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«Si queremos formar a las nuevas generaciones en el pacifismo, a fin de iniciar el proceso de rehumanización de la sociedad, es necesario cambiar radicalmente el planteamiento de los sistemas educativos. Todo tiene su origen en la eternidad. Ni Dios ni el diablo. La mente humana: ahí es donde se encierra todo. El tiempo es una alucinación. No existe lo uno y lo múltiple: son la misma cosa. Así, pues, todos los cuerpos son uno y todas las mentes son una. El sufrimiento de lo que llamamos parte, del hombre individual, presupone por simpatía el sufrimiento del todo, la Humanidad Existe, pues, la obligación moral de evitar el dolor y la imperfección de cualquier ser humano. Tenemos que amarlos y respetarlos a todos como amamos y respetamos nuestra propia individualidad. El fin de todos es el mismo: volver a los orígenes, que es la eternidad incógnita de la que procedemos.»
Alejandro interrumpió la lectura. Desde que ocupaba la celda en el monasterio de Poblet, una pequeña estancia de paredes desnudas, sobriamente amueblada con lecho, mesa de trabajo con escabel y una librería pequeña, había ido de sorpresa en sorpresa. Los escritos de su sobrino Juan Antonio le atraían y le turbaban. El hijo de la guerra era un pacifista a ultranza. Aquel ser engendrado en el infierno de Brúñete en julio del treinta y siete; la Criatura de pocos meses que había vivido la retirada del Ebro y la dramática huida a Francia y había entrado en el infierno de la URSS cuando la guerra llamaba a sus puertas—, el adolescente que se crió en el exilio entre intrigas políticas, depuraciones, ejecuciones, hambre y miedo; el que, más tarde, había llorado la muerte de Stalin ante la fotografía del dictador adornada con un lazo negro; el joven que había estudiado Biológicas en Lomonosov y había escrito una valiosa tesis sobre el futuro de la vida humana, desengañado de los dogmas abogaba por hacer borrón y cuenta nueva en la historia de la Humanidad.
Las páginas que había leído Alejandro reflejaban el carácter ecuánime y el natural bondadoso de su autor, su original cultura y, al mismo tiempo, el resuelto empeño de suministrar a los hombres un conjunto coherente de ideas para evitar su destrucción y, quizá, la del mundo.
Juan Antonio Llauder empezaba afirmando el fracaso de las ideologías políticas, tanto la de los partidos de derechas como la de izquierdas. Hacía falta, pues, una nueva política, basada en un humanismo integral que propiciara, a la larga, una nueva ética social. La nueva política se adaptaría a la realidad cotidiana y prescindiría de irrealismos y utopías. Su fin sería la creación de una sociedad auténticamente nueva, un ser social vivo, humano, reflexivo.
El instrumento principal para la creación de la nueva sociedad era la cultura desacralizada, es decir, despojada de su concepción clasista y aristocrizante. La cultura tradicional, arropada con terminologías crípticas, deformaba mentes y conciencias. Se basaba sobre principios erróneos, como que el pensamiento y el discurso eran autónomos de la materialidad; como que la transformación de la Historia era privilegio de individualidades: filósofos, intelectuales, guerreros, políticos; como que la cultura se fabrica en las Universidades, institutos, centros mal llamados docentes; como que la cultura es lo difícil, lo oscuro, aquello que únicamente pueden asimilar ciertos privilegiados, los «inteligentes», los «adinerados», las personas de «casta»; como que se limita al aprendizaje de fórmulas matemáticas, de métodos y programas de contenido «cerebral»; que, aparte de ésta, no existía otra cultura, como la dimanante de la cotidianidad, la del instinto u otras.
Para Juan Antonio Llauder, la nueva cultura, desacralizada, sería viva y estaría al alcance de cualquier mente, según las exigencias y limitaciones de un determinado ser humano. En sí misma, observaría, investigaría e interpretaría la vida diaria, partiendo de la base de las necesidades del grupo, por pequeño que fuera, en su relación con la colectividad. Y operaría de inmediato produciendo cambios progresistas dónde y cómo fuera menester. Sería, pues, una cultura humana en el estricto sentido de la palabra. Era, según la tesis de Juan Antonio Llauder, la única forma de que el ser humano adquiriera en su trayectoria vital un sentido solidario de la vida y, a la vez, que encontrara su lugar exacto en ella. La mente, por otra parte, tenía que ser liberada de «fantasmas»: salvación o condenación; deseo de abundancia o miedo al hambre; temores heredados: al padre, al convencionalismo, al Estado, a las fuerzas del mal, a la conciencia religiosa.
Alejandro veía desde la ventana las oscuras tierras de cultivo, los desnudos álamos, que dan nombre al monasterio, la sierra que azuleaba en la lejanía. Pensó que el único Acosta que valía algo había muerto violentamente de una forma poco clara y que, para mayor inri, ni siquiera llevaba el apellido de los Acosta. Todo lo que en la familia quedaba de él, y de su madre, era la mentira. «La injusticia y el odio —murmuró—, cuando se ponen en marcha destilan ignominia. Lolita seguirá siendo "la mifigiana" para los Acosta y su hijo el borde de la familia.» La gran historia de amor que habían protagonizado en los momentos más dramáticos de sus vidas no llegaría a conocerse nunca. Ni la fidelidad de ella a la memoria de Juan, los sufrimientos, las humillaciones que había tenido que padecer para criar a aquel hijo en el destierro.
Miró las fotografías que tenía sobre la mesa. En la más antigua, Lolita y Juan estaban en la valenciana calle de las Barcas. Era una de aquellas fotos que llamaban entonces «al minuto» y aparecía ella enfundada en un abrigo a media pierna, como una señorita de pueblo, y Juan, repeinado, con su trinchera y un periódico en la mano. El fotógrafo había captado el desaliento que había en la expresión de él, como si presintiera el drama. Otra tenía como fondo la calle de Alcalá. Entre un grupo de milicianos, Juan iba detrás de Lolita, unos pasos, con el fusil en bandolera. Llevaba puesto un mono y el cinturón con las cartucheras. El mono, abierto, dejaba ver una camiseta clara y el pañuelo, probablemente rojo, que llevaba anudado al cuello. Así como Juan parecía cansado, el aire de Lolita era de decisión. Iba, en mono también, con correaje y una cantimplora, como si marcara el paso. Llevaba las mangas subidas hasta el codo y sonreía mirando al objetivo. Mayor realismo tenía la foto en que estaban los dos frente a frente. Juan, mucho más alto que ella, sostenía el fusil apoyado en el suelo y movía la otra mano en ademán de dialogar. Vestía un pantalón demasiado grande, camisa de cuello abierto, cruzada por el correaje, y calzaba alpargatas. Como lo habían sacado de perfil, lo primero que se veía era el machete. Lolita, más borrosa, llevaba un gorrito cuartelero sobre la abundante melena rubia. Se veía muy pequeña dentro del mono y, al igual que Juan, sostenía el fusil por el cañón. Casi de la punta. Otras fotos dejaban testimonios del exilio de Lolita. Una en Moscú, con las calles llenas de nieve, mostraba una Lolita madura de aspecto grave. Más gruesa, pero con la cara chupada bajo el gorro de piel. Tenía entre las piernas al hijo, un niño de unos seis años cargado de ropa, con guantes, tapaboca y gorro. En las demás se veía como una mujer mayor, cada vez más vieja según las fechas avanzaban. Las había en el campo, en la Plaza Roja, junto a una isla, con Juan Antonio de pantalón largo, más alto que Lolita ya. Y una de interior, casi velada, en la que él abrazaba a su madre, una señora con papada y gafas de concha.
Mezcladas con éstas, había algunas fotos descoloridas de su familia. Juan vistiendo el trajecito blanco de la primera comunión, con un gran lazo en la manga izquierda y el devocionario entre las enguantadas manos; Marta, con un holgado vestido veraniego de cinturón bajo, riendo bajo los pinos de «El Mirador», los padres, sorprendidos por la «Kodak» de Juan en La Senia, él leyendo el ABC en un sillón de mimbre y Beatriz detrás, de luto, con unas flores en las manos.
Alejandro se sintió repentinamente solo en el mundo. El sólido puente de afectos que sus padres habían empezado a construir sobre el tiempo, para que pasaran sobre él sus generaciones, corría el riesgo de hundirse. Fallaba el machón último, el de los hijos y Elena, la mujer. Quedaba Eulalia, pero Alejandro sabía que Eulalia era una pieza que no encajaba allí, en el puente. Tampoco el recuerdo de lo que pudo haber sido el sólido pilar que lo apuntalara, el amor de Marina, existía ya.