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Odette propuso un paseo por el centro en su coche. Tubo que desistir al ver la expresión de extrañeza de los demás. Alguien preguntó la hora. «Es muy pronto...,» en el corredor resonaba la voz de León llamando a sus hijas. «¡Eh, vosotras, que S Ja hora de divertiros sois incansables!» Se miraban sin comprender cómo había pasado tiempo tan de prisa. «¿Ya está?», parecía decir el desencanto de las manos abiertas, el hombro que se encoge o la ceja que se levanta con resignación ante lo inapelable de la orden de los mayores.
Besos frágiles, incoloros. El amistoso pellizco de Marta en la dura nalga de Luisa León.
—¡Bruta!
Se quema la desilusión en el entusiasmo de perseguirse a manotazos por la sala y el oscuro pasillo. Marta ríe. Protesta. Pide auxilio.
—Tito, que me va a matar.
Pero Tito está cansado.
Lo advierte Odette, que se agacha y pellizca su cara.
—¿No te has divertido?
—No.
—¿Pone ojitos de sueño mon petit?
—Y me voy al cuarto de Juan. Él se ha ido a la calle.
Odette lo tomó de la mano.:
—Te acompaño.
Tito encendió la luz y se tiró sobre la cama.
—¿Cómo te llamas?
—Odette. ¿Y tú?
—Alejandro.
Odette entornó los ojos y le besó los labios.
—Es un nombre muy bonito.
Los finos dedos de ella acariciaban los muslos de Tito hasta la entrepierna.
—Eres un guapo chico. ¿Se dice así?
Odette volvió a besarlo. A Tito le pareció que los dientecillos de aquella muñeca grande le mordían los labios deliciosamente.
Cuando salió del cuarto le sonrió agradecido. Pero no supo si aquello había sucedido en realidad o lo había soñado. No lo pudo saber entonces ni lo sabría nunca.