12

La voz de Eulalia sonó enronquecida en la oscuridad.

—Me preocupa Olga.

—¿Cómo está? Hace días que no la veo.

—La encuentro desquiciada. No sale de la dichosa comuna. Y está rara. Desconocida.

—Aprensiones tuyas.

—Si no fuera hija mía, la verdad, pensaría que es una cualquiera. Ha perdido el recato. A veces se le escapan unos gestos...

—Deja de martirizarte.

—... lúbricos. Ésa es la palabra. Claro, las cosas que lee no son precisamente edificantes.

—Yo le dejé algo de Camus.

—¿Camus has dicho? Ahora anda con Sade, con Anaís Nin, ¿qué sé yo? Mira, lo último que ha traído a casa es eso de las putas de Moratín. Dice que son clásicos. ¿Qué te parece?

—Olga lee lo que le damos nosotros a leer.

—¡Qué cosas dices!

—Lo sabes igual que yo, Lali. Tu hija lee lo que nosotros escribimos. O lo que publican los editores por consejo nuestro. Y habla como hablamos nosotros. Y sigue nuestro ejemplo.

—¡No me martirices!

—Recuerda que decidimos ser francos. Decir siempre la verdad. Por desagradable que fuera.

—No sé dónde vas a parar.

—Al lugar prohibido. Al sitio que tratamos de evitar sin conseguirlo. Tu hija, y mis hijos, reniegan de nosotros porque les hemos afrentado ante la sociedad. Saben que la libertad que tienen es porque nos estorban. No se les engaña diciéndoles que hemos de realizarnos, vivir nuestra vida y otras zarandajas por el estilo. Las cosas, claras.

—Pues Olga te quería mucho antes. Te admiraba. Siempre me hablaba de ti.

—A los trece o catorce años, Lali. Pero ahora es una mujer. Una mujer sin nada. ¿Lo comprendes? Ha de buscar forzosamente sustitutivos al vacío que le habéis dejado tú y tu marido. A su edad, pues eso: el sexo. Lo más fácil. Lo más sabroso. Por eso busca gente que pueda enseñarle algo sobre el particular.

—¡Y qué gente! ¿Sabes? Hace un par de días, o tres, no sé, suena el teléfono, lo cojo, y me sale un tío diciendo que si era yo la mamá del anuncio. La que estaba de buen ver. No. Perdón. La mamá todavía en buen uso, dijo exactamente. Yo, claro, desconcertada. Como loca. Porque el tío me dice que tiene el bocadillo de anchoas con no sé qué salsa y que a quién tenía que entregárselo para acostarse conmigo un rato. ¿Te imaginas?

—¿Fue cosa de Olga?

—Tú dirás. Se lo pregunté, y ni siquiera tuvo la delicadeza de negar que era obra suya. Se puso a reír como una loca. Y a bailar. Tú sabes que de pequeña iba a clases de ballet. Bueno, pues evolucionaba lo mismo que las bailarinas clásicas. Pero, al mismo tiempo, mofándose de ellas. Histrionizando. Esta cría únicamente ve la parte caricaturesca de la vida.

—La que nosotros le mostramos. Olga, y todas las jovencitas de su edad.

—Tu hija pequeña no es igual. Y son casi de la misma edad.

—¿Marta? Apenas la conoces.

—Pero me he enterado. Marta es como tu mujer. Una chica seria. Formal. A mí me han dicho que parece de antes de la guerra. Hasta va a misa. Y comulga. Con su madre, claro.

—Habrá cambiado mucho.

Tras el silencio que se hizo entre los dos, él escuchó la pregunta cautelosa de Eulalia.

—¿Sabías que es de Fuerza Nueva?

Quedó tan sorprendido que no supo qué contestar.

—¿Lo sabías?

—No. Y me extraña. En casa siempre estaba contra esas cosas. Marta pensaba como yo. Quiero decir que, políticamente, compartía mis ideas. Ya sabes. Sobre ka libertad, lo que ha de ser la convivencia entre las personas, el sexo, el matrimonio.

Alejandro calló. Su cerebro funcionaba en la oscuridad con la precisión de una computadora. Marta se había unido a su madre para, entre las dos, devolverle la pelo, ta. Trataban de dar a los demás una imagen de él poco grata. La del desnaturalizado que se va con otra y abandona a la familia. W —Conque de Fuerza Nueva. ¿Cómo te has enterado?

—Almas piadosas que me hablan de tu familia. Pero no hace falta. Mira, Quique las vio a las dos no hace mucho. Marta llevaba uniforme de Falange. Estaba detrás de un puesto, creo que en Paseo de Gracia, vendiendo folletos, las obras de José Antonio. Insignias. Cosas así. Y tu mujer hablaba con ella. Luego le dio un beso y tomó

—Entonces no hay la menor duda. ¿Hace mucho tiempo que va con esa gente?

—Eso no lo sé. Lo que sí puedo decirte es que yo estoy enterada desde hace medio año. O cosa así.

—Pero ¿quién te lo ha dicho?

—Una amiga de tu mujer. Y, en cierto modo, mía. Bueno, creo que tú también la conoces.

—¿Quién es?

—La mujer de Páez, el abogado. Pero, por favor, no me descubras.

Nuevo silencio, esta vez más largo. Más inquietante.

—Quizá debí decírtelo antes. Pero sabía que te iba a sentar como un tiro. Es ponerte en ridículo. Ante los tuyos y ante el público para el que escribes. ¡El recochineo que harán los fachas!

—Apenas la he visto un par de veces.

—¿A quién?

—A la mujer de Páez. ¿Qué tal es?

—Una chismosa. Quizás haya exagerado. Quizá se trate de un capricho de tu hija. Ya sabes lo que pasa a esas edades. Cualquiera puede hacer que se interesen por una doctrina política u otra. Son chiquillas inestables. Emocionales. Influenciables. Por eso resulta peligroso dejarlas con el ramalito demasiado suelto.

Alejandro estaba viendo a su hija Marta. Vital, alegre, expansiva. En cierta ocasión llegó tarde a cenar porque había asistido a una manifestación en favor de los presos comunes. Se mostraba indignada con los grises por haber cargado brutalmente contra los estudiantes. Hubo un herido de gravedad, un compañero de Instituto. En otra ocasión la vio pintando con sus amigas una pancarta reclamando libertad, amnistía y Estatut de Autonomía. ¿Qué había sucedido desde entonces para que cambiara tanto?

—¿No estás cansado, amor?

—Muy cansado.

—Pues, a dormir.

Eulalia le besó en la boca. Tenía los labios fríos.

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