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Carlos no permitió que tomara habitación en un hotel. Propuso dejar la maleta en su casa, donde cenaría algo, y más tarde podría visitar a María Dolores Llauder.
—Fefa te ha preparado la cama —añadió—. Telefoneas a Lolita la miliciana —recalcó lo de miliciana—, aunque yo creo que tendrías que dejar la visita para mañana. Te conviene descansar. Y a ella, que estará hecha una braga.
Conducía despacio, con cierta rigidez. Desde Barajas a la calle Princesa, donde residía Carlos, fueron sin hablar casi todo el trayecto. Alejandro fumaba un cigarrillo tras otro. Había llegado a la conclusión de que el tiempo, cuando se mide por décadas, mata por igual a vivos y a muertos. Sobrenadaba del naufragio, si es que quedaba algo, una confusa procesión de fantasmas, un humo adormecido sin relación alguna con el presente. De hecho, la persona que iba a su lado era su hermano Carlos. Estaba allí. Pero en realidad se trataba de un ser extraño al que no le unía nada. El Carlos alocado y ocurrente, el Carlos que lo mismo le obsequiaba con un coscorrón que con el pastelillo de gloria en el que había gastado todos sus ahorros, había muerto muchos años antes. Entonces, cuando vivían bajo el mismo techo, en Zapateros o en «El Mirador», estaban muy unidos. Eran una sola sustancia —la auténtica fraternidad— en dos cuerpos y dos sensibilidades distintas. Por otra parte, no existían otros intereses que los de la familia. Ellos, los Acosta, estaban por encima de cualquier factor disgregante. Formaban un todo absoluto, alegre y tiernamente indisociable. Sufrían con el sufrimiento de cualquiera de ellos y reían idéntica risa. Suya y de nadie más. Tenían una historia única común a grandes y a chicos. Vivían un presente sólido, de plenitud, y hacían proyectos en común para un futuro que tenía también que pertenecerles. Unidos, eran los dueños del porvenir porque no concebían que ninguna fuerza extraña, por poderosa que fuera, pudiera separarlos. Así había sido siempre. Pero cuando se es joven tres años es mucho tiempo. Carlos, que en julio del treinta y seis estaba en la zona de los sublevados, volvió a casa muy cambiado. Llevaba un vistoso uniforme caqui y lucía dos estrellas de seis puntas sobre fondo negro. Las estrellas, doradas, era lo primero que se veía de Carlos. Estaban en su pecho y en su frente, aunque se quitara la flamante gorra de plato. Porque Carlos volvió del frente fanatizado. Su moral era la del vencedor. Hablaba constantemente de exterminar a los rojos, de acabar por la vía rápida hasta con su semilla. Se decía católico practicante y desconocía el significado de la palabra perdón. Se proclamaba español y preconizaba el exterminio de sus compatriotas. Alejandro, por el contrario, sentíase indefenso. Un derrotado más. Había vivido los años de la guerra en la calle, mezclado con el pueblo, formando parte de él, y sabía que la inmensa mayoría de los rojos no eran asesinos. Ni siquiera malas personas. Y era que, en el caso de Alejandro, el rojo no era una simple abstracción, un concepto genérico, o generalizados como le sucedía a su hermano Carlos. Un rojo era una determinada persona. Con su cara, su carácter, su peculiar forma de reír, sus problemas, sus ilusiones. No se les podía matar simplemente porque su condición de inferioridad con respecto al fuerte les llevase a exigir de éste un poco de justicia. No podían ser jugados, encarcelados, perseguidos o difamados por el mero hecho de tener carnet de la UGT o de la CNT, o porque los curas les hubieran enseñado a no creer en sus palabras.
Cuando el coche entró en las calles del centro, observó que Madrid era una ciudad prácticamente ocupada. En cualquier bocacalle, escondidos detrás de una esquina estratégica, amparados en la oscuridad de un portal, bajo una marquesina o delante de un Banco, los guardias se movían como si fueran sombras. Llevaban todos el casco y la metralleta colgada de los hombros estaba lista para disparar.
En una ocasión uno de ellos les dio el alto, y Carlos frenó en seguida. Cuando bajó el cristal, el cañón de la metralleta les apuntó desde el interior del vehículo. Puro trámite, pero la muerte había mirado con su ojo ciego a los hermanos Acosta.
Al entrar en el piso de Carlos, el caniche Yalito se enredó en los pies de Alejandro. Fefa lo tomó del suelo y, con cara de circunstancias, rozó con los labios la mejilla de su cuñado. Era una mujer alta y esbelta, y su cara, de facciones grandes y piel cuidada, poseía un atractivo especial. Vestía una blusa marrón de corte cíngaro con los puños abrochados a las muñecas, y una falda suelta de tonos claros sujeta con cinturón de cuero rojo. Llevaba un vistoso collar de piezas de ébano y marfil, alternadas con gruesos eslabones de plata. En sus muñecas tintineaban llamativas pulseras de oro. Un reloj plano de oro blanco y un diamante como un garbanzo revelaban a cualquier desconocido observador el estado de la cuenta corriente del marido.
Fefa dijo:
—¿Cómo estáis todos, cuñado?
—De momento, vivos. Nada fácil en los tiempos que corren.
Fefa sonrió con cierta tristeza.
—Ya lo puedes decir.
Alejandro sabía que su cuñada evitaba preguntar por Elena desde que vivía separado de ella. Empleaba un tono impersonal en el que no sólo iba incluido ella, sino Eulalia y los hijos de ésta. O sea, lo que Fefa llamaba la «familia Balay» de su cuñado.
Tomaron asiento en una espaciosa sala de estar de blancas paredes. Alejandro notó que su cuñada había cambiado, una vez más, casi todo el mobiliario. Un gran sofá de cojines rellenos de pluma, en el que en seguida se hundió, con sillones a juego, daban a la pieza un toque de alegre informalismo a causa del vistoso estampado azul. La mesa era la misma. Un engendro, al parecer de Alejandro, con pretensiones de mueble oriental. Tema las patas pintadas de rojo y el tablero, de latón, reproducía un Fuji de oro estereotipado sobre fondo turquí. Alejandro vio una pequeña servilleta color hueso plegada en la ladera del Fuji. Sobre ella había puesto su cuñada un cubierto y, al lado, una pequeña fuente con canapés, tacos de queso manchego y un par de lonjas de jamón
—Tomarás algo —dijo—. Dentro tengo consomé. Y, si te apetece, pescado. Lenguados de hoy. Fresquísimo. ¿O quieres una tortilla francesa?
—Es que cuando has llamado ya estaba todo cerrado. Y como tu señor hermano se va de casa y no dice dónde está, una tiene que hacer de adivina, como el Lafuente ese que escribe en Interviú. Menos mal que se me ha ocurrido llamarle a la cafetería esa. ¿Cómo se llama? Galaxia. Ahora le ha dado por ir allí.
Volvió la cabeza hacia su marido.
—Y es que los hombres sois como niños. Como no tiene nada que hacer, que el despacho de la Inmobiliaria es un rato, cuando va, pues se va allí con los amigotes.
Mientras hablaba, Fefa rascaba la cabeza de Yalito con sus uñas brillantes, laqueadas de un tono naranja claro.
—¿Y qué te parece lo sucedido con esa señora? —preguntó—. La Lolita, que dice
Carlos. Ellos dicen que venían a Madrid a ver al médico. Pero yo creo que andan liados.
Alejandro levantó la cabeza.
—¿Liados?
—Sí, hombre. Esos están metidos en política. ¡De algo tienen que vivir! Y esa gente, me refiero a los rojos, lo mismo sirven a un amo que a otro. La cuestión es que les paguen. Mira el Carrillo. ¿Cuánto crees tú que cobrará de los infelices que le siguen? ¿Y de Moscú? Y si no, la Pasionaria.
Hizo una pausa.
—Además, esa Lolita fue de aúpa. ¡Menuda, la tía! Que te lo cuente tu hermano. De joven, una revolucionaria de no te menees. De esas de tea y dinamita. Luego, en la guerra, luchó en las trincheras. Mezclada con los milicianos. Dicen que paseó a más de cuatro.
Alejandro se puso nervioso.
—No digas más barbaridades, mujer. Eso son historias.
Fefa replicó que aquello no eran historias. Que cuando su marido fue gobernador de Málaga, hizo averiguaciones por su cuenta.
—Y puedo asegurarte que no son historias, cuñado. Todavía tengo en mi poder declaraciones de gente que la conoció. Gente de orden. De derechas. Personas de fiar. Y tú no sabes qué clase de bicho es esa María Dolores. O Lolita. O como la queráis llamar.
Oía lo que decía su cuñada como quien oye llover. Intentó distraerse mirando los cuadros de las paredes, paisajes al óleo y dos sanguinas de Segrelles. En el espado libre que quedaba detrás de la puerta, Alejandro vio la vitrina de las condecoraciones. Una
banda azul pálido doblada al sesgo, con una especie de sol de fulgentes rayos de oro sujeta a ella con un imperdible, ocupaba casi todo el fondo de la bandeja superior. Alejandro preguntó dónde estaba el teléfono» Se levantó.
—Voy a llamar a esa señora. Al menos que sepa que be venido. Mientras su hermano descorchaba una botella «Vina Pomal» Fefa preparó las copas. Luego acompañó a su cuñado al comedor«
—Mira bien lo que haces, Alejandro —le dijo por lo bajo—. Y con quién te metes. Me parece que con tus libros y con esos artículos rojísimos y separatistas que haces, te estás jugando el cuello. Tú de sobras lo sabes. No faltaría más que ahora te comprometieras con esa individua. Porque aquí venían los dos a conspirar. No te quepa la menor duda. ¿O no sabes que tu sobrino, ese hijo fantasma de Juan, espiaba para Suárez?
Alejandro soltó una carcajada. Conocía a Fefa y sabía hasta qué punto era capaz de creer las fantasías que se inventaba. Sabía, además, de su divertida volubilidad política. En los años que llevaba casada con su hermano, Alejandro había conocido sus fervores franquistas, los juanistas, los juancarlistas, cuando Juan era aún Príncipe de España, y los juancarlistas a la muerte de Franco. Ahora, según le había dicho ella misma por teléfono, pensaba que el Rey les había traicionado a todos entregando al Presidente Suárez, a quien ella no podía ver porque creía que su propósito era arruinarlos. Consecuente con el último cambio ideológico, Fefa militaba ahora en Fuerza Nueva y era suscriptora de El Impar cid.
Cuando consiguió comunicar con la Residencia Sanitaria, se enteró por una enfermera de que a María Dolores le habían administrado un somnífero y que dormía. Supo también que el cadáver de su sobrino estaba siendo velado por una hermana de María Dolores llegada de Málaga a última hora.