16
La tarde del veinte de diciembre Isabel releía en el comedor de su casa La corte de Carlos IV. Publicaba el folleto «El cuento semanal», en un papel de pésima calidad, y estaba impreso en unos tipos pequeños y amazacotados. Debido en parte al frío y en parte a la postura, el cuerpo de Isabel parecía mucho más pequeño que de ordinario. Como si hubiera encogido.
Su marido la miraba con el rabillo del ojo. Tenía ganas de hablar y sabía que si emitía un golpe de tos, o simplemente suspiraba, su mujer levantaría la cabeza. Sería un instante. Lo suficiente sin embargo para comprobar que la cara de su marido seguía teniendo el saludable color de siempre. Luego volvería a su lectura.
Emerenciano pensó que, como le costaba muy poco, haría la prueba. Tosió, pues, y dejó d diario cuidadosamente plegado sobre la mesa camilla. La cabeza de su mujer se movió imperceptiblemente. Poco después sus dedos nudosos, que asomaban por los orificios de los mitones de lana gris, doblaron cuidadosamente d infolio.
—¿Hay novedades? —preguntó.
Emerenciano extendió su mano izquierda sobre el tapete de ganchillo blanco y acarició los bodoques grises del centro.
—¿Quieres saber lo que pienso de todo esto?
Isabel arrugó la descolorida nariz, reseca como una castaña pilonga.
—¿A qué te refieres?
—Al fusilamiento de esos chicos. Fermín Galán y ese otro, Garda Hernández.
—Los de Jaca.
—Yo creo que Alfonso XIII acaba de fusilar a la Monarquía. Se ha matado él mismo. Y a la Corona. Mira si será burro ese hombre.
—No seas botarate. El Código de Justicia Militar es tajante. Cabecilla rebelde al mando de tropa armada, pena de muerte. Y sanseacabó.
—Siempre puede echarse mano de otras soluciones, Isabelita.
—¡Tenía que hacerlo! Porque, de no haber sido así, se hubiera desprestigiado más de lo que está. El y sus militarotes. Y hubiera salido a relucir todo aquello del expediente del general Picasso. Y tantas cosas. La gente, y sobre todo los republicanos, lo hubieran considerado como debilidad.
—O no.
—Sí, hombre. Lo que pasa es que el Rey está en un callejón sin salida. La prueba la tienes en que en mayo pasado no puso reparos a que se legalizase la CNT. Y sabe la guerra que van a darle los anarquistas. Que ésos son de los que no se callan.
Eulalia entró en el comedor. Venía de la calle y daba saltitos de frío.
—¡Ay, señora! —exclamó desabrochándose el abrigo de lanilla verde—. En la tienda de Eusebio, el de la bollería, estaban hablando de esos militares que han fusilado. ¿Y sabe usted qué dicen?
—Qué.
—Dicen que con la República se acabarían los pobres. Que cuando venga seremos todos iguales. Julia, la criada del tercero, me ha jurado que las sirvientas ya no tendrán que servir.
Rió incrédula.
—Yo le he preguntado qué haremos las chicas como ella y como yo, que no sabemos hacer nada.
Isabel hizo una mueca divertida.
—¿Y qué te ha contestado?
—Que nos mandarán a la escuela. Así aprenderemos a leer y escribir. Y cuando sepamos nos darán trabajos buenos. ¡A lo mejor aún me ven de maestra, como los señores! Pues, ¿sabe qué le digo? Que una servidora prefiere seguir de criada que ir a la escuela. Con lo que a mí me molesta lo negro. Usted ya lo sabe, señora. Que por mucho que ha querido enseñarme...
Eulalia cogió la jaula del canario y salió charlando animadamente con él.
Emerenciano se levantó de prisa, como si de repente hubiera recordado un urgente quehacer.
Su mujer le miró intrigada.
—¿Adónde vas con tanta prisa?
Él sonrió y dijo:
—¿Te conformas si te digo que me están apretando por detrás?
Isabel levantó un hombro soliviantado y exclamó:
—¡Sucio!
Reía aún la ocurrencia del marido cuando miró por el cristal del balcón. Bajo las luces de las farolas, acabadas de encender, discurrían sombras frioleras, e Isabel pensó en la suerte que esperaba a los españoles si las cosas seguían complicándose en el país.
Igual que su marido, ella deseaba la República. Tenía la esperanza de que así España saldría de la mediocridad, la rutina y la incultura. Pero no las tenía todas consigo. Dudaba de la sinceridad de muchos capitostes republicanos, como aquel Alcalá Zamora, que aseguraba que la República estaría con el Arzobispo de Valencia y con el cardenal de Toledo a la cabeza. Y ella no pasaba por la mentira. Consideraba disculpable cualquier falta menos la simulación y el deseo de engañar a los demás. Sobre todo cuando las consecuencias del engaño podían llevar la nación a la ruina.
Tallada a la antigua, veía con desagrado el desmoronamiento de la moral tradicional lo que ella llamaba «sanas costumbres». La gente joven, pensaba había perdido la compostura. Se manifestaba insolente, ruidosa, demasiado segura de si. Ni sabia guardar las formas ni respetaba la opinión de las personas mayores, a las que discriminaba alegremente. Le parecían superficiales. Amanerados. Ellos, unos gomosos de pelo planchado y brillantina. Hasta el corte de los pantalones, de amplios bajos como si fueran faldas, les daban aspecto de mujer. En cuanto a las muchachas, ¿qué pensar de las nuevas modas? Si aquello no paraba, pronto parecerían todas unas perdidas. Recordó una coplilla de cierta zarzuela que hacían alusión a la longitud de la falda. La tarareó mentalmente:
«'Tobillera, tobillera,
ya te has vuelto rodillera.
Pero al paso que andarás,
de fijo acabarás
siendo muslera,
muslera o algo más.»
Pensó que hasta los muebles habían perdido la dignidad que tenían antes. Ahora sólo se veían cachivaches feos, de líneas rectas. Cubistas los llamaban. Y eran tan horribles como incómodos.
Arrebujada en su toquilla negra de lana, encogida, frotándose la punta de los dedos para acelerar la circulación, pasaba revista a todo y veía el mundo patas arriba. Asonadas, huelgas, manifestaciones, estaban a la orden del día. En las calles, cargas, heridos, bombas. Y miles de horas de trabajo perdidas. Y millones que se evaporaban en los Bancos del extranjero. Ella estaba de acuerdo con el Gobierno Berenguer, que había decretado la amnistía. También aprobaba el Pacto de San Sebastián, que exigía el advenimiento de la República como solución a los males del país. Pero de ahí a que fueran precisamente los amnistiados quienes propugnaran una revolución inmediata para la que los españoles no estaban preparados, mediaba un abismo. Revolución, sí, concluía Isabel. Pero a su tiempo. Sin precipitarse demasiado. Revolución gradual, que evitara posibles involuciones y formara al español poco a poco, transformando el súbdito en ciudadano responsable. Que leyera todo el mundo. Escuelas es lo que hacía falta. Y bibliotecas públicas. Pero no lecturas obscenas, como lo que escribía El Caballero Audaz. O peores aún. Que también las había.
Después de echar una firma en el brasero, encendió la lámpara de pie. Luego cogió el folleto y trató de olvidar problemas enfrascándose en la lectura.
Cuando volvió el marido le miró por encima de las gafas.
—Hace fresco —le dijo—. ¿Cerramos el balcón?
Emerenciano seguía de pie.
—Estoy preocupado por tu sobrino Juan —comentó—. No tardará en venir.
Se encogió de hombros.
—¿Y qué puedo decirle yo? Estas cosas son muy delicadas.
—Amoríos. A la edad de Juan no puede esperarse otra cosa. La vecina es mona. Y bastante fogosilla por lo que se ve. No te hagas el santo, que tú habrías hecho lo mismo en su caso.
—Perdona, pero yo no habría entrado nunca en casa de un vecino, aprovechando su ausencia, para beneficiarme a una mujer de su familia.
—Pero ¿qué dices? Juan no ha podido hacer eso. Es lo mejor que hay en casa de mi prima.
—Pues, mira. Es la versión de Marta.
Los ojillos licuosos de Isabel chispearon.
—¿Y para cuándo esperas a ese mozalbete?
En aquel momento sonó el timbre de la puerta.
Emerenciano dijo:
—Ahí lo tienes.