12
Ocuparon una mesa en el comedor del fondo. Carlos pidió los diarios de la tarde.
—Echaré un vistazo nada más —se disculpó con su nuera—. Sólo saber qué ha pasado con el referéndum.
Ella le sonrió.
Los primeros sondeos daban una abstención bastante más elevada a la prevista y el fracaso rotundo de los partidarios del «no». La octava Constitución española estaba siendo votada sin incidentes por los españoles. El País Vasco y Galicia registraban el mayor índice de abstención y Cataluña batía el récord de participación.
—Mira lo que pone aquí —dijo Carlos riendo—. Dice que vuestro Presidente, ese Tarradellas, está seguro de que el sí va a ser rotundo. Y mayoritario. ¿No te parece que es demasiado optimista?
—No. En absoluto. ¿Lo crees tú así?
Carlos se encogió de hombros.
—Lo que aquí pueda pasar no lo sabe nadie. ¡Ni Dios! A lo mejor a estas horas los tanques avanzan hacia la Moncloa y tu Presidet tiene que irse por piernas.
Aunque nadie había mencionado a Carlos su supuesta participación en el golpe de los militares, Sofía resolvió tantear el terreno. Sentía curiosidad por ver cómo respiraba su suegro.
—Supongo que tú no creerás en levantamientos. ¡A estas horas!
—Ya te he dicho, guapa, que lo que aquí pueda pasar no lo sabe ni Dios.
Dejó el periódico en la silla que tenía al lado.
—Mira, yo me acuerdo del 18 de julio en Madrid, mejor dicho, de la víspera, porque estaba allí. Precisamente me iba a Andalucía.
Sonrió.
—Con una compañía de revista. De boy.
—¿Tú?
—Y algún universitario más. Ten en cuenta que yo era un echado pa lante. Bueno, por lo que te decía, allá nadie, absolutamente nadie, empezando por el Presidente del Gobierno y terminando por el último sereno, nadie creía en el alzamiento. La mañana que identificaron el cadáver de Calvo Sotelo en el cementerio, recuerdo que fui a ver a mi hermano Juan, en paz descanse. Que por cierto se largaba de su pensión. Lo encontré con la maleta en la mano y lo escondí en la casa de huéspedes mía. Sabes que estaba muy comprometido con los falangistas, y la policía había detenido a José Antonio. A toda la plana mayor. Claro, la muerte de Calvo Sotelo fue un clarinazo. Encendió un cigarrillo.
—Te digo esto, porque nosotros salimos de Madrid sobre las nueve de la noche. De día aún. Y a la mañana siguiente, no recuerdo en qué pueblo creo que de Albacete, o de Jaén, ya se decía lo de la sublevación en África y los primeros chispazos de Madrid. Bueno, pues, no sabes cómo se reía la gente. Que aquello era imposible. Que el Gobierno de la República los tenía muy bien puestos. ¡Qué sé yo! Total, que cuando bajábamos del tren, en Sevilla, empezamos a ver gente corriendo por la calle. Pero, ¿qué pasa aquí? Lo estábamos viendo y no podíamos creerlo. Es más, todo el mundo tenía el convencimiento de que aquello iba a solucionarse en seguida. Aquella misma noche, no puedes imaginarte la que se armó. Sobre todo en Triana.
—Moraleja.
—Pues que ahora podría pasar lo mismo que pasó entonces. La gente de a pie, ésa que anda por la calle tan tranquila, y muchos de los que presumen saber lo que pasa, está en la inopia, hija. Cualquiera de ésos, o de los que estás viendo aquí comiendo tan tranquilos, desconocen la fuerza que tiene el Ejército. De lo que un militar es capaz de mover en un momento dado. Ahora mismo. En pocos minutos te organizo yo un Cristo que no quieras ver.
Sofía rió.
—¿Tú? No te imagino conspirando contra nadie.
—Pues, te equivocas.
Dejaron de hablar cuando les trajo el camarero la media docena de ostras por cabeza. Pasado el minuto de silencio, en señal de respeto, Carlos dijo con la boca ligeramente acidulada.
—No olvides que tengo un hijo militar.
—¿Quieres decir que, caso de meterte en un levantamiento, o en un golpe de Estado, lo harías por él?
—Lleva una buena carrera. A su edad no todo el mundo consigue la estrella de ocho puntas. En tiempos de paz, claro. Mi ayuda, suponiendo el triunfo del golpe de mano, le habría puesto en una situación de privilegio. Habría sido como lanzarlo a la Historia. En unos pocos años, el fajín de general.
—Es tu gran ambición, ¿no?
Carlos asintió muy serio.
—Eso, y que mi nieto Carlos, e hijo tuyo, ingrese algún día en la Academia General. A ser posible en la de Zaragoza.
La miró con una gravedad algo estudiada y precisó:
—Esa labor es tuya.
—¿Cuál? ¿La de que mi marido llegue a general, o la de que mi hijo ingrese en Zaragoza?
—Las dos. Sabes mi teoría. Un hombre es lo que su mujer quiere que sea. Tú tienes que ayudarle. Tienes que ir poco a poco metiéndole en la cabeza lo de los cursos de Estado Mayor. Las mujeres sabéis cómo hacer estas cosas. ¿Sabes que te lo verías en muy poco tiempo de teniente coronel?
Sofía observó por un momento el cristal empañado de su copa. Pensó que había llegado el momento de poner las cartas bocarriba.
Cogió la copa con la mano y la apretó hasta sentir el hedor del vidrio traspasando su piel.
—¿Por qué no hablas claro? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Lo estoy haciendo. Trato de decirte que tu marido tiene que dejarse de tonterías y consagrarse a su carrera.
—¿A qué llamas tú tonterías?
—A los negocios con ese Torroellas. Eso siempre es peligroso. Conque imagina tratándose de un militar. Por menos de nada puede verse envuelto en uno de esos escándalos financieros que se leen todos los días en los periódicos. ¿Qué pasaría entonces?
Es fácil de suponer que se quedaría en la calle. Porque lo que no puede hacer nunca un multar es llevar el uniforme manchado. Y esos tipos de tanto dinero son capaces de todo. Yo no me fio de ellos. Ni un pelo.
Hizo una pausa.
—En cuanto a tí, ¿qué quieres que te diga?
Sofía saboreaba la última ostra. Abrió los ojos y exclamó:
—¡Están riquísimas! Después que' se hubo llevado la servilleta a los labios, continuó:
—Eso. Quieto que me digas. ¡Háblame con claridad, diablos! Que yo no he venido aquí solamente a comer ostras.
Rió, y palmeó jovialmente la mano de su suegro.
—No te gusta que trabaje en el Banco —dijo después—. Tú eres de los de la mujer casada, la pata rota y en casa. Pero los tiempos cambian, Carlos. Yo tengo una carrera. Puedo aportar algo a la sociedad. Dar a la gente y, a la vez, ganarme unas perras que nunca vienen mal. Si tienes algo que objetar, dímelo. Sin rodeos. Le miró con cierta picardía.
—¿No será que tienes miedo de que se la pegue a tu hijo?
—Eso no puedo ni imaginarlo.
Sofía se desabrochó un botón del escote. Empezaba a sentir calor. Pero un financiero es algo distinto —dijo.
—¿Quieres decir pegársela con Torroellas? ¡Ah! Eso cambia. El poder del dinero es algo que nadie podrá pesar ni medir. Nunca.
Ella le miró un poco asustada. Como si temiera la respuesta que iba a escuchar, le preguntó:
—¿Crees que sería capaz de venderme?
—Creo que todo hombre tiene un precio. Y toda mujer. Todo es cuestión de precio, Sofía. El procedimiento es lo que menos cuenta. Ya sabes lo que quiero decir. Sofía sonrió. Había recuperado la serenidad.
—Ya ves —dijo—, sin embargo yo creo, vamos, estoy firmemente convencida, de que las personas tienen derecho a disponer de sus vidas.
—¿Aunque perjudiquen a los demás?
—Aunque los demás se sientan perjudicados, que no es lo mismo. Tu hijo, Carlos, hará lo que quiera. Los cursos de Estado Mayor o lo que sea. Lo mismo podría darle por ponerse a vender pipas en la puerta del Metro. Y quiero que sepas que no sería yo quien le quitara la idea.
Tomó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa y acercó la cabeza al encendedor que le ofrecía Carlos.
—Por lo que respecta a mí, también pienso hacer lo que considere más conveniente. En todo momento, Carlos. Y no es que me proponga perjudicar a nadie. Nada de eso. Trato de decirte simplemente que no se puede ordenar la vida de los demás. Tus intenciones son admirables. Deseas para tu hijo lo mejor. De acuerdo. Pero, ¿y si él pensara de otra forma?
—Puede pegarse el morrón.
—¡Bueno, que se lo pegue! Cualquier cosa antes que saberse mediatizado. Dirigido por los demás. Yo creo que las personas que no han seguido su propia iniciativa siempre tienen ese remordimiento. Aquello de pensar, ¿ves?, si hubiera hecho en aquella ocasión lo que pensaba, y no lo que me dijeron, quizás habría acertado. La libertad de acción, y de pensamiento, es algo muy serio.
—¿Liberada también?
—Lo he estado siempre.
—¡Déjate, guapa! Estos catalanes te han comido el coco. Como a mi hija. Pero luego la realidad es muy distinta. Un buen empleo. De acuerdo. Ahora estás jugando a hombrecita.
—Por favor.
—Digo hombrecita, porque decir hombrecito podría parecer ofensivo. Vas a tu despacho con ese aire importante que os dais las mujeres que os sentáis detrás de una mesa llena de papeles y teléfonos, que tenéis una secretaria, ¡jo un secretario?, a quien dictar cartas. Almorzáis con compañeros, como si fuerais uno más. Contáis chistes verdes. En fin, lo que se presenta. Que para algo una se ha liberado de la opresión del macho. Pero tú sabes que a veces no es posible hacer marcha atrás. So pena de hacer el ridículo. Y entonces...
Carlos se quedó con el pitillo en la mano, observando la espiral del humo.
—¿Entonces qué?
—Chica, no sé. Es posible que yo esté anticuado. Pero a mí eso de la confraternización entre hombres y mujeres, siempre que no esté presente el marido, eso no me va.
—Decididamente estás anticuado. Eso hoy está al orden del día. Somos ciudadanos europeos.
—Somos unos ridículos pueblerinos, Sofía. Un mal calco, una imitación del ciudadano europeo. Y de eso se aprovechan unos cuantos vivos. Eso es lo que pasa.
Se cruzó de brazos.
—Porque, vamos a suponer que ese Torroellas se encaprichara de d. Está en lo posible. ¿O no?
—También podría encapricharme yo de él.
—Tiene su dinero. Lo había olvidado.
—Carlos, por favor.
El se echó a reír a fin de quitar importancia a sus palabras.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Cómo podrías tú encapricharte de un carcamal? Pero sigamos. Si empezara con invitaciones a los palacios que supongo tendrá por ahí. A las fincas. ¿Qué sé yo? Si un tipo así se lo propusiera, aunque no pasara nada, la carrera de tu marido correrla peligro. Ten en cuenta que la gente tiene muy mala leche, y perdona. Un rumor, cuando se produce, ya no hay quien lo pare. Le seguiría toda la vida. Aunque se fuera a la última guarnición de África, allí estaría el rumor. Y te diré más. Con el tiempo, habría dejado de ser un rumor para convertirse en una realidad. En algo que se da por seguro. Un hecho consumado, no sé si me explico.
Sofía rió.
—Pero tú tienes buenos sabuesos. Sería cuestión de soltarlos detrás de mí y de Torroellas, o del sospechoso de turno, para tratar de defender el honor de tu hijo militar.
El camarero acababa de recabar él asentimiento a la fuente de cigalas a la plancha que dejó sobre el mantel. Sofía tomó un sorbo de vino.
—Tienen muy buen aspecto —dijo después.
Tenía las mejillas encendidas y le brillaban los ojos.
—¿El honor de tu hijo o su carrera? —precisó.
—No sé qué tratas de decir con eso de mis sabuesos.
—¿Y Ezcurra? ¿Dónde te dejas a Ezcurra?
Dejó escapar una carcajada vibrante.
—Vamos, hombre. No te hagas el tonto. Si en la familia lo sabemos todos. ¿No ves que ya es de casa? Ezcurra es tu CIA particular. Tu KGB o tu Gestapo. Como prefieras. Te repito que lo sabemos todos. Menos tu hermano Alejandro, que es el mis perjudicado. Suele pasar.
Seguía riendo nerviosamente.
—¿También sigue ese Ezcurra a tu hijo? A ver, que a mí me interesa saber qué hace en esos viajes tan sospechosos. A lo mejor tiene un monumento como el de tu amigo Minguez. Ese que te ha pedido treinta y cuatro mil pesetas en el hotel.
El desconcierto que descubría en la cara de su suegro aumentaba sus ganas de reír.
—¿Y a mí? ¿También me sigue Ezcurra a mí?
Hizo un esfuerzo para sofocar la risa. Dijo:
—No te lo tomes a mal. Es broma, como dice Cassen. Pero, ahora en serio, Carlos. Yo no engañaría nunca a mi marido. Llegado el caso, le hablaría claro.
Bebió unos sorbos más. Y añadió:
—Sin importarme para nada su carrera militar. Sin importarme sus ascensos, los cursos de Estado Mayor. La vida de las personas es una incógnita que nunca acaba de despejarse. Se renueva, ¿entiendes? Cualquier ciudadano, en cualquier época de su vida y ante cualquier circunstancia, puede reaccionar de la forma más insospechada. ¿O no lo crees tú?
Carlos acababa de servir en el plato de Sofía dos hermosas cigalas abiertas en canal,
—Lo que yo creo —repuso escogiendo para sí un par de piezas con la vista-es que, tanto tu marido como tú, debéis de tener siempre los pies en el suelo. Firmes. Sabiendo en cada momento dónde pisáis.
Se sirvió y se dispuso a comer.
—Y ahora —dijo—, vamos a dar cuente de estas preciosidades. ¿Un poco de linón?
Le guiñó.
—A los viejos, ya sabes. Lo único que nos queda es el estómago. Hemos de procurar mimarlo para que nos compense de otros placeres que se van. Mejor dicho, que se han ido.
Sofía fingió una expresión irónicamente ingenua.
—No irás a decirme que tu amigo Mínguez tiene más suerte que tú.
Rieron. Ambos tenían la seguridad de que la partida había quedado en tablas.