21
Si Alfonso le había iniciado en los secretos de la Naturaleza, la Naturaleza había de revelarle la facultad de que había sido dotado para descubrir la poesía que había en ella.
En octubre, el pueblo se llenaba de cazadores de pájaros emigrantes. Era como una fiebre. Cual si hubieran despertado de un prolongado letargo, hombres de todas las edades cargaban con los artificios de caza, telas por lo general, y ocupaban en el campo los puntos estratégicos de la pasa. El primo Alfonso no podía faltar a la cita con los alegres huéspedes. Eran pardillos, jilgueros, serines y pájaros de otras familias de conirrostros, que procedentes de las estepas rusas o de los bosques renanos emigraban al Norte de África a invernar. Más que una caza racional, se trataba de un desafío entre la astucia del ave y la del cazador. Una guerra de instintos y sensibilidades.
Los días de caza, el primo Alfonso lo despertaba arrojando unas piedrecitas a los cristales del balcón. Era noche cerrada aún cuando salían. El cazadero estaba lejos, y tenían que dar un buen rodeo para recoger a Pedro, el secretario. Así es que se apresuraban por las foscas bancaladas. En el silencio nocturno que precede al alba, únicamente se oían los pasos de los cazadores y su resuello fatigoso.
Tras haber recogido al secretario, dejaban las huertas y se dirigían de nuevo hacia la costa, en busca de un cabezo no lejos del mar. Rápidamente ponían las telas y colgaban las jaulas de los reclamos en las ramas bajas de unos almendros previamente elegidos. Con el fresco se les llenaban los ojos de lágrimas, pero el ejercicio hacía que sus cuerpos entraran en calor.
La conversación entre el secretario y Alfonso se repetía día tras día con idéntica sobriedad.
—¿Listo todo, Pedro?
—Listo.
—¿Has apretado bien la manilla?
—Sí.
—¿De dónde el viento?
—Por ahora, de garbín.
Mientras ellos lo disponían todo procurando dejar el menor rastro que pudiera escamar a los pájaros, Tito observaba. Las desnudas ramas de los almendros empezaban a perfilarse sobre un cielo todavía incoloro. Su trazo limpio, definitivo, tendría que seguir vivo en su memoria cuando, muchos años después, descubriera los grabados de Utamaru. En el mundo fantasmal del alba todo lo que le rodeaba estaba desprovisto de pálpito. Sin embargo, a poco que se fijara, descubría los primeros colores. Eran tonalidades lívidas que, a medida que aumentaba la luz, adquirían gradualmente una mayor consistencia cromática.
Un reclamo chiaba tímidamente.
—Es hora —decía Pedro.
Era Pedro un quinceañero bajo y fornido, hijo de unos arrendadores de La Senia. Era el que todo lo sabía, el que todo lo hada. El que lo mismo encendía un fuego con leña mojada, que destripaba una liebre o imitaba el canto del verderón.
—A esconderse tocan —ordenaba Alfonso.
Se acurrucaban en el acechadero de cañizos y piedras. Alfonso tensaba la manilla y Pedro se cruzaba de brazos, con la espalda pegada al tronco del almendro, sobre d que habían sustentado la barraca, y la boina echada sobre los ojos.
Los pardillos del alba entraban silenciosos en el cazadero. Sobre los últimos brotes de los almendros, los más altos, parecían pelotas de sueño. Silencio. Hasta que los despertaba d primer martinete de los redamos. Entonces las bolas de sus cuerpos se convertían en husos finos, estilizados, y sus cuellos giraban con la curiosa agilidad que proporciona el recelo. Era la primera exploración que hacían del lugar al que habían llegado desde la profundidad incógnita del sueño.
Alfonso atenazaba la manilla. El corazón le repicaba sordamente y su ritmo respiratorio aumentaba. Uno de los pardillos se dejaba caer blandamente en la trampa como si fuera una hoja herida por el viento. Le seguían varios más. Cuando Pedro daba la orden, el primo Alfonso tiraba de la manilla y las teclas se cerraban rápidas sobre los incautos.
En la barraca se contaban las piezas cobradas. Alfonso preguntaba:
—¿Cuántos han caído?
—Veintidós. Han escapado tres —explicaba Pedro—. Las telas están húmedas todavía.
—El sol las secará. Cuestión de media horita.
Afuera, colores y formas luchaban con las últimas sombras para dar vida propia a lo que todavía seguía siendo irreal. Tito intentaba asumir todo el milagro de la luz naciente. Los ojos le hadan chiribitas de tanto mirar lejanías. Al final, conseguía entrever cómo surgían los colores: el amarillo-dorado de las lejanas rastrojeras; d ocre sanguinolento de los terreros; el morado de la sierra que se ve a lo lejos, en último plano. Junto con los primeros rayos rojizos, el sol enviaba a la tierra unas sombras estiradas que se acortaban a medida que pasaba el tiempo. Claro y luminoso, el día quedaba suspendido del pico de una alondra solitaria, que lo saludaba con su canto perezoso y tristón, un poco fatalista.
En las horas de holganza, entre las diez y las doce, se hablaba de todo. Eran coloquios chuscos, un pintoresco mano a mano entre Alfonso y Pedro, en el que se mezclaba el chisme y la patraña con la reflexión más atinada. Como personas marginadas habitualmente alejadas de las gentes del pueblo, usaban del sarcasmo y la segunda intención siempre que se referían a ellas.
Una de aquellas mañanas, recibieron la visita de otros dos cazadores. Era el mayor de ellos un joven moreno, jetudo y malcarado. Tenía los ojos muy juntos, y miraba con penetración. Iba vestido de harapos, pese a lo cual se pavoneaba con orgullo. Le acompañaba un muchacho de la edad de Alfonso, de piel sonrosada y cabello del color del cáñamo. Jerónimo, que así se llamaba, tenía en sus carnosos labios una risita impertinente de recochineo que hacía perder los nervios al más templado. Vestía un mono azul con peto, sobre un grueso jersey marrón descolorido, y llevaba al cuello una bufanda negra llena de agujeros.
Cuando se acomodaron en la barraca, el mayor de los recién llegados miro a Tito con impertinencia...
—Preséntanos, hombre —dijo a Alfonso, que explicó quién era su primo y entró en detalles sobre su familia.
—Entonces tú tienes un hermanito que se llama Juan —dijo el desconocido—,¿O no es así?
—Pues, mira, le dices a tu hermano que has conocido a Furió. En el pueblo todos saben quién soy. Y seguro que él también habrá oído hablar de mí. Le dices también que tengo muchas ganas de echármelo a la cara. Él ya te entenderá.
Jerónimo soltó una risita mortificadora.
—¿Tú vas a misa? —preguntó a Tito.
—Los domingos.
—¿Y qué haces allí?
Se encogió de hombros.
—¿No lo sabes? Entonces tampoco sabrás que el cura se acuesta con todas las beatas. Y que a los niños guapos como tú les toca el culito.
Furió dejó escapar una risotada. Luego dijo:
—Mira, Titín. Cuando lleguen los nuestros a todos vosotros, ¡ñac! —E hizo ademán de pasarse el filo de un cuchillo por el gañote.
Tito buscó ayuda con la mirada, pero tanto su primo como Pedro sonreían estúpidamente. Furió siguió diciendo:
—Yo tengo el sitio buscado. Está cerca de la estación. Enfrente mismo. Allí está el aserradero. ¿Tú lo has visto?
—No.
—Bueno, pues hay unas sierras así de grandes. Metes un tronco de árbol más grueso que mi cuerpo, y te lo parte de arriba abajo en menos que canta un gallo.
Jerónimo, que había empezado a reír, hizo un amago de pellizco sobre el pecho de Tito, que se sobresaltó.
—A lo que íbamos —continuó Furió—. Yo me lo tengo pensado. El día que lleguen los nuestros, tú y tu hermanito Juan y tu padre y tu madre, todos, os vendréis conmigo al aserradero de la estación. Y una vez allí, os iré poniendo en la sierra. ¡A cachitos así como la uña os voy a hacer! Y los pedazos, a los cerdos.
Jerónimo arqueó las cejas.
—Ya lo verás. Cuando éste dice una cosa, la hace.
Tito se encogió bruscamente de hombros. Luego dijo:
—Pero matar es pecado mortal, y te irás al infierno con los malos.
—El infierno está aquí —rió Jerónimo—. El infierno eres tú, guapín. Mariposillo. Tú y los señoritos como tú, que vais a misa y luego jodéis al pobre. Cuando uno se muere, pues eso, se ha muerto. Lo tiran al hoyo y a criar malvas. Por eso no queremos seguir en este infierno con gentes como vosotros. Sin hiel. ¿Sabes qué dijo Furió el otro día en un mitin? Que los ricos son la sarna del proletariado.
—Y los proletarios no queremos estar sucios. Ni llevar estas ropas. Queremos lavarnos con jabón de olor, como haces tú. Por eso, lo primero que tenemos que quitarnos de encima es la sarna.
Alfonso sacó del morral dos granadas gordales y las tiró al aire, una a cada uno de los visitantes.
—Dejad al chico —dijo entre dientes—. Él no tiene culpa de nada.
Furió dijo riendo que era precisamente a los primeros que había que liquidar.
—Si quieres acabar con el lobo, acaba antes con la carnada. Los viejos se mueren solos. Y pronto.
Había partido la granada Furió, y separó el telillo blanco de uno de los gajos. Luego se lo ofreció a Tito.
—Toma, hombre. Come —le dijo sonriendo—. No tengas miedo. Y a ver si comprendes lo que voy a decirte. Nosotros, los pobres, los analfabestias, no quisiéramos ser así. Quisiéramos que nuestros hijos llevaran ropas limpias y buenas como tú. Que comieran y fueran al colegio. ¿O te crees que nos gusta ser como somos? Pero los ricos no nos dejan. ¿Lo comprendes? Ni nos pagan lo suficiente ni nos dan instrucción. ¡Nada! Huyen de nuestro lado como si tuviéramos la lepra. Y ahora dime, tú que pareces un chico espabilado, ¿quién es el bueno y quién el malo?
En aquel preciso instante el cielo empezó a rugir. Jerónimo salió precipitadamente de la barraca y exclamó:
—¡Son tres hidros!
Los aparatos volaban tan bajos que se veían perfectamente las cabezas de sus tripulantes. Jerónimo subió hasta la cima del cabezo, desde donde se veía el mar. Notificó al volver que los hidros estaban amarrando en el puerto. Era una novedad, y Alfonso resolvió dar por terminada la jornada de caza.