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El dédalo de callejas por d que caminaban hacia la de Zapateros infundía temor. Se oían pasos en la oscuridad, voces lejanas que d silencio de la noche amplificaba. Lo mismo sucedía con las risotadas procedentes de las tabernas, cuyo desgarro sonaba a escarnio o a amenaza. Delante de dios, a unos pocos metros de distancia, alguien aseguraba que el Rey estaba sifilítico y que había que caparlo. La voz se oía con mayor claridad a medida que los dos hombres se acercaban. Al cruzarse con ellos, la voz obsequió a Marta con una rociada de obscenidades. Apretaron d paso.
En el portal, entornado, les esperaba Teresa, la portera. Como si huyeran de un peligro inconcreto, se escurrieron los cuatro en su interior. Emerenciano se despidió hasta el día siguiente, después de haber recomendado calma.
Como en el piso no había luz eléctrica se arreglaron con un par de velas que subió la portera. Marta dejó una en el comedor y su madre se llevó la otra a la alcoba. Por un instante, Tito se quedó a oscuras en el pasillo. Llamó, pero como nadie le oía buscó la alcoba a tientaparedes.
Marta le desnudó en un santiamén. Estaba nerviosa.
—No tiembles, cobardica —le dijo riendo.
Tito la abrazó. Luego se metió entre las sábanas y asomó la nariz por endma del embozo. Preguntó a su hermana:
—¿Por qué has llorado en casa de la tía?
—Los niños no son preguntones. A dormir.
A la luz de la vela, vio los ojos enrojedelos de Marta.
—¿Te ha reñido mamá?
—Y dale.
—A mí también me riñe.
—¡Duerme, pesado! O mañana no te enseño d piso.
Se enrolló como si fuera un gusano de san Antón. Intentó rezar, pero se distrajo pensando dónde estaría su madre. Luego pensó en «El Mirador», donde siempre había luz y el mar cantaba al pie de la ventana de su dormitorio. Quería dormirse, borrar el recuerdo de aquella noche. La abuda decía que la mejor mediana contra d insomnio era rezar el Rosario, pero pensó que él no sabía. También le había oído a veces que rascándose se dormía uno Tuvo un pensamiento para Carlos y Juan, sus hermano». «Quizá vengan con papá en el barco. El barco, d barco...»
Se había dormido cuando sintió en la espalda d hdor de las rodillas de su madre. Escuchó sus palabras.
—No digas mentiras, que a los niños mentirosos se los lleva el demonio. ¿Y pata que papá tenga buen tiempo?
—Si.
—¿Y a las ánimas benditas del Purgatorio?
Silencio.
—Venga, reza conmigo. «Acordaos, oh piadosísima Virgen María...»
Una profunda congoja acabó con el último reducto de su entereza. Empezó a llorar convulsamente.
—Vamonos de aquí, mamá. Vámonos a casa. A nuestra casa.
Su madre lo abrazó.
—Reza, hijo, reza.