7
Le despertaron unos discretos golpes en la puerta. Era Fefa, que le dijo que le esperaba alguien al teléfono.
Saltó de la cama y fue en pijama al comedor. Sentía la cabeza pesada. La voz ligeramente enronquecida de Eulalia se disculpó por haberle sacado de la cama. Luego dijo que enterraba aquella misma tarde a la madre y preguntó por la marcha de sus asuntos. Se despidió rogándole que no tardara demasiado.
En el baño se preguntó por qué habían de ser siempre las mujeres las que complicaban su vida. La ducha le despejó, aunque no consiguió despejar la incógnita. Se puso un jersey gris de cuello alto y unos pantalones de pana verdosa. Cogió su chaqueta de piel. Como su hermano dormía, tomó de pie una taza de café bien cargado en la cocina.
—Os llamaré dentro de un rato —dijo a Fefa al salir.
La mañana era clara y el aire limpio y frío. Alejandro caminó de prisa hada la parada de taxis que había al final de la calle Princesa. Se detuvo en un quiosco de prensa para comprar El País. Con grandes titulares en primera página, el periódico daba la noticia del asesinato de tres guardias civiles en una localidad del País Vasco. Alejandro torció el gesto. En el interior, una nota escueta informaba de la muerte de su sobrino la noche anterior. El frío comunicado de la Policía culpaba sutilmente al fallecido por no haber obedecido las señales de los guardias del control.
Mientras el taxi se dirigía hacia la Residencia Sanitaria, Alejandro se distrajo mirando las calles de Madrid. Como siempre que iba a la capital, pensó que estaban más limpias que las de Barcelona. En Obeles tuvieron un ligero atasco, y Alejandro pudo comprobar el estratégico despliegue de unos guardias de Seguridad salidos de un par de furgonetas aparcadas cerca de la esquina de Alcalá, no lejos del Banco Central. Pensó que el país estaba tenso y que los más nerviosos eran precisamente los hombres encargado» de velar por su orden. Pese a ello, en las aceras rebullía la gente y los establecimiento! públicos se veían muy concurridos. Se encogió de hombros con brusquedad.
Cuando poco más tarde le informaron en la clínica de que el cadáver de Juan Antonio Llauder había sido trasladado a Pompas Fúnebres, Alejandro soltó un taco. Anotó la dirección y abordó otro taxi. Poco después se sentaba junto a María Dolores en un siniestro saloncito con las paredes pintadas de un marrón oscuro desolador.
Contra lo que había pensado, encontró una María Dolores risueña y extremadamente locuaz.
—No puedes imaginarte cuánto me alegra que nos acompañes —dijo—. Al menos, que un Acosta esté con él en estos momentos.
Pasados los primeros instantes de emoción, María Dolores le habló largo rato de la familia. Dijo que conservaba un magnífico recuerdo de Beatriz, la madre, y que del padre apenas recordaba las facciones. Le habló también de las viejas amistades, de los parientes de los Acosta que solían visitarlos en Valencia. A medida que aquella mujer se explicaba, una luz que parecía llegar desde muy lejos iluminaba los recuerdos de Alejandro, coloreándolos. Tenía delante a Lolita, aquella silenciosa criatura, a la que veía siempre en la oscura escalera de Zapateros. Se lo hizo saber, y Lolita sonrió con picardía desde los resecos labios de María Dolores Llauder.
—Quizá tú asocies mi imagen a la de la escalera, porque allí era donde solía verme con tu hermano. Al principio. Arriba, en el último tramo. ¿Recuerdas una puertecita azul, medio rota? Daba al terrado.
Alejandro asintió.
—Allí, como tú comprenderás, nunca subía nadie. Sobre todo por la tarde. Y por la noche. No son los momentos más apropiados para tender. Pues tú, aunque no te acuerdes, nos pillaste en cierta ocasión besándonos —María Dolores se limpió una lágrima con la yema de los dedos—. Ya ves, qué delito.
Vaciló un momento. Luego siguió hablando:
—Yo no sabría decirte. Ni a mí misma he conseguido explicarme lo que yo he sentido por tu hermano Juan. Pero lo nuestro fue algo asombroso. Algo fuera de lo normal. Increíble. Él era tímido. Un chiquillo tan fácil de manejar como difícil de entender.
Se removió en su asiento. Estaba nerviosa.
—Tú ya eres todo un hombre. No te vas a asustar de lo que yo te diga a estas alturas. La unión sexual entre tu hermano y yo era completa. Perfecta. Creo que los dos nos sentíamos desamparados cuando no estábamos juntos. Como si no fuéramos nosotros enteros. No sé si me explico, porque hoy tengo la cabeza a truenos. Y los dos sabíamos antes de la primera experiencia que iba a ser así. No me preguntes cómo lo sabíamos porque no podría contestarte.
Carraspeó ligeramente.
—Es una pregunta que me he hecho durante toda mi vida. Lo que sí sé es que los demás hombres me daban asco. Quizá fue la causa una experiencia dolorosa que tuve. Precisamente cuando me separé de él. O cuando él me dejó. Que no es lo mismo. Porque yo estuve una temporada a la muerte.
Sonrió.
—Tú dirás a qué vienen estas cosas de una vieja chocha. Bueno, pues te decía que tu hermano y yo nos quisimos siempre con dolor. De una forma casi violenta. En cualquier sitio. Despreciando el riesgo. Como si supiéramos lo que iba a pasarnos. Y fue por culpa mía y desde el primer momento. Yo sabía lo que me jugaba. Fíjate tú, viviendo de caridad en casa de unos tíos más beatos que el Ribera, topando, además, con tu familia y con todos los tópicos burgueses de la época. Pero yo no me arredré. ¡Ni honor, ni porras! Juan. Quería hacerlo feliz y ser feliz al mismo tiempo. Porque tu hermano era muy desgraciado.
La mirada inquisitiva de Alejandro la ayudó a seguir.
—Juan no era feliz en tu casa. Sufría por todos. A tu hermana Marta, ¡qué rica era!, la tenía metida en el corazón. Y es que tu madre no me la dejaba a sol ni a sombra. La vigilaba constantemente. Por eso se casó con Diéster, que ésa es otra historia que ahora no viene a cuento.
Hizo una pausa y volvió a sonreír.
—¿Sabías que Diéster se quiso casar conmigo? Ya tenía yo el hijo y tu hermano había muerto. Y tú hermana también. Y el niño.
De repente empezó a temblar.
—Aquella maldita guerra. ¡Cuánto daño ha hecho a los españoles, hijo mío! La gente no lo sabe. No se da cuenta. Yo veo a los chicos de hoy, que les hablas de aquello y es como si les hablaras de las guerras carlistas, y lo único que deseo es que esos mismos chavales, esas niñas de los téjanos y de las discotecas no acaben como acabamos nosotros. Matando. Odiando.
Retomó el hilo de la conversación.
—Pues Diéster me sacó de Barcelona. A mí y al niño. Quizá lo contamos gradas a él. Me llevó a una masía catalana. Cerca del Ebro, donde había sido destinado él. Y me quería. Y yo a él. Pero no como hombre. Lo quería porque era una excelente persona y porque se había casado con Marta. Por cierto, que me la encontré en las Ramblas, en Barcelona. Esto fue en marzo del treinta y ocho, a punto de dar a luz yo. Poco antes de la batalla del Ebro y de los famosos bombardeos de Barcelona. Precisamente ella murió en uno de esos bombardeos. Ella y el niño. De una manera demasiado trágica para contártela.
Alejandro preguntó por qué su hermano Juan no era feliz en casa.
—No sé si decírtelo —repuso María Dolores—. Los hijos debéis de recordar a los padres como las personas mejores del mundo.
Alejandro sonrió.
—Sí. Pues claro que sí. Hoy, cuando la vida nos abandona porque ya sabemos demasiado, vemos las cosas de muy distinta forma. Y juzgamos a las personas con la benevolencia que da la edad y la comprensión de la experiencia. Fueron magníficas personas. Los dos. Pero personas, no ángeles estúpidos.
—¿Qué quieres decir?
—Tu padre.
María Dolores quedó un instante pensativa.
—Juan sabía lo de tu padre —añadió.
—¿Y qué era lo de mi padre?
—Tu hermano Carlos quizá también esté enterado. Tú, como eras el más pequeño no lo supiste nunca. Después, con lo de la guerra y todo lo que vino después no tuviste ocasión. Los más viejos murieron y los demás, como yo por ejemplo, nos desperdigamos.
—Pero ¿qué pasó con mí padre?
María Dolores se revolvió una vez más en su asiento. Estaba visiblemente nerviosa.
—Te lo voy a decir, porque no tiene nada de particular. Hoy, por supuesto. Pero entonces sí. Entonces, aparte de ser una inmoralidad que acababa para siempre con el prestigio de un caballero, era un pecado horroroso. Ya me entiendes. Tu padre vivía en Sevilla con una mujer. No vayas a creer que era una entretenida como se decía entonces. Nada de eso. Era toda una señora. Tenía título. Condesa o duquesa. No sé. Lo cierto es que esa mujer vivió siempre por y para tu padre. Hasta el final, que por cierto también fue dramático. Precisamente por eso, porque tu hermano sabía que tu madre se iba volviendo loca de celos...
Alejandro dijo como si pensara en voz alta;
—Sus famosos ataques de nervios.
—Eso... Sus ataques de nervios. Pero tu hermano Juan, que era un alma de Dios que sufría por todos vosotros, tu hermano lo sabía. Y veía que tu madre iba a acabar muy mal. Todos temían que se suicidara.
Alejandro recordó la puertecita pintada de azul de la cocina de Zapateros.
—El pozo —dijo para sí en un susurro que pasó inadvertido a María Dolores.
—Claro, tu madre, la pobre, no sabía qué hacer para recuperar el amor de su marido. Que nunca le faltó. Y la prueba la tienes en que él no se fue a vivir con la otra. V atendió a sus hijos. A la casa. Hasta el último momento. Tú lo sabes. Lo sabe todo el mundo.
—Pero llevaba una doble vida.
—Yo no diría tanto. Tu padre, por lo que le oí contar siempre a Juan, tampoco tenía mucho carácter. Al menos en casa. Quizá se comprendía mejor con aquella mujer, la sevillana. Ya no me acuerdo cómo se llamaba. Pero a tu madre la respetó siempre como la esposa legítima que era.
Rió nerviosamente.
—Sin embargo, ya ves, fue él quien se opuso rotundamente a nuestras relaciones. Poco carácter, pero por eso no pasó nunca. Tu madre se lo dijo a Juan. Y como él no quería agravar la situación en casa, y os quería a todos mucho, que Juan os adoraba, pues rompió conmigo. Me dejó tirada. Como una colilla, Tito. ¿Te molesta que te llame así?
—De ninguna manera.
—¿Qué podía hacer yo? Juan al principio no me dijo toda la verdad.
—¿A qué te refieres?
—A lo que podía pasar en tu casa si él se iba. Si se casaba conmigo por las malas. Pero después me lo contó todo. Y ya ves. Años más tarde, en aquel desbarajuste de España que trajo la guerra, nos volvimos a encontrar. Yo en Madrid estaba bien considerada políticamente. Era de las Juventudes Socialistas. O sea, de las comunistas. Porque Carrillo les hizo la faena a todos. Incluso a su padre, al que trató públicamente de traidor. Lo mismo que ahora hará la faena a los suyos cuando menos se lo imaginen. Le conozco muy bien. Bueno, yo daba conferencias, mítines, y tu hermano era un falangista peligroso.
—Tu hermano decía falangista valeroso y yo cambiaba el adjetivo por el de peligroso. Nos reíamos, ¿sabes? Porque por encima de la política estaba nuestro amor. Le escondí en mi piso. En el Paseo de las Delicias. Le di documentos falsos. Lo hice Miliciano de la Cultura para que no me lo mataran. Me alisté como miliciana voluntaria con él, a fin de no dejármelo solo. Lo llevé a los puestos de más peligro. A primera línea. A ver si conseguía que se pasara. Lo que pudiera ocurrirme a mí después no tenía importancia. O al menos yo no lo pensaba. Peco fue imposible. En Brúñete, cuando ya estaba todo preparado, lo mataron.
Calló.
—¿Cómo murió Juan?.
—Eso sí que no te lo cuento. No podría. Pero si te sirve de consuelo saberlo, yo vengué su muerte.
—¿Y después?
María Dolores miró a su hijo muerto.
—¿Después? En plena batalla de Brúñete engendré a ese hijo. Estábamos los dos solos en un chozo, más allá de la primera línea. Llovían las bombas, las granadas rompedoras, los morteros. ¡Qué sé yo! Después, cuando le vi morir, me quedé destrozada. Me salvé gracias a los cuidados de una enfermera ya mayor. Que por cierto era una monja. ¿Ves cómo no se puede generalizar? Porque aquella mujer sí que era una santa. Me mandaron de Madrid a Barcelona, donde di a luz y me encontré con tu hermana. Y con Diéster. Luego, hijo mío, el destierro. Otro mundo. Pero el hijo de Juan venía siempre conmigo.
Sonrió dulcemente:.
—¿Te gustaría verlo?