6

Fefa le quitó la correa a Yalito tras advertirle que no se moviera de la alfombra. Luego se sentó frente a su cuñada y sacó del monedero d paquete de «ducados».

—Mira, Elena —dijo sin más preámbulos—, yo vengo aquí en misión especial. ¿Sabes lo que quiero decirte?

Elena se agazapó en el asiento del sillón.

—Lo has dicho demasiado claro para que no te entienda, mujer.

Fefa aspiró el humo con ansiedad.

—Bueno, pues vamos al asunto. Tú representas a la perfección tu papel de viuda de democracia.

Elena entornó los ojos.

—Ahora sí que no sé qué tratas de decir.

—¡Mujer, si hay viudas de guerra, también hay viudas de democracia! Quiero decir que llevas con mucha dignidad, y con resignación, lo de que Alejandro se haya ido. Ya me entiendes.

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Ha sido su voluntad. Comprenderás que no puedo obligarle. Ni soy de ésas que se dedican a perseguir al marido. Ante todo, la dignidad.

—¡Cuernos, Elena! ¡Déjate de dignidades! Eso son palabras. Ante todo, tu marido. Y rehacer la casa, que todavía estáis a tiempo. Fefa hizo una pausa.

—¿Tú sabes lo que se alegrarían vuestros hijos? A Marta, que es a la que más veo, le preocupáis. Los dos. Tú y su padre. Y tu hijo mayor no digamos. Elena la interrumpió.

—¿Sabes que llega esta tarde? Dice que viene adrede a votar, porque todavía está censado aquí.

—Supongo que será de derechas.

—Pues no lo sé, hija. —Se remangó las mangas del suéter a medio brazo y se arrellanó en su asiento, vamos a ver si conseguimos entendernos —dijo—. Tú tienes que arreglarte con tu marido. Así no podéis seguir. ¿Estás de acuerdo o no?

—Es su casa, Por lo tanto, puede volver cuando quiera. ¿Te envía él para negociar?

—¡No! Él no sabe ni media palabra. Verás, voy a explicarte.

Fefa dijo que su marido había decidido tomar cartas en el asunto. Que lo que a ellos les pasaba era que eran los dos unos cabezotas y que había que terminar con aquella absurda situación cuanto antes.

—En confianza, te diré que a estas horas Carlos está hablando con su hermano Alejandro. Muy seriamente. Verás el rapapolvo que le da.

Rió.

—Como hoy es el día de la Constitución, y ni Carlos ni yo pensamos votar, pues hemos decidido constituir vuestro matrimonio. O, mejor dicho, reconstituirlo.

Su cara pasó rápidamente de la risa a expresar la más grave de las gravedades.

—En serio, Elena. Esto vuestro pasa ya de castaño oscuro. Esa mujer, la Eulalia ésa o como se llame, nene hijos también. Y el pobre marido. Y no me negarás que es una pena amargar la vida a la gente. Antes de que sea demasiado tarde hay que actuar.

Elena avanzó la cabeza hacia su cuñada.

—¿A qué le llamas tú demasiado tarde?

—Pues muy sencillo. A que se acostumbren a envejecer juntos. Si no se remedia el asunto cuanto antes, se corre el riesgo de que se acostumbren. Ya sabes lo que quiero decir. Primero es el sexo, o lo que sea. Pero después viene el acomodarse cada uno a los gastos del otro. Las personas somos como los animalitos. Cuestión de costumbre.

—O sea que, según tú, me toca a mí aguantarlo cuando se haga viejo. ¿No te parece pedir demasiado?

—No es eso, mujer. Porque si a ésas vamos, también él te aguantará a ti. Se trata de que la familia no se desperdigue más de lo que está y de que terminéis vuestros días juntos. Vais a necesitaros. Tú lo sabes mejor que yo. Que tú no eres tonta, cuñada. Miró al techo.

—Ahora, si te niegas rotundamente a que vuelva, eso es harina de otro costal.

—Te he dicho que ésta es su casa y que puede volver cuando le dé la gana. Elena cabalgó una pierna sobre la otra. Había inclinado la cabeza y su uña alisaba la raya del pantalón que llevaba puesto.

—Lo que sí quiero decirte —continuó despacio, marcando las pausas con cierta precisión reticente—, es que no me gustaría que influyera nadie «sobre él. Cortó el gesto de protesta de su cuñada.

—Ya sé. Ya sé que su hermano tiene bastantes años más que él. Que trata de hacer un poco de padre.

—Siempre ha sido así. Y si están distanciados últimamente ha sido por la forma de pensar de tu marido. Me refiero a la política. Pero se quieren.

—Estoy de acuerdo. Pero no me negarás que una gestión conmigo, y con él, una mediación que es de agradecer, perjudicaría la relación entre los dos. Yo, al menos, no la acepto.

Fefa volvió a la carga. Expuso un plan de acción, según el cual las cosas podrían arreglarse por sus propios medios.

—Deja que te explique, Carlos piensa dar una fiesta en casa, en Madrid, cuando nuestro hijo ascienda a comandante. El pobre, hasta una espada que le cuesta un ojo de la cara le tiene preparada como regalo. Pero, y por lo que más quieras no me descubras, ahora resulta que Pepe ha decidido dejarse la carrera militar. ¡Fíjate tú el disgusto que le va a dar a su padre!

¿No se lo habéis dicho aún?

—¡Ni pensarlo! Se lo dirá su hijo, precisamente en una fiesta familiar que queremos organizar aquí, en Barcelona. Pepe invitará a un banquero muy famoso de aquí, un tal Torroellas, que es quien le ayuda. ¡Tiene un brillante porvenir por delante! Irá el, los empleados de mayor categoría del Banco, y nosotros. La familia. Entonces, entre el banquero y Pepe le dorarán la píldora.

—No sabía nada.

—Pues por eso vengo a contártelo yo. En realidad, no será ninguna píldora, porque el sueldo de un comandante no da para mucho. En cambio aquí, con Torroellas, calcula mi hijo que no le va a salir por menos de ocho o diez millones al año. ¡De entrada! Claro, mi marido cambiará en seguida de parecer cuando lo sepa.

—¿Y qué tiene que ver eso con Alejandro y conmigo?

—Muy sencillo. Vendréis a cenar los dos. Creo que han escogido un lugar muy adecuado. Se llama la «Parrilla del Ritz».

—Sé lo que es.

—Bueno. Pues eso. Música de nuestro tiempo. Un ambiente que en cierto modo nos trasladará a nuestra juventud. Ya sabes. Creo que está ese, ¿cómo se llama ese músico tan famoso que toca el violín tan bien?

—Bernard Hilda.

—Ése. ¿Vas comprendiendo? Tu marido es muy sensible. Te quiere. Tú tienes que perdonarlo.

Aplastó la colilla en el cenicero y miró a su cuñada maliciosamente.

—A los hombres hay que dejarlos a veces. Sobre todo a cierta edad. Yo sé que Carlos tiene sus pequeños líos. Se los paga, claro. Pero como es su dinero, y el pobre bastante ha pasado en la vida, pues mira. Yo como la sueca.

—¿La qué?

—La sueca.

Elena parpadeó.

—Ah, ¿pero es que hay de por medio alguna sueca?

—Quiero decir que hago como que no me entero. Él es feliz así, y yo salgo ganando. Porque siempre que termina con uno de sus enredillos me regala algo. Ahora me ha dicho que ha visto un brazalete fantástico. Yo he pensado que algo había en el viaje a Torremolinos. Y que no tardaría en terminar, claro.

Dos golpes de tos seguidos la interrumpieron. Luego continuó:

—En resumidas cuentas, hija. Que Carlos está con él para ver que reflexione y, al mismo tiempo, para invitarle a la fiesta. Pero contigo. Con su mujer. Lo demás, una vez allí, es cosa tuya. ¿Qué te parece?

Elena se encogió de hombros. Por su parte, dijo, no tenía inconveniente en asistir. Tampoco le parecía mal que la acompañara su marido.

—Al fin y al cabo, es una reunión familiar.

Fefa se levantó y echó una ojeada a Y edito, que abrió un ojo socarrón para mirarla.

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