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Odette bailaba con todo el mundo. Hasta consigo misma. Giraba como si fuera una ingrávida peonza. Se descoyuntaba al trepidante ritmo del charlestón. Tito miraba los pies de la francesa girando sobre los tobillos como si aplastaran cucarachas. A veces doblaba las rodillas, juntaba y separaba las piernas, con la palma de la mano derecha sobre la rodilla izquierda y al revés. Odette empezaba a excitarse cuando le sudaban los muslos, y en aquella ocasión los sentía empapados.
En el entretanto los mayores habían puesto sobre la mesa el gramófono grande.
—Lo compré en Londres —dijo Alejandro—, hará unos tres o cuatro años.
—Dicen que Londres es muy húmedo —comentó el general. Y se miró las retorcidas puntas de sus botas.
Emerenciano pidió que pusieran «algo movidito» y los rizos de Gertrudis Selma repicaron de alegría. Pero no se ponían de acuerdo. Mientras Gertrudis, tensas las cuerdas del cuello, pedía a gritos el garrotín de La corte del Faraón, Soledad León exigía Harina. Isabel se mostraba partidaria de El Barbero de Sevilla. Aseguraba que, cantada por Rovira, era el no va mis.
Emerenciano cortó la discusión.
—Ya que no hay modo de poneros de acuerdo —dijo—, voy a poner algo en honor de nuestro general: La toma del Gurugú.
El general Donderis se emocionó al oír la voz aflautada del señor Gotós, un auténtico cornetín de órdenes. Especialmente cuando llegó al pasaje que decía: «Novedades no venían...» Rodó después bajo la aguja el disco de La Paloma, de Iradier, en solo de ocarina ejecutado por Tapiero. Emerenciano le decía asombrado a su mujer: «Mira que es difícil lo que hace ese hombre.» Gertrudis suspiraba desenterrando recuerdos y Antonio León movía el pie derecho al compás de la melodía.
Para complacer a Isabel, Alejandro puso la polca de El barbero de Sevilla. Notó que la barbilla de su prima temblaba ligeramente. Vino después el dúo de los besos de El Conde de Luxemburgo. Finalmente, le tocó el turno al garrotín de La corte de Faraón. Lo exigía otra vez Gertrudis Selma, cuyos ojos brillaron picarones cuando don Gonzalito cantó gangoso desde en misterio del diafragma:
Cuando te miro a los ojos
y el nacimiento del peeeelo,
se me sube, se me sube, se me baja,
la sangre por todo el cuerpo.
Olía a cacao y a tabaco habano. Se vaciaban las jicaras para volverse a llenar. Isabel, más poquita cosa, tomó un café con leche con tres lengüetas. Los demás engullían. Con cierto remilgo lo hacía Gertrudis Selma. Ruidosamente, Soledad. Su marido, con verdadera gula. Goteante y temblón, brillándole los ojillos de codicia, el viejo general.
Los de la sala descansaban. Odette prendió un cigarrillo turco de boquilla dorada. Un perfume dulzón se expandió por la casa. Antonia Cabanes y Marta se miraron significativamente. Olvidaron el cigarrillo en seguida que entró Eulalia con dos grandes bandejas de laca llenas de dulces. Detrás iba Tito con una botella de «Marie Brizard»,
En aquel precioso instante apareció Juan. Estaba ojeroso. Odette le miró detenidamente, con una extraña sonrisa en los labios. Alguien le dio un pisotón a Juan que, al ver a Tito delante con la botella, le propinó un cachete.
—A ver si tienes más cuidado.
Tito protestó:
—¡Yo no he sido!
Poco después el general Donderis iniciaba la retirada. Iba acompañado por Emerenciano, que tenía abajo en la puerta un coche de punto. Les siguió Gertrudis Selma con Magdín. Poco a poco desfilaron los mayores.
De la esperada reunión sólo quedaba el cansancio y ese punto ligeramente ácido del desencanto.