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Olga corrió hacia el coche de su hermano. Se había levantado un viento racheado y las ráfagas agitaban te ancha falda negra que terminaba de ponerse sobre el short.
Enrique le hizo señas de que se apresurara.
—Aún no son las seis —protestó sentándose—. ¿A qué viene tanta prisa hoy?
Él aceleró bruscamente.
—¡Las coñas de mamá!
—¿Qué pasa ahora con ella?
El «Mini» rodaba por el hoyoso camino dando tumbos. Enrique contó a su hermana lo sucedido. Al parecer, en Madrid se habían sublevado unos militares.
Olga palmoteó:
—¿Una guerrita?
—¡Y yo qué sé!
Había encendido un «ducados» y aspiraba el humo con delectación de fumadora empedernida. Sentenció:
—Mamá tampoco lo sabe. ¿O es que los sublevados se lo han dicho?
—Se lo ha dicho Alejandro. En el periódico hay teletipos. Es la costumbre, vaya.
Olga volvió a palmotear muy divertida.
—¿Entonces es verdad lo de la guerra?
—A mí que me dejen estar. No pienso ir a guerra.
—Ni yo. Mira tu, éste.
Cambió de tono.
—¿Sabes que en la comuna han admitido a Nena? Cuando acabe la guerra me la traigo.
Miró a su hermano.
—¿Adónde me llevas si puede saberse?
—Al piso de abuela. Pero yo me largo. Mañana tengo que tomar el avión. Juego en Mallorca.
—No seas burro, Quique. ¿Tú crees que la gente piensa en el tenis cuando hay guerra? Piensa en huir con un carrito lleno de cosas. Lo has visto en los reportajes de la tele. ^
—No irás a creer que lo de la guerra es verdad. Eso me faltaba a mí. Que me quitaran la raqueta de las manos y me dieran un cañóte.
—¿Y tú en qué bando te apuntarías?
—En el de los buenos. Con el sargento Flanagan.
Olga puso la radio.
—A ver qué dice el parte de guerra —comentó arrellanándose en el asiento.
Pero no había parte. Y en la autopista los vehículos iban a su aire la mar de tranquilos. Y las cafeterías seguían llenas como siempre. Y la pareja de guardias que encontraron conducía sus motocicletas con su habitual aburrimiento.
A pesar de la normalidad, Olga se sintió vagamente inquieta.
—Mira que si fuera verdad, Quique —dijo—. Porque yo he oído decir que el dieciocho de julio nadie se creía lo de la guerra.
—¿El dieciocho de julio? ¿De qué año?
—¡Va, tú!
—Aquello es prehistoria. Además, ya te lo he dicho. No pienso ir a ninguna guerra. Soy mayor de edad.
Diagonal estaba como siempre. Imposible. Más aún, teniendo en cuenta que era la tarde del viernes y muchos barceloneses salían de fin de semana. Mayor todavía era el tráfico en las calles del Ensanche. Pero todo estaba tranquilo. No se veían tanques Ni soldados. La gente iba y venía, había parejas paseando, señoras paradas frente a los escaparates y niños pegados a los talones de las chachas.
Al llegar frente al portal de la calle París, Enrique paró. Cuando su hermana hubo bajado, distinguió a su madre tras los cristales de la puerta del patio. La vio salir y abrazar a Olga, como si en efecto hubiera guerra o fuera a acabarse el mundo. «Cada día está más loca», dijo en voz alta. Y salió zumbando sin hacer caso a Eulalia, que le indicaba con la mano que volviera.