6

Aquella noche el Xavi tardó mucho en dormirse. Rompía el día cuando le despertaron los gritos de Nena. El Xavi se levantó, soltó unos cuantos tacos, cambió a la enferma, que se había ensuciado encima, y finalmente le dio un «Fanodormo». Luego salió a respirar aire puro.

Clareaba al otro lado de las montañas. A escasos metros de la era, que parecía flotar sobre d vapor gris de las primeras luces, revolaban en silencio dos picazas. Oscuras, inquietas, persiguiéndose en el espado en un jugueteo infantil. Más abajo, sobre la colina desnuda, las Tres Hermanas jugaban al corro cogidas de la mano. El Xavi sonrió a los tres pinos y se quedó mirando los cristales de hielo que se habían formado muy cerca de sus pies, junto al portal. Entonces estornudó ruidosamente y se metió corriendo en casa, tras haberle hecho un corte de mangas al frío.

Cuando encendió la chimenea y se hubo tomado el té negro, con una rodaja de limón, se sintió mejor. Luego encendió su pipa de espuma y estiró las piernas.

Las llamas le tenían medio hipnotizado cuando empezó a pensar en Olga. Escuchaba el menudo crepitar de la leña y el silbidito de una rama todavía verde, resudada de resina, que parecía no resignarse a arder entre el denso humo que la envolvía. «Es una buena tía —pensó—, pero está como una cabra.» La boquilla de la pipa, entre los dientes, le ayudaba a sonreír. Facilitaba el gesto. «Como una cabra —dijo mascando las palabras—. ¿Y quién no está majara?»

El aroma dulzón del tabaco se expandió en torno del Xavi, que había cerrado los ojos perezosamente. Se veía a sí mismo embutido en una bata blanca. Delante de él, a una distancia prudencial, el doctor Roquer despedía a un cliente en la puerta del despacho. El Xavi miraba la nuca del doctor, perfectamente afeitada, la masa rojiza de los pestorejos desbordándose sobre el blanco cuello de la camisa. El doctor Roquer era uno de los psiquiatras predilectos de la alta burguesía barcelonesa. Correcto en el trato, pulcramente vestido y afeitado, conservaba la costumbre de su padre de no tutear a sus discípulos hasta que terminaban el aprendizaje. Cuando esto sucedía, el doctor Roquer invitaba a cenar a su pupilo en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Si el discípulo era casado, les acompañaban las señoras. Aquellas cenas tenían mucho de ritual.

Aquella tarde, el doctor Roquer se quedó mirando a su ayudante, el doctor Xavier Cañadas, y le dijo que tenía mala cara.

»—¿Demasiado trabajo quizá?

»—No, no. Lo de siempre. Usted conoce mi vida.

»—A veces las fuerzas de la mente trabajan con demasiada intensidad sin que nosotros nos demos cuenta. Usted lo sabe. El organismo está tranquilo. Todo parece ir a la perfección. Sin embargo, acusa la sobrecarga de ciertas tensiones emocionales. Su padre, que como bien sabe usted fue mi mejor condiscípulo y amigo, solía decir que el duende que uno lleva dentro se había soltado. ¿No será algo de esto lo que le sucede a usted?

»—Me encuentro perfectamente, doctor. Le agradezco su interés, pero ya le digo. Estoy hecho un roble.

»—De todas formas, vigile su organismo. Aunque es usted muy joven, podría tratarse de una ligera hipotensión.

»—Lo haré. Pero que conste que será sólo por complacerle.»

La conversación había tenido lugar a finales de octubre del setenta y seis. Desde entonces el Xavi había seguido trabajando en la consulta del doctor Roquer como lo había hecho siempre. Sin embargo, no le había impresionado demasiado saber que a finales de año recibiría la alternativa, como decía su maestro. Le dejó más bien frío. Como si la cosa no fuera con él.

Fue un mes después cuando tomó la decisión. Aquella noche estaba sentado frente al televisor. Le acompañaba su madre, que en un momento dado, cuando en la pantalla apareció la imagen del Presidente Suárez aplaudiendo la decisión de los Procuradores franquistas de aprobar la ley de Reforma Política, le preguntó si aquello iba a beneficiar al país.

«-La verdad es que no me interesa el país.

»—Qué cosas se te ocurren. Con las ganas que tenías de que cambiara todo esto. Y lo que decías de Franco. ¡Dios mío, si te hubiera oído él por un agujerito!

»—Pues no me interesa, mamá. Acabo de decidirlo. Ahora mismo. En este instante.

»—Lo comprendo. Ahora estás pendiente de la carrera. ¿Sabes? Tengo que llamar un día de estos a la señora del doctor Roquer. Sé que está muy ocupada, pero quisiera que me orientara sobre la distribución del nuevo piso. El despacho para la consulta...

»—No habrá despacho. Ni habrá consulta.

»—¿Prefieres ir al extranjero antes de establecerte? No me habías dicho nada.

»—No sé dónde voy a ir. Ni lo que voy a hacer.

»—Hijo, parece que te hayas aprendido la canción en viernes. ¿Qué te pasa?

»—De momento, lo único que quiero es tumbarme al sol.

»—¿Al sol? ¿Como los lagartos?

»—Hablo en serio.

»—Pues, si hablas en serio, explícate.

»—Lo intentaré, pero no sé si podrás comprenderme. Aunque todo es la mar de sencillo.

»—Vamos a ver.

»—Mira, mamá, mi vida es mía. Me pertenece.

»—Nadie te lo discute.

»—Pues si es así, comprende que no quiera ejercer la Medicina. Quiero vivir. Simplemente eso.

»—¿Qué entiendes tu por vivir, hijo mío? Vivir es trabajar. Ser útil a los demás. Casarse. Tener hijos. Todo eso. La vida ha sido siempre así, y seguirá siéndolo. Variarán las modas, las costumbres, pero en el fondo es lo mismo.

»—Pues yo no quiero ser útil a los demás. Ni casarme, ni nada de eso. Quiero olvidarme del reloj. Ver gente. Caras nuevas. Hablar. Comunicarme sinceramente con los seres humanos. Y para eso necesito librarme de todo.

»—Pero tienes que hacerte una posición. Situarte.

»—Lo único que deseo es vivir a mi aire.

»—¿Como los hippies?

»—¿Por qué no?

»—Reflexiona, Xavier.

»—Lo tengo decidido. Mañana mismo me voy. Le dices al doctor que el duende se me ha escapado. Que no me espere nunca más. Nunca. A ti te escribiré diciéndote dónde estoy.»

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