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Eran más de las once cuando sonó el timbre de la puerta.
Marta, que había ido a abrir, miró con extrañeza al visitante que la examinaba con las manos cruzadas sobre el vientre. El personaje ostentaba una cabeza globulosa como un queso de bola y sus facciones parecían trazadas a compás. A su lado, discretamente retirada, una mujer de aspecto insignificante adoptaba una postura de servilismo que se adivinaba fingida.
Sin quitar los ojos de los senos de Marta, el personaje pronunció unas palabras ininteligibles.
Marta parpadeó.
—Perdón —dijo—, no le entiendo, señor.
El visitante se presentó como Vicente Esteve. Pronunció su nombre casi gritando
—Y le decía, señorita, que venimos a ponernos a su entera disposición. Para lo que gusten mandar.
Marta seguía sin comprender.
—Es que mi marido —aclaró la mujeruca— ha olvidado decirle que somos vecinos.
Vivimos ahí, en esa misma puerta. Enfrentito. Nos hemos enterado de que han llegado, y queremos ofrecerles la casa. Ésta, y otra en la calle de la Harina, detrás de la Virgen! Allí tenemos una pasamanería. No es gran cosa, ¿sabe?, pero da para vivir.
Hablaba en voz baja y era redicha.
—Pasen, por favor —exclamó Marta tratando de ahogar la risa.
Les hizo entrar en la sala y llamó a Beatriz ya repuesta del desmayo.
—Diré que no te encuentras bien —sugirió—. ¡Son de un pesado!
Se le escapó una carcajada.
—¿Y el marido? Si lo vieras, mamá. Es de tebeo. Igualito que los tipos que pinta Xaudaró en Blanco y Negro.
—Calla, mujer. ¿No ves que pueden oírte? Y con los vecinos hemos de estar bien. Una nunca sabe lo que puede necesitar. Iré yo. Tú eres capaz de guasearte del lucero del alba.
Se afianzó el moño con las mismas horquillas que llevaba y se dirigió a la sala.
Beatriz pidió disculpas por el desorden del piso.
—Es el primer día. Y usted ya sabe, señora. Siempre quedan cosas por hacer.
La mujeruca, que dijo llamarse María José, repuso que se hacía cargo.
El señor Esteve, por su parte, empezó a hablar. Lo hacía muy despacio, insalivando las palabras. Mientras, enfocaba sus ojos de calamar sobre el enlosado, por todos los rincones de la casa, como si buscara algo. Todo, menos mirar a la cara.
—Nosotros —explicó— somos gente de orden. Tenemos una pasamanería muy acreditada. Está cerca de aquí. A dos pasos como quien dice. Y como el Señor no ha querido darnos hijos, pues vamos tirando. Pero, la verdad sea dicha, sufrimos mucho, señora.
María José puso cara de mártir.
—Es que, ¿sabe usted? ¡Hay una pillería por la calle!
Se replegó sobre sí misma.
—Quiero decir que los tiempos han cambiado mucho. Antes la gente no era así.
Ni las costumbres.
Beatriz dijo que también ellos eran chapados a la antigua.
—Lo de hoy no nos gusta. Eso de ir las mujeres enseñando las rodillas, con esos
escotes... ¿Y qué me dice de los bailes? El charlestón ese, o como se llame. Yo creo que lo ha inventado el diablo.
A María José se le escapó un suspiro de satisfacción.
—Si supiera el peso que me quita de encima, doña Beatriz. Porque, tal como están los tiempos, unos vecinos desconocidos lo mismo pueden ser el consuelo que envía la sapientísima mano de Dios que el judas capaz de venderte.
Se inclinó en su asiento confidentona.
—¡Nosotros, mi marido y yo, somos católicos a machamartillo! Yo me digo, quien a Dios tiene, nada le falta. ¿No cree usted?
Beatriz asintió.
—Es que yo estoy seguro de que el diablo anda suelto —aseguró el señor Esteve.
Miró con fijeza a Beatriz.
—¿Usted ha leído La ciudad de Dios?
—Pues, no. La verdad, no la he leído.
El timbrazo que sonó sobresaltó a María José, que dio un salto en la silla. En seguida, gritos de alegría, risas.
Marta asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
—Perdonen —dijo sonriendo—, acaban de llegar unas amigas de casa. Son Luisa y Emilín, mamá.
—Recíbelas en el comedor.
El matrimonio Esteve se levantó. La mujer, como impulsada por un resorte. Él,
remiso, sin quitar la vista del escote de Marta. —Nosotros nos vamos ya —dijo María José. —¿Tan pronto?
—No es día. Nos hacemos cargo. Pero si he de decirle la verdad, teníamos ganas de conocerles. De saber cómo respiran. Y, la verdad, estamos encantados. El señor Esteve insalivó. Luego dijo mirando al techo:
—Y que conste que no es un cumplido. Prometieron volver.