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En el acto, el primero que celebraba públicamente la Falange, hablaron García Valdecasas, Ruiz de Alda y José Antonio. Este último, que se reservó el discurso programático, sabía lo que tenía que decir y lo dijo sin rodeos. Impetuosamente. Afirmó que la Falange no era ningún partido político. Que aspiraba a que todas las regiones de España y todos los hombres que las poblaban se sintieran unidos, armonizados en una «unidad de destino en lo universal». Para él, la democracia inorgánica era la causa de la ruina de los pueblos. Lo demostraba la experiencia histórica del parlamentarismo y su palabrería, con Inglaterra y los Estados Unidos como botón de muestra. El hombre pertenecía por naturaleza a la familia, que era la célula de la sociedad, al municipio, agrupación natural de familias, y al Sindicato del que formaba parte como un elemento más de la aportación laboral. Los partidos políticos tenían que desaparecer. Ni comunistas, ni socialistas, ni anarquistas, que eran lacras de la Humanidad. Pero tampoco señoritos, zánganos reaccionarios apegados al lujo, a la comodidad, al absurdo de un sentimiento de clase que les llevaba a la injusticia de explotar sistemáticamente al obrero, al campesino. Se imponía, pues, un Estado fuerte y totalitario al servicio de los intereses auténticos de la Patria. Y si para llegar hasta él se precisaba de la violencia, la Falange haría uso de ella despreciando el peligro. José Antonio se había preguntado: «¿Quién ha dicho que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad?» Y a renglón seguido había afirmado tajantemente: «No hay más dialéctica admisible que la de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.»

La palidez que el rostro del orador tenía momentos antes había desaparecido. Ahora su cara estaba encendida. Sus ojos brillaban. La mesura inicial del gesto había dado paso a un énfasis en el que se mezclaba el entusiasmo con la decisión y una gallardía un tanto teatral. Como el resto de los asistentes, Juan estaba electrizado. Recordó su conversación con José Antonio, un par de semanas antes, en el despacho de éste. Juan se había ofrecido para organizar la Falange en algunos pueblos de la provincia de Alicante, y José Antonio le había sondeado con mucha habilidad.

»—Se acercan malos tiempos —le había dicho mirándole a los ojos—. Nadie nos cree, porque nadie nos conoce. Ni en el Parlamento, ni en la mina, ni en el andamio, ni en el campo. Y tenemos que llegar a todos estos lugares.

»—Llegaremos.

»—Tengo fe en que así sea. Pero la lucha es dura, y un fracaso ahora vale por diez. Nuestra supervivencia como organización está en cómo entendamos cada uno de nosotros la disciplina y el servicio.

»—Lo sé. Y estoy dispuesto a todo.

»—Somos una organización minoritaria de acción. De choque. Caerá algún camarada.

»—La muerte es un acto de servicio. En eso, como en tantas otras cosas, estoy de acuerdo contigo. Lo que habría que procurar es hacer la unión con Ledesma. Cuanto antes.

»—Todo se andará. Tú procedes del jonsismo, ¿no?

»—En efecto. Y considero que Ledesma, y Onésimo, son piezas fundamentales. No se les puede ignorar. Parece ser que los cedistas no les harían ascos a la hora de la verdad. Necesitan gente joven. Combativa.

»—¿Cuándo irías a Alicante?

»—En seguida que tú lo ordenes. Hoy mismo.

»—Espera las vacaciones de Navidad. Llamarás menos la atención.»

Flora observaba atentamente al orador. No comprendía del todo sus palabras, pero había algo en lo que estaba de acuerdo con él: los partidos políticos eran una mentira. También compartía con él aquello de la unidad de las tierras y los hombres; simplemente porque le gustaba cómo sonaba. Le quedaba una duda. José Antonio era un señorito, y los señoritos sólo pensaban en las juergas y en acostarse con las criadas.

Flora recordó su llegada a Madrid, a principios de febrero del año anterior. Sola, helada, con el pasmo en los ojos y un hatillo con ropa interior por todo equipaje. Su padre, que nunca había pasado de ser un bocazas, se había permitido defender públicamente en una taberna del Grao a los revolucionarios de Fígols. Alguien debió de irse de la lengua, porque poco después le detenía la Guardia Ovil. Pero no había quien lo hiciera callar. Echando espuma por la boca, juró proclamar el comunismo libertario en el Grao y vitoreó a Manuel Prieto, líder del movimiento libertario de Fígols. En seguida que recibió el primer culatazo, Milagros, el tío de Flora, se tiró sobre el guardia civil que había golpeado a su cuñado. Flora había salido de casa al oír los gritos. No tuvo tiempo de ver nada, porque una vecina la obligó a entrar. Le hicieron tila. Aquella misma tarde se decretaba la huelga de estibadores en el Grao.

A partir de entonces no la dejaron tranquila. A cualquier hora del día o de la noche, cuando menos lo esperaba, llegaban los civiles y le ponían la casa patas arriba. Se llevaron a su hermano León para que declarara y no volvió a verlo. Como se decía que el Buenos Aires iba a dejar los presos, casi todos anarquistas, y regresaba de Villa Cisneros para volver a cargar, Flora resolvió tomar el tren para Madrid. Se fue sin decir nada a nadie. Con el duro de plata que guardaba y una pataca con dos sardinas en escabeche.

Los primos que tenía en Vallecas no podían permitirse el lujo de llenar una boca más. Además, en el piso no cabía. Le buscaron una casa para servir, porque Flora no sabía hacer otra cosa.

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