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¿Cómo decírselo? ¿Cómo hacerle comprender que había llegado el momento de la separación definitiva? La mano de ella, entre las suyas, empezaba a estar entresudada. Silencio. Oían solamente el golpeteo rítmico de las herraduras sobre los calientes adoquines. Una de días chacoloteaba, produciendo a veces un zumbido impreciso pareado al del diapasón.
Los balcones y los bajos de las casas estaban abiertos. Los interiores, iluminados. A veces aparecía en escena un hombre en camiseta. El hombre levantaba un botijo —actitud de beber atragantada—, y la imagen desaparecía para dar paso a otras sucesivas: la familia que cena al fresco, ante una mesita de pino; la quinceañera que sueña acodada en la barandilla del balcón; el anciano que acaricia el lomo del gato como si fuera el sexo de la amante.
Ella había puesto sobre sus muslos una mano de él. Al otro lado del percal del vestido esperaba la carne apretada, aquel despavorimiento. La mano lo sabía y transmitía la excitación al resto del cuerpo. Los muslos, mientras, esperaban la caricia. Dormían como quien finge el sueño mientras llega la voz que dé la buena nueva que se adivina próxima. Pero aquella voz no se dejaba oír. Era todo un triste silencio.
En la penumbra de la caja, las palabras de Eugenia tenían un claro matiz premonitorio cuando dijo:
—No te atormentes, Alejandro. Tenía que ocurrir.
El torso de él era de piedra. Su mirada, perdida, la misma negación del milagro de ver.
Alejandro se preguntaba en voz alta:
—¿Por qué? ¿Por qué tenía que ocurrir?
—Quizás hemos ofendido a Dios.
Eugenia se llevó a los labios la mano de él.
—Eres bueno —dijo. Y suspiró como quien está muy agradecido.
Sonreía con tristeza mientras miraba su perfil tallado en la penumbra.
—Y bendigo d momento en que llegaste a mí.
El carruaje había embocado una calleja oscura y empinada. Ahora no se oía el ruido metálico de las herraduras, sino el sordo golpeteo de los cascos que se hincan en la tierra y los resoplidos de la acémila.
Eugenia se ladeó en su asiento.
—Me dejas que te bese, ¿no? Aunque sea por última vez.
El la abrazó.
—Sé lo que sufres —dijo ella al comprobar que la caía de Alejandro estaba bañada en lágrimas—. Pero tienes que ser fuerte. Tus hijos te necesitan y yo quiero ayudarte.
—¿Y tú? ¿Cómo vas a tomarlo tú?
Eugenia se encogió de hombros. Fue una breve sacudida, de renuncia, que inquietó a Alejandro.
—Eso es lo que quieto —protestó.
—¿El qué?
—Que aceptes la vida de ahora en adelante con un simple encogimiento de hombros. Tienes que vivir. ¡Vivir!
—Quizá. No lo sé. Ahora mismo estoy aturdida.
El coche se había detenido. Alejandro descendió y seguidamente ayudó a bajar a Eugenia. De repente les dio en los ojos una luna de plata que parecía observarlos. Eugenia pensó que la luna era el sello con el que cerraba para siempre otra historia de amor.
—Sí. Es un soberbio sello —dijo fríamente.
Luego cruzó el portal de su casa y empujó la puerta de la cancela. No se volvió ni una sola vez.