13

La iluminada esfera del reloj del Ayuntamiento señalaba las ocho y diez cuando Lolita bajó la escalera de Correos. Dos horas y pico, pensó, era tiempo más que sobrado para esperar a Juan, a quien había citado allí la víspera. Si no había acudido, era sin lugar a dudas porque se desentendía de ella por completo.

La conclusión a que había llegado en sus largas cavilaciones no podía ser más sencilla: quería a Juan pero él no correspondía a su amor. Había, pues, que tomar decisiones, ya que no estaba dispuesta a volver al pueblo con sus tíos.

«Cambiar de rumbo», se dijo con resolución mientras cruzaba la Plaza de Castelar.

En la parada del tranvía zapateó friolera. Tenía las piernas entumecidas y los pies como carámbanos. De pronto le pareció ver a Carlos, el hermano de Juan, cruzando la plaza desde la acera del Ayuntamiento. Llevaba puesto el abrigo de los domingos, como hacia siempre que bajaba al centro, y el tapabocas gris de lana.

Lolita le siseó desde lejos, y Carlos corrió hacia ella.

—¿Qué haces tú aquí? —pregúntole intrigada.

Él se encogió de hombros bruscamente. Estaba preocupado y tenía los ojos enrojecidos.

—¿Has llorado?

—Qué va. Es el frío.

Pero el temblor de su barbilla le traicionó.

—Di la verdad. A ti te pasa algo. ¿Tu madre?

Carlos rodó la cabeza.

—Tengo prisa —dijo bajando la mirada.

Lolita tuvo una corazonada.

—Pero ¿adonde vas? Solo. A estas horas por aquí. Anda, hombre, dímelo.

Él le enseñó un sobre doblado.

—Tengo que entregar esta carta a un señor. Me han dicho que es muy urgente.

—¿Tiene que ver algo Juan con esa carta?

—Está en la Comisaría. Creo que van a meterlo en la cárcel.

A Lolita se le nublaron los ojos.

—¿Juan? Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

Instintivamente atrajo a Carlos hacia sí.

—¡Ay, Dios mío!

Lo zarandeó:

—¡Di qué ha pasado, hombre!

—Sólo sabemos eso. Los dos policías que han venido a casa esta tarde no han dicho más. Querían saber si Juan vivía en casa.

Escupió en el suelo.

—¡Son unos cerdos!

—¿Qué más?

—Nada. Mi tío Emerenciano ha ido a ver a un general que conocemos. Y el general ha escrito esta carta para un señor del Ayuntamiento o no sé qué. Ahora voy a llevársela a su casa.

—Te acompaño. ¿Dónde es?

—En la calle Colón. El siete. No sé bien por dónde cae.

—Yo sí. Vamos.

Por la acera de Ruzafa sortearon los pocos transeúntes que había. Iban a todo correr por si cerraban los portales.

Al llegar a Colón entraron en una finca nueva con ascensor. El portero, ostentosamente uniformado, frunció el ceño.

—¿Qué queréis a estas horas?

Carlos le enseñó el sobre. Los nervios y el jadeo le impedían articular las palabras. En vista de ello, Lolita le arrebató la carta y se la enseñó al portero.

—Es muy urgente. Es para el vecino del segundo. ¡Lea! El remite pone «José Donderis Iturralde. General de Brigada del Arma de Infantería». Es este señor quien nos envía. Y nos ha dicho que es urgentísimo.

El portero los metió en el ascensor.

Poco después les abría una doncella uniformada de negro. Era muy joven, menuda; y tenía la frente sembrada de barrillos inflamados. La doncella les hizo pasar recibidor amueblado con severos sillones Felipe II y un perchero jardinera con espejo ovalado sobre fondo de terciopelo granate. Un gran retrato al óleo, representando a un enlevitado señor de porte orgulloso, con quevedos, mosca y tupé, se veía a la izquierda de una puerta encristalada que daba acceso a un pasillo discretamente iluminado y alfombrado de rojo.

Cuando Carlos hubo entregado la carta a la doncella y ésta desapareció en el corredor, Lolita se sentó. Estaba angustiada.

—Pero ¿qué ha hecho, Tito?

—¡No lo sé! ¡No sabemos nada!

—¿Qué crees que pasará?

Carlos, de pie en mitad del recibidor, hizo un gesto ambiguo con los labios.

—¡Dios mío! —suspiró ella. Y se mordió las uñas.

El dueño de la casa era un señor bajo de gruesa cabeza calva, con cerquillo gris. Tenía los ojos pequeños y reidores y parecía que la dentadura postiza no le cabía en la boca.

—¿Con cuál de los dos tengo que hablar? —preguntó sonriendo.

Carlos avanzó resueltamente hacia él.

—Conmigo. Me envía el general Donderis.

—Lo sé, hijo. ¿Eres pariente del detenido?

—Hermano.

El señor bajito dijo que no había motivo de preocupación.

—Las detenciones preventivas son simples medidas de seguridad. Si tu hermano no ha hecho nada, como se desprende de la nota del general, lo mandarán en seguida a casa. De todas formas, acabo de hacer una llamada telefónica.

Le dio un sobre pequeño.

—Se lo entregas al general —dijo—. Cuando puedas. No es necesario que vayas esta noche.

Luego miró a Lolita y volvió a sonreír.

—Y ahora, a tranquilizarse. Estas confusiones se producen todos los días.

Se despidió de ellos cortésmente.

Bajaron los escalones de dos en dos. En la calle, Carlos dijo que su madre le había dado una moneda de dos pesetas para que tomara un taxi.

—Quiere que vuelva a casa en seguida.

—Pues vamos. Mira, allí hay uno.

En la fachada de la Plaza de Toros había un gran cartel iluminado anunciando la próxima actuación del «Price» de Madrid. Carlos miró las esbeltas amazonas, de puntillas sobre el lomo de unos caballos blancos de largas crines. Se prometió a sí mismo que si todo salía bien y soltaban a su hermano iría a verlas. Lolita, por su parte, miraba los iluminados escaparates y el interior de los cafés, en cuyas mesas abundaban las mujeres pintadas con la boquilla entre los dedos. Pensó que eran tanguistas del «Edén Concert» o del «Bataclán». En la calle Ribera una banda de música que cruzaba obligó al taxista a frenar. Los músicos vestían uniforme azul marino, con raya roja en el pantalón, y marcaban el paso bastante mal. Alguno de ellos calzaba alpargatas. Tocaban el Himno Fallero.

Carlos preguntó a Lolita cuándo empezaban las fallas, pero no obtuvo respuesta. El taxista le sacó de dudas.

—La plantá no tardará mucho.

—Ya ni me acordaba. ¿Y tú? Lolita le miró de refilón.

—Para fallas está una.

Siguieron un rato en silencio. Las plazas y avenidas del centro iban quedando atrás. Igual que sus luces, su animación, los establecimientos de lujo. En su lugar, los faros del taxi iluminaban ahora estrechas calles mal adoquinadas, fachadas pobres llenas de desconchados y tiendas humildes. En la plaza de la Virgen, Lolita hizo la señal de la cruz. Luego pidió a Carlos que no le dijera a su hermano que la habla visto.

—Prométemelo, Carlitos.

—¿Por qué?

—Porque te lo pido yo.

—Prometido, va.

Al doblar la esquina de Zapateros vieron un «Buick» aparcado a la puerta de casa de los Acosta. Carlos estiró el cuello.

—Me parece que es el coche del doctor Barca. El padre de Sancho.

Bajaron del taxi precipitadamente.

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