12
Le metieron en el vehículo a empujones. La mujer detenida con él, que resultó una niña de unos quince años, escupió en la cara al guardia del labio partido.
—¡Mala zorra!
La joven se revolvió contra el guardia. Gritó:
—¡Las manos en el culo de su madre, tío puerco!
Alguien de dentro rió divertido. Juan dijo a la muchacha que lo mejor era estarse callada.
—¿Y a usted quién le da vela en este entierro, señor estudiante? ¡Y suélteme!
La sonrisa de él debió de desarmarla, porque la jovencita se disculpó:
—Está una nerviosa.
—No tiene importancia.
Le preguntó dónde le habían herido, y Juan contó lo sucedido en el tranvía.
—Pues a nosotros nos han cercado allí —dijo ella—, entre tres parejas. Éramos más de quince y todos hemos caído en el garlito.
Gritó para que los guardias la oyeran.
—Pero ya nos sacarán. No somos maleantes. Somos honrados trabajadores. Republicanos. ¡Socialistas! Y queremos colgar al Rey y a la cuadrilla de ladrones que le rodea.
La muchacha había cerrado el puño y lanzaba estentóreos vivas a la República, que coreaban los demás. Luego empezaron a cantar con la música del Himno de Riego:
«Si los curas y monjas supieran
la paliza que les van a dar,
subirían al coro gritando:
¡libertad, libertad, libertad!»
El furgón corría por las calles del centro dejando a su paso un alegre clamor revolucionario. Los himnos alimentaban las esperanzas de los más y eran causa de que a los menos se les pusiera el vello de punta. Juan, cada vez más animado, sonreía pensando en su amigo Sandio. De la gente que le rodeaba en aquel momento, gente que calzaba alpargatas y que no olía a agua de colonia precisamente, Sancho sabía bien poco. O nada. Hecha la abstracción, era la España de la alpargata, como él la llamaba despectivamente. Pero cuando se individualizaba, se trataba de españoles ilusionados que luchaban para mejorar su suerte. Poseían, además, la fuerza que da a las multitudes la solidaridad. Algo cuyo milagroso efecto Sancho también desconocía, porque soldaba a las individualidades convirtiéndolas en masas. En aquellas circunstancias, se decía Juan, bastaban dos viejos medios baldados, armados con fusiles, para dominarlos. Pero andando el tiempo la cosa quizá no fuera tan sencilla a la razón de la fuerza. No cabía duda de que esta última podía imponerse. Pero, ¿por cuánto tiempo?
Habíanse apagado los últimos vítores a la libertad, y los alegres ojos de la mucha» cha miraron a Juan con una mezcla de extrañeza y recelo.
—Tú no eres de los nuestros, ¿verdad? —preguntó sonriendo. Y al hacerlo enseñaba unos dientes menudos y brillantes. Muy blancos. Él replicó con otra pregunta.
—¿Cómo te llamas?
—Flora. ¿Y tú?
—Juan. Juan Acosta.
—¡Es muy difícil hacerse médico?
—Regular. ¿Y éste quién es?
—Mi hermano León. Es así. Timiducho. Pero da gusto ver cómo se porta en las manifestaciones. ¡El león de Ruzafa! Todos le conocen por ese nombre.
La joven se había quitado el pañuelo que llevaba a la cabeza y lo había anudado a su cintura. Era muy hermosa. Tenía la cara ovalada, con dos hoyuelos que asomaban cuando sonreía, y se peinaba hacia atrás con raya en medio. Una trenza negrísima, muy gruesa, bajaba desde la nuca hasta el arranque de las nalgas. Juan observó sus ojos negros, muy expresivos, y la curva perfecta de las cejas. El labio superior, ligeramente levantado y terminado en punta, dejaba al descubierto dos dientes anchos y planos. Vestía una falda roja, estampada de florecillas blancas, y blusa clara con el cuello fuera del jersey marrón de lanilla.
—¿Saben tus padres que estáis en la manifestación?
Juan había formulado la pregunta a León, que se encogió de hombros. —Mi padre está en Zaragoza —contestó Hora—. Enchironado por anarquista. Pero también saldrá. No es la primera vez que pasa.
Cuando los separaron en Comisaría, quedaron en verse otra vez.