18
El pueblo. La familia. Ahora Juan tendría que enfrentarse a otra querida realidad. ¿Qué podía hacer? Inquietar con sus dudas a las personas que quería le parecía una cobardía. Una traición, además, a las ilusiones que habían puesto en él para que creyera en algo noble. Para que lo conquistara y lo defendiera una vez alcanzado. Les mentiría. Era la única solución. La de siempre.
Tenía la mesa llena de cartas a las que debía contestar, pero estaba muy cansado. Se tumbó en la cama. Tamizados por la distancia le llegaban los familiares rumores de la ¿de: la voz rasposa del vendedor de periódicos, las alegres notas de un organillo, el ruido de latón que produce el campanilleo del tranvía. Cerró los ojos.
«¿Cómo decirles —pensó— que no encuentro nada de lo que ellos se figuran? ¿Comprenderían que aquí en Madrid, como en todas partes supongo, no veo otra cosa que desconcierto? Es posible que el hombre que piensa demasiado esté condenado a la soledad. Cualquier gregarismo, sobre todo el político, en el fondo no es más que el refugio de la mediocridad. Esa forma suprema de energía que existe en el ser humano y que exige ser gastada, que es amor a los demás, se despilfarra en círculos y reuniones. En palabrería, en gesto, en apariencia. ¿Qué hay detrás del ritual del mitin, de su retórica, sino un vado inmenso?
»¿Y allí? ¿Qué puedo encontrar en casa? Un matrimonio que lucha para que los hijos puedan creer en algo que a ellos les ha fallado y unos hijos que tampoco conseguirán salir del gran desconcierto que les espera.»
Les mentiría. Diría a su madre que el curso era difícil y le ocultaría que aún no había cortado las hojas de los libros. ¿Y al padre? ¿Qué podía decirle a un señor que hablaba a sus hijos de dignidad y llevaba una doble vida? Juan recordó la escena. Su hermano Carlos había ido a esperarle aquella noche al final del camino. Salió de las sombras, y Juan se sobresaltó. «¡Pero qué burro eres, Carlitos!» Le dijo en seguida que lo había oído él. Cuando el «Buick» de aquella señora se hubo detenido casi a la puerta de «El Mirador», el padre ordenó a Carlos que entrara en casa. Pero él se escondió detrás de la puerta de entrada. Había oído las palabras del padre con toda claridad. «No sé si lo que te propones es provocar un escándalo o si es que te has vuelto loca —le había dicho a la señora elegante—. Mis hijos están aquí. Mi mujer. ¿Qué pretendes?» Ella, siguió diciéndole Carlos, le contestó llorando. «¿Qué le ha dicho?» Juan recordaba en aquellos momentos los apuros de Carlos. Como apenas se oían sus palabras, tuvo que hacérselas repetir. «Le ha llamado amor mío, como en las películas. Y ha dicho que no podía vivir sin él. Que la perdonara.»
Por las rendijas del balcón se colaba el viento helado del Guadarrama. Juan se levantó y cerró la contrapuerta. Luego encendió la luz. La bombilla que colgaba del cable encurrujado, bajo una pantalla redonda de metal pintada por dentro de blanco, iluminaba la habitación con una tonalidad rosácea y tristona. En el alto techo, privado de luz por causa de la pantalla, se amontonaban las sombras hasta el cielo raso, del que había desaparecido el mapa de Australia.
Juan miró las desnudas paredes. Estaban cubiertas de una fina tongada de yeso negro y tenían un zócalo pintado de un horrible color, un ocre intenso tirando a calabaza, con desconchados claros por todas partes. Junto a la puerta, a la izquierda, estaba su mesa de trabajo. No muy grande, de madera pintada de marrón, con los libros de texto y montones de papeles. Sobre ella, fijadas con chinchetas en la pared, había una página de ABC con fotografías de Hitler encuadradas en óvalos de diferentes tamaños, un calendario de «Anís del Mono» y otra foto de periódico, el diario Crisol con Celia Gámez enseñando las piernas en la cama. La silla era también de madera. Incómoda. El cojín forrado de alegre cretona roja con flores blancas, que le había hecho Marta, conservaba la huella de las grandes posaderas de Rulfo.
Pensó de nuevo en su padre. ¿Cómo sincerarse con él? Juan se encogió de hombros. Hacía casi un año que no le veía y durante aquel tiempo le habían sobrado ocasiones para reflexionar sobre él. A su padre, sospechó, le estorbaba la mujer. Y los hijos. Por esta causa les había desterrado al pueblo en lugar de trasladar la casa a Sevilla, donde el Amanda tocaba con frecuencia. No quería que se mezclaran en su vida. En su otra vida. Quería seguir dando la imagen del padre de conducta irreprochable condenado a vivir separado de los suyos por motivo de la profesión. En la boda de Marta le vería. Seguro de sí, estirado, afectuoso con todo el mundo. Pero severo. Condescendiente con Tas barrabasadas de Carlos y las travesuras de Tito; condescendiente con «los atrevimientos de Marta», con los «nervios de mamá» y el entusiasmo político suyo, de Juan. Pero detrás de la apariencia tolerante, autoritario. Intransigente con todos. Al contrario de lo que sucedía a los padres que convivían a diario con sus hijos, él no tenía necesidad de pegar broncas ni siquiera de dar órdenes. Para eso estaba su mujer. Una especie de segundo de a bordo, detrás de la cual desaparecía su ordenancismo intransigente.
Juan recordó la escena. Fue en Valencia, en las Navidades del treinta y uno. Su madre le había llamado a la sala y se había encerrado con él. Era la solemnidad del rito al ídolo invisible, pero omnipresente, que navegaba muy lejos de ellos en un mar casi soñado.
Su madre le había hecho sentar en el centro del sofá —tenía que ser precisamente en el centro—, mientras le miraba severa frente a él. De pie.
«-Juanito, hijo —le había dicho en voz muy baja, apenas un susurro—. Que papá dice que lo de Lolita tiene que terminarse.
»—Pero ¿por qué?
»—Lo dice él.
»—No hacemos daño a nadie saliendo juntos. Lo sabes. Damos un paseo por d centro...
»—Pues tiene que terminarse. En seguida.
»—No lo entiendo, mamá.
»—Son sus órdenes.
»—Si no me explicas a qué demonios obedecen esas órdenes. Tendré encararme con él.
»—¡Ni lo pienses, hijo!
—Pero ¿Qué dice? ¿Cuáles son las razones que aduce para privarme, así por las buenas, de la compañía de una chica con la que simpatizo? No tiene derecho. Ningún derecho.
»—¡No hables así! ¡En tu boca, con lo sensato que tú eres, me suena a blasfemia!
»—¿Blasfemia? Son razones lo que pido. Explicaciones.
»—¡Es tu padre! No tiene que dar explicaciones. Ni a ti ni a nadie. Ni siquiera á mí. Conque ya lo sabes.
»—Yo la había invitado a la fiesta que damos esta tarde. Ella lo ha comentado con Marta. Compréndelo, mamá. Está muy ilusionada..
»—Pues no vendrá. Y tú dejarás de salir con ella. Desde ahora. A partir de este instante.»
Aquella mañana, su padre había salido. Adrede. Para dejarlos solos en casa, y que Beatriz transmitiera su orden. Orden tajante. Irrevocable. Una condena sin posibilidad de apelación. Volvió a la hora de comer con un palco para el Eslava.
Ahora Juan miraba la cama. De cuerpo, con una colcha grisácea, que en tiempos debió de ser blanca, llena de quemaduras de cigarros y con la tira de pasamanería suelta a trechos. Recordó la del cuarto de Lolita la tarde de la fiesta. La había hecho ella misma con alegres retales de colores. Un caprichoso iris abigarrado sobre el que el blanco cuerpo de Lolita resplandecía cuando se acostó. Oían desde la cama los ruidos de la fiesta, las risas de Marta. «¡Es para volverse loco!», había exclamado Juan. Y Lolita le había tapado los oídos con las palmas de las manos, mientras besaba su frente.
No era únicamente el sexo. Era la ternura de Lolita. La forma en que se habían compenetrado. Su fe en él. En sus proyectos, en sus ideas. Y la había perdido. La había dejado con su estupor. Con la humillante sensación de que sólo había sido para él un objeto de placer. Una experiencia más, aunque fuera la primera, cuando en realidad la quería. Y la había dejado porque entendía que su obligación era obedecer al padre. Por eso, y porque no quería defraudar la confianza que su madre había puesto en él. «Si tú, que eres él mayor —le había dicho—, te rebelas contra la autoridad de papá, que es el jefe, el cabeza de familia, ¿qué ejemplo vas a dar a tus hermanos?»
Desde entonces buscaba a Lolita en las demás mujeres. Primero fue una prostituta que encontró en di café «Colón». Tenía el mismo color de pelo y caminaba como ella. Las relaciones habían durado el resto del curso, pero salió desalentado de ellas. Como vacío. Más tarde, ya en Madrid, fue una viuda joven que sonreía como ella. Tenía sus mismos labios y se sentaba igual que ella. Con la espalda erguida y las piernas muy juntas. La viuda lo había encanallado en vicios que él desconocía. Salió de la relación asqueado. Ahora se acostaba con Flora, una criadita con la que no había otra forma de comunicarse más que en la ostentosa cama de matrimonio de don Matías, el viejo que la tenía como entretenida, aunque pasara por su sirvienta. Pero Flora no tenía ningún parecido físico con Lolita. Era la imagen opuesta. Su antítesis. Robusta, morena, exuberante, llamativa. Si Lolita era la calma, Flora era el torbellino. Ruidosa, chillona, de carcajada vibrante e inoportuna. Si Lolita era el apurar el placer sexual en una especie de éxtasis que la sublimaba, Flora era en la cama el alarido y la convulsión. La sangre que abermellona una cara de muñeca barata, que hincha los labios deformándolos y enrojece unos ojos de mirada glotona, insaciable.
Se sentó en el borde de la cama y se cubrió la cara con las manos. Murmuró desesperanzado: «¿Qué has conseguido, papá? Que me gusten todas. Que las busque como buscan los perros a las perras salidas. Has conseguido esto y que te sienta cada día más alejado de mí. Que te finja un respeto que soy incapaz de sentir. Al defraudarme tú, únicamente has logrado que dude de todo. Hasta de las intenciones de esta gente, que habla de salvar a la Patria a garrotazo limpio. ¿Podrías ayudarme ahora?
¿Podrías orientarme, decirme qué es lo que tengo que hacer para descubrir las cosas que merecen fidelidad en el mundo?»
En aquel momento llamaron a la puerta.