso por entre el apretado bosque de piernas. Siguieron a éste varios cohetes más, que sembraron el pánico en la multitud. Uno de ellos, un volador de gran potencia, saltó silbando por encima de las cabezas. El cohete, a quien sin duda el artificiero había cebado a conciencia un día de mal humor, penetraba en las capillas laterales, en cada una de las cuales desaparecía un instante para salir al momento echando chispas, más envenenado que antes. Finalmente estalló ruidosamente en el presbiterio, a pocos palmos del celebrante, que echó a correr como alma que lleva el diablo.
Entre los gritos, las toses, el humo —un humo negro y picante que se adensaba por momentos y ascendía hacia las bóvedas arremolinándose en cambiantes volutas que borraba de la vista las nervaduras—, el olor excitante de la pólvora y los alaridos de las mujeres, más que templo aquello parecía la antesala del infierno. Beatriz, muy serena, protegió con el suyo los cuerpos de Tito y de Pilar y se dispuso a esperar que pasara el pánico. Juan trataba de calmar a Marta, que gritaba al borde de la histeria. El único de los Acosta que consiguió salir fue Carlos, que recogió del suelo, junto a la columnilla que sustentaba la pila de cristianar, una potente carcasa.
Salvo ligeras quemaduras y algún que otro traje chamuscado, no hubo que lamentar desgracias personales. Pero el escándalo marcaría un hito en la historia local.
Cuando la familia consiguió reunirse con la abuela, que vivía en una casa de su propiedad frente a la iglesia, decidieron no informarla de lo sucedido. La anciana, enferma de arteriosclerosis, quizá no hubiera podido resistir el golpe. En aquella ocasión, como si presintiera algo, se limitó a derramar abundantes lágrimas ante sus nietos.
Cumpliendo con una especie de ritual, Beatriz fue con Juan a ver a la hermana, Concha. Era una mujer delgada y baja de piel aceitunada, ojos oscuros, expresivos, y cabello entrecano recogido en moño. Tenía unos años más que su hermana y ocupaba un sombrío caserón que había alquilado cerca del de la madre.
La encontró descalza y en saya en su alcoba de la sala, amueblaba con sillería isabelina. A su lado, de pie junto a la cama, el marido intentaba tranquilizarla. Una mujer alta y seca de mediana edad que hacía de criada, Julia, removía el poso de una taza de tila que su señora se negaba a tomar.
Beatriz abrazó silenciosamente a su hermana.
—Lo he pensado bien —dijo—, y este año no celebraremos el santo de Marta. Ya ves, tengo la comida preparada. Pero no creo que después de lo ocurrido en la iglesia esté nadie para celebraciones.
Concha asintió llorando. Le temblaban las manos cuando dijo que sería un acto de desagravio por la ofensa cometida a la Patrona.
Críspulo, el marido de Concha, explicó que los republicanos exigían del Ayuntamiento que el de la Patrona fuera un día cualquiera. Era un hombrecillo nervioso y flaco de ojillos grises, que miraban con despavorimiento, y desempeñaba el cargo de Secretario en el Juzgado Municipal. Vestía el milrayas que se había puesto para ir a misa.
—De momento —dijo—, ya han conseguido que este año no se celebre la procesión por la calle. El cura no quiere problemas y dice que la hará dentro de la iglesia.
Críspulo miró a su sobrino.
—¿A ti qué te parece?
Juan se encogió de hombros bruscamente. Estaba furioso, y dijo que no quería opinar. Luego salió dando un portazo.