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El Xavi sonreía bobaliconamente en su asiento del avión. Estaba triste y tenía sueño. La noche anterior, mientras Olga se despedía por carta de su hijo, el Xavi hacía números en el dormitorio de su casa. En los ocho o diez días transcurridos desde el del referéndum constitucional, en que le había prometido acompañarla a Londres, había hecho lo que él llamaba liquidación por derribo. Vendió la «Morini», el estéreo, un tomavistas japonés y parte de la colección de sellos, un álbum grisáceo con pestañas de plástico numeradas que guardaba entre sus libros. Un buen puñado de billetes. Pero el Xavi sabía que Olga podía necesitarlos, aquellos y muchos mis, si las cosas no salían bien. En caso contrario, el dinero iba a hacerle falta para alquilar durante un año una casa de payés donde Olga pasara tranquilamente el tiempo que había fijado para probar si se entendían.

Después de cenar, su madre le había preguntado a qué diablos obedecía el viaje a Londres.

El Xavi le había hecho una mueca divertida.

—Curiosona.

—¿Es que no se puede saber?

—Nada del otro mundo. Voy con unos amíguete» a probar el consomé imperial a la flema británica.

—¿A qué has dicho?

El Xavi había apretado la mano de la madre.

—No te preocupes. Es cuestión de unos días. Tres. Seis. No sé exactamente.

Los ojos de su madre se habían llenado de lágrimas.

—¿Me prometes que volverás?

—Pues, claro. Me dejo aquí un par de calzoncillos sucios. ¿No te basta?

—Me desconciertas, hijo. Nunca hablas en serio.

—¿En serio? ¿Qué es serio, mamá?

El semblante de la madre del Xavi reflejaba un total desconcierto.

—Pues, no sé. Serio es lo que hacen, lo que hablan las personas...

—¿Decentes?

—Tú eres decente.

El Xavi se levantó para buscar el tabaco de pipa.

—Me ofendes. Ultrajas a tu hijito descarriado

—No ha sido ésa mi intención. ¿O es que no eres decente? Que te niegas a serlo.

El Xavi dijo desde las sombras del corredor que la mayor indecencia del mundo era ser decente.

—persona decente es sucia y ensucia todo lo que toca. Decencia es dinero, sin que importe su procedencia. Decencia es poder, sin que cuente cómo se ha conseguido. Decencia es egoísmo. Sordidez moral. Vulgaridad. Ramplonería. El chisme y la falsa compasión son decencia. La morbosa piedad por el descarriado en espera de que se rompa la crisma es decencia. Decencia es rezar pidiéndole a Dios que nos libre de todo mal sin pensar en los demás. Decencia es orgullo. Egoísmo. Moral babosa. Miedo al qué dirán. Cobardía ante lo que el mañana nos depare. La cerrazón mental ante el milagro de un cambio de moral que nos libere de ser decentes es decencia, mamá. Yo no puedo ser decente.

—A veces me das miedo. Hablas como un hereje.

—¡Qué va! Yo estoy con Cristo, el enemigo más grande que tienen los decentes. La indecencia hecha Dios. Yo todas las noches le rezo para que me libre de las personas decentes. Y no sabes el caso que me hace.

—¿Incluso de mí?

—Tú no eres decente No eres. Simplemente eso. Has pasado por la vida sin ser. Y te morirás dentro de mil años en el estado de gracia que da la bendita necedad^

—No sé si lo que dices es bueno, porque la verdad es que me estoy armando un lío, pero a mí me lo parece.

Había salido de las sombras, y los brillantes ojos del Xavi la miraban sin pestañear.

Su madre le preguntó:

—¿Puedo pedirte una última cosa?

—Pues claro.

—La verdad es que no sé si debo.

—Debes.

—Cuando vuelvas, si es que decides volver, me gustaría ir contigo. Me da lo mismo donde vayas, Xavier. Y con quién vayas. Y lo que hagas. Me siento asfixiada de tanta...

Vaciló un momento.

—No encuentro la palabra justa —añadió sonriendo. Y exclamó—: De tanta decencia. Ésa es la palabra exacta.

El Xavi sonrió. Sus blancos dientes resplandecían entre el negro brillante de la boquilla de la pipa.

Ahora estaba en el avión mirando la alfombra de nubes. Un rayo de sol arrancó de su barba unos reflejos cobrizos que se esfumaron en seguida que la fulguración se desplazó hacia atrás, iluminando el respaldo verdoso del asiento. El Xavi puso la mano abierta sobre el vientre de Olga.

—¿Qué tal le prueban las alturas?

Ella le miró.

—Mi madre es una zorra —dijo sordamente.

—¡Mujer!

—O una inconsciente. No sé. Tenía que haberme matado antes de nacer.

—Se hubiera quedado sin muñeca. ¿Cómo pasear al sol el bebé potitos en el «riané»? Es que no caes en nada, hija.

—Sí. La mamá joven es eso. En la burguesía, claro. Luego te joden. Te desconciertan. Oyes rezar en casa. Vas a misa con los papás. Hablan con respeto del Caudillo y maldicen a los rojos. Creces. Te meten en el colegio, con las monjas, y la bola sigue rodando. Y un buen día, cuando menos te lo piensas, los papás dejan de ir a misa. Te dicen que Franco es un hijo de puta, cuelgan los trajes burgueses en el ropero y se disfrazan de progres. Se pasan el día hablando de política. ¡Hala! A las clandestinas.

La Plataforma. La Platajunta. ¡El Estatut! Los huevos del mico bravo. Carrillo es un santo. Durruti, un héroe y un mártir. La Pasionaria, la nueva Purísima. Los exiliados, unos mártires. Los fascistas, unos maricones degenerados que se desayunan con un vaso de sangre de judío en lugar de zumo. Y venga de Machado, de Lorca, de Alberti.

Y a comprar los discos con la Internacional. Todo el Régimen está podrido. Bandidos por todas partes. Asesinos. ¿Ves, Olguita, a qué conduce la tiranía? Y una, descojonándose de risa con el nuevo juego de los niños grandes. ¿Qué pasa aquí? Y que si la libertad sexual. Y que si somos unos retrógrados sin divorcio, sin legalizar el aborto.

Y que si a Franco habría que escupirle en la cara por condenar a los matrimonios a cadena perpetua de aburrimiento.

Miró al Xavi.

—¿Qué clase de personas son éstas? ¿Tú crees que se las puede llamar así? Pues mira lo que te digo. Si tengo que ser igual que ellas, que por lo visto no hay más remedio, antes mato a mi hijo. No quiero que le salgan los colores cuando vea lo que hace su madre.

Él seguía con la mano abierta sobre el vientre de Olga.

—Yo le quiero —dijo—. ¿Y tú?

—También.

—Pues dejémoslo estar ahí. Que engorde. Que nazca. A lo mejor hasta se divierte después.

Le guiñó.

—Podríamos quemar d dinero del aborto en otras cosas. Montañas de pudings. Mares de cerveza fuerte. Noches de coña por ahí. Carnaby. Donde sea. Y la escapadita Museo Británico. Al Louvre. ¿O el Louvre está en París?

Olga rió.

—No te empeñes, Xavier. Nosotros vamos a Londres a abortar.

—Irás tú. Yo me guardo en los cojoncetes mil millones de nenes.

El zumbido de los motores taladraba la cabeza de Olga. Se apretó los oídos y cerró los ojos.

—Estoy completamente sorda.

—Lo que estás es para comerte.

Olga le tiró de los pelos de la barba.

—¿Ves como no tienes formalidad?

—¡Ah, pues no estás sorda!

El Xavi se deslizó en el asiento y empezó a recitar:

Sabes latín, un poco de cocina,

igual puedes dorar una lubina

que discutir de ciencias y aun de arte.

Tu dote es colosal cual mi fortuna,

y es tan noble tu cuna,

es nuestra estirpe de tan alta rama,

que esto grabé en mi torre de Porcuna:

«La cuna de los Mansos del Jarama,

a fuerza de ser alta cual ninguna,

más que cuna dijérase que es cama.»

Olga tomó una mano del Xavi y le preguntó si aquellos versos eran suyos.

—Parecen escritos para mí —rió.

El Xavi dijo entre dientes:

- La venganza de don Mendo. Acto primero, escena no sé cuántas.

Los dedos de Olga apretaron los del Xavi, que volvió la cabeza hacia ella.

Los ojos entornados de él la miraron entre la emoción, el sueño y la ternura.

—Anda, dilo de una vez —murmuró.

—Te quiero. Te quieto mucho, Xavier.

El Xavi se rascó la coronilla imitando al Flaco. También remedó su voz jeremíaca cuando dijo:

—¡Stan, tengo ganas de llorar!

Olga dejó descansar la cabeza sobre el pecho del Xavi, que acarició su pelo. En aquel preciso instante iniciaba el descenso el reactor.

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