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En el mismo taxi en que había acompañado a Sofía, Carlos escuchaba las noticias transmitidas por una emisora local. Las votaciones seguían desarrollándose con normalidad en toda España. A media mañana habían votado en un colegio electoral de El Pardo los Reyes. Media hora después lo había hecho, en el mismo colegio, doña Carmen Polo. Tras haber depositado su voto, el Presidente Suárez había hecho unas declaraciones informales en el cuartel de la Policía de Francos Rodríguez, donde había votado con su esposa. Dijo que estaba muy satisfecho de que el pueblo aprobara la Constitución de la Libertad, a lo que Carlos replicó: «¡Qué cara más dura tienes, hijo!», exclamación que provocó una risotada del taxista. Al ser preguntado sobre el voto de investidura, Suárez había contestado que todavía no tenía elementos legales suficientes para anticipar ninguna decisión. Felipe González había enseñado a las cámaras su papeleta con d «sí» y, recordando la frase de Besteiro, había dicho que la Constitución no era un punto de llegada sino de partida. Por último, se oyó la voz cascada de Carrillo, que andaba un poco griposo según el locutor. El secretario del Partido Comunista de España consideraba que los españoles vivían un día muy importante porque se terminaban las leyes fascistas de Franco y el país entraba en una verdadera democracia. Añadió que por primera vez en España la monarquía y la democracia iban a caminar juntos, para terminar diciendo que había que ponerse en seguida a trabajar.
Carlos no pudo contenerse y exclamó:
—¡Pero si tú no has dado golpe en tu vida! ¿Está oyendo usted —dijo al taxista—, qué cara tiene el tío? ¡Cemento armado!
A fin de evitar un patinazo, Carlos aclaró que respetaba todas las ideas políticas.
—Porque a lo mejor usted es comunista. Y como ahora todo el mundo puede decir lo que piensa, pues va y me suelta una andanada.
Pero el taxista, persona ya mayor, se apresuró a declarar que él no quería saber nada de política.
—¿Para qué? Si con unos y con otros tengo que trabajar lo mismo, ya me dirá qué saco. Yo, ya le digo, al rollo y a esperar aquí sentado la jubilación.
Pese a seguir nublado, la temperatura era suave. Había aumentado la circulación y las calles estaban bastante más concurridas que durante la mañana. Según decía la Radio, en el Palacio de Congreso de Madrid estaba todo dispuesto para informar a la opinión pública tan pronto como empezaran los escrutinios. Cientos de periodistas llenaban los salones, los paneles electrónico«estaban preparados, lo mismo que el gran anfiteatro donde serían reunidos en rueda de Prensa por el Ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa. Al parecer, entre los altos funcionarios del Ministerio se observaban caras largas, debido a los insistentes rumores sobre el alto índice de abstención. Se decía que en Guipúzcoa y Vizcaya los resultados del referéndum iban a ser desastrosos. Socialistas y comunistas culpaban al Gobierno y a UCD del fracaso que se presentía, y los independentistas hacían declaraciones en el sentido de que la campaña electoral había sido desacertada, especialmente la llevada a cabo en televisión. No faltó quien echara el muerto a los obispos integristas, que a última hora habían desencadenado una campaña en favor del «no», campaña que habría podido cristalizar en el abstencionismo de varios miles de católicos.
Dejó el taxi en una esquina y caminó de prisa en dirección a casa de su hija, en la avenida de Carlos III. Llamó su atención la gente que se veía en los alrededores del portal, los coches aparcados, entre los que distinguió un jeep de la Policía Armada. Cruzó la acera precipitadamente. Se disponía a entrar en el portal de la finca cuando uno de los policías le cortó el paso.
—Tenga la bondad de esperar un momento —le dijo. Y le obligó a retirarse hacia la pared.
Carlos explicó al guardia que iba a visitar a una hija, con la que había quedado por teléfono para tomar café.
—¿Ha pasado algo? —preguntó después alarmado.
El guardia se quedó algo perplejo Luego habló con un agente de paisano, que se acercó a Carlos llevándose los dedos al ala del sombrero. El agente tenía aproximadamente la misma edad de Carlos, llevaba puesta una trinchera como la suya, sólo que de tonos más claros, y su rostro flaco y envinachado se adornaba con un negrísimo bigotito horizontal. Revelaba un carácter abierto.
—¿A quién desea usted ver de esta finca? —le preguntó cortésmente.
—A la señora Llompart. Ella se llama Purificación Acosta. Es mi hija. Ya se lo he explicado a este guardia.
El inspector le acompañó al interior del portal, una pieza amplia de techo bajo decorada con horribles cuadros de caza y amueblada con ostentosos tresillos de dudoso gusto.
—¿Quiere usted sentarse? —dijo quitándose el sombrero.
Carlos contestó exasperado:
—¡No quiero sentarme! Lo único que quiero saber es lo que ha pasado aquí. Que me tienen en ascuas, leche.
Sin que el agente se lo pidiera, se identificó.
Este dijo:
—¡Hombre! No me va a quedar más remedio que cuadrarme.
—¿Es usted militar?
Los delgados labios del agente se estiraron en una sonrisa irreprimible.
—Lo he sido. Procedo de los alféreces provisionales. Promoción de Granada. Del treinta y siete. Solo que después pasé a la Policía. A la Social. Me jubilo el año que viene. La verdad es que no creo que esta gente nos quiera de Comisarios. No les interesa.
Explicó a continuación lo que había pasado.
—Nada grave —dijo para tranquilizarle—. Lo de siempre. Porque le advierto que esto es el pan nuestro de cada día.
Carlos pidió que le tuteara.
—Somos compañeros. Yo procedo también de provisionales. Hice el curso en Pamplona.
—¡Fíjate qué suerte! Dentro de la desgracia, claro. Lo último que podía figurarme yo es encontrarme esta tarde con un compañero de armas. Yo me llamo David. David Tena. Me nenes a tu disposición.
Mientras subían en el ascensor le explicó lo sucedido. Tres tipos habían llamado a la puerta del piso y, al abrirles, habían entrado como Pedro por su casa. Después de amenazar a Purificación se llevaron el dinero y las alhajas.
—¿Mi hija ha sufrido algún daño?
David explicó que terminaba de llegar, por lo que no sabía gran cosa.
—Me parece que ha habido intento de violación.
—¡Hijos de la gran puta!
David puntualizó:
—Creo que ha sido intento. Pero no me hagas demasiado caso porque ya te digo que acabo de llegar. Subir al piso y bajar en seguida para que los guardias despejaran la calle. No podemos dar a la gente sensación de alarma en un día como el de hoy. Precisamente me disponía a subir cuando te he encontrado.
Añadió que Purificación estaba siendo atendida por un médico, vecino en la finca.