20

Calcetines de algodón y zapatos cerrados.

—¿Es invierno ya?

—No. Todavía estamos en setiembre. Es que está lloviendo.

Los ojos de su hermana Marta le miraban riendo.

—¿No podré ir a casa del primo Alfonso?

—Cuando pare un poco.

Tito estaba de pie tras la pequeña puerta cristalera que había montado Vicente aquella mañana. Afuera el agua caía sesgada. Tito observó los grandes charcos que se habían formado en la explanada. El agua contenida en ellos había adquirido una triste coloración grisácea y parecía bullir con las gotas de lluvia que se precipitaban rabiosamente sobre su superficie. Brillaban las hojas del viejo laurel, como si fueran pequeñas y aceradas cimitarras, y las copas de los pinos parecían iluminadas por miríadas de diminutas gotas suspendidas de las verdes pinochas. Abajo, rodeando los mojados troncos, la oscura pinaza se veía empapada de agua, hinchada, esponjosa. Desde las tejas voladizas caía una cortina de agua transparente como si fueran hilos de cristal. Las gotas estallaban dentro del hoyuelo que habían socavado y saltaban danzando en todas direcciones. La cerrazón impedía que Tito viera el horizonte, en el que no se distinguía ni la isla de Benidorm.

—¿Qué te dice el primo Alfonso?

Un bando de gaviotas sobrevolaba «El Mirador» a pocos metros de los pinos. Las gaviotas planeaban majestuosamente y Tito podía ver sus vientres blancuzcos y la mancha oscura del cuello.

—¿Es que no me oyes, borrico?

—Sí.

—Pues, contesta. ¿Qué te dice el primo Alfonso? San Roque se enamoró del perro y tú te has enamorado de él.

—Me cuenta cosas.

Marta levantó la cabeza del bastidor, clavó la aguja de bordar en el tirante percal y miró con severidad a su hermano.

—Pues tú no te creas todo lo que dice. ¿Me oyes? Que Alfonso es muy animal.

No era ningún animal el primo Alfonso. Lo sabía él, Tito, y le bastaba con saberlo. No tenía por qué dar explicaciones a su hermana. Al fin y al cabo, según le había dicho el propio Alfonso, Marta era como todas las mujeres. Sólo pensaba en atrapar a un hombre, casarse y vivir de su trabajo.

—Ahora, cuando empieces las clases, dejarás de verle. Tienes que ir preparándote para el ingreso. ¿No tendrás miedo de examinarte? Con lo cobardíca que eres, tener que presentarte delante de esos señores bigotudos, con cara de mal humor. No lo veo yo muy claro.

«Cuando comprendas que te están diciendo tonterías, en lugar de seguir la conversación, tú te callas. Te callas, y piensas.» Era uno de los consejos que le había dado el primo Alfonso, y en aquellos momentos lo estaba poniendo en práctica. Quizá fuera por ello que Marta se calló y siguió con el gusanillo de aquella margarita tan desangelada.

¿Qué le había enseñado el primo Alfonso? Tito recordó el día que le llevó al enorme corral de cabras que había junto al paso a nivel. El sol caía a plomo sobre el polvoriento camino. Desde las doradas rastrojeras subía un calor seco de horno. Cuando llegaron, un pastor flaco y desdentado les hizo señas con la mano. «Está a punto de parir», farfulló. Y sus ojillos de mico reían malignos mirando a Tito. En la cochiquera se hallaba tumbada una cerda enorme. El animal tenía los ojos inyectados en sangre y de su inmunda jeta colgaba una baba espumosa. Gruñía angustiosamente. Una gruesa soga de esparto crudo, pasada por el cuello del animal y atada a una argolla de hierro sujeta a la pared, impedía que se revolviera contra el pastor, que separaba las patas traseras. Había roto aguas, y mientras salía el líquido amniótico, Alfonso explicaba a su primo los pormenores del parto. Por eso Tito no pareció asombrarse al ver cómo expulsaba la tarasca su primera cría, que salió envuelta en una membrana viscosa mezclada con sangre y grasa. Por el primo se enteró también de que las marranas se comían aquella envoltura, y que a veces se entusiasmaban tanto con el manjar que terminaban devorando a la cría. «Así naciste tú, Alejandro», insistía su primo una y otra vez. «¡Y nada de cigüeñitas, no lo olvides!»

También había visto parir a una perra. Pero la perra era dócil y se dejaba rascar la cabeza, a cambio de lo cual devolvía una emocionada mirada humana de gratitud. Sin embargo, no todo habían sido lecciones prácticas de obstetricia. Alfonso, además, le enseñaba a diferenciar las plantas silvestres. A conocerlas por sus nombres, a saber para qué servían cada uno de sus órganos. Y así, comprendió en seguida por qué las flores eran el sexo de los vegetales, qué función desempeñaba el óvulo y el polen y cómo se daba el caso de que unos vegetales estuvieran dotados de los dos sexos, mientras que otros sólo tenían uno, como sucedía por ejemplo con las palmeras.

Un capítulo aparte lo constituían los pájaros, la especialidad predilecta de Alfonso. En pocas semanas, Tito se familiarizó con sus costumbres y sus nidos. Sabía a qué hora de la mañana acudían al bebedero natural; cuándo se les podía atrapar al seco y cuándo al agua; dónde solían refugiarse para dormir, según fueran las especies, e incluso las enfermedades que padecían. Conoció también sus diversos estados de ánimo según el modo de volar y de cantar y, por supuesto, acabó distinguiendo al serín del verderón, al jilguero del pinzón y al camachuelo del gorrión serrano.

A medida que se le iban revelando los misterios de la Naturaleza, que su propia experiencia relacionaba entre sí, Tito empezó a perder interés por los juegos propios de su edad. Por otra parte, juzgaba a las personas mayores de forma distinta. No eran seres infalibles y dignos de respeto. Como le había dicho Alfonso, desconocían lo más elemental del milagro de la vida. En cambio se inventaban absurdas fábulas de dioses y vírgenes que parían, en las que terminaban creyendo fanáticamente. Según Alfonso, los mayores llamaban educación a la mentira; a la hipocresía, corrección y buenos modales; y la afectación era sinónimo de distinción, de elegancia. Casi todos ellos carecían de reflexión, por lo que difícilmente se encontraba uno entre mil que fuera sensato. Tampoco sabían pensar y expresar fielmente el pensamiento. Únicamente parloteaban, alardeando de sabihondo, y si a alguien concedían la razón era a la persona de la que esperaban un favor, aunque supieran que se trataba de un alcornoque. El móvil de sus existencias no era acumular conocimientos sobre los grandes misterios de la vida, sino únicamente amontonar dinero. Y ello era así, por que creían que con su dinero podían borrar su estupidez y comprarlo todo: desde un botón para la bragueta hasta unos metros de sentido común.

Ahora la lluvia arreciaba. Los sordos truenos de la tormenta eléctrica retumbaban en el interior de «El Mirador» donde el alto envigado parecía amplificarlos. Marta hizo la señal de la cruz y Tito la miró de reojo sonriendo. Pilar, muy nerviosa, se metía en el retrete cada dos por tres. En cambio Beatriz aseguró que el aire estaba más puro, que la tormenta la ayudaba a respirar.

Inesperadamente apareció frente a la cristalera una estrafalaria figura. Era, por las trazas, un hombre que se cubría la cabeza y parte de los hombros con un grueso saco de cáñamo. Llevaba un viejo gabán negro de señora ribeteado de piel, y por debajo asomaban las perneras del pantalón. Tito retrocedió sorprendido, pero en seguida reconoció a Alfonso.

—Es el primo —dijo a Marta, que puso cara de vinagre.

—Ahora nos emporcará la casa. Ábrele, anda.

Pero Alfonso no quiso entrar. Habíase subido el saco hasta las cejas e indicaba a Tito por señas que saliera. Marta entornó la puerta y una lluvia de pequeñas pulverizadas salpicó su frente y las mejillas.

Entrecerró los ojos mientras gritaba:

—¿Cómo quieres que salga la criatura con esta lluvia? ¡Anda, pasa

Alfonso dijo que pusiera en la cabeza de Tito un saco como el que llevaba él y que le echara algo sobre los hombros.

—¡Mojarse es sano, prima! —exclamó. Y luego confió a Tito—: Han llegado los primeros estorninos de la temporada. ¡Más de mil!

Como su hijo insistía en acompañar a Alfonso, Beatriz le puso el impermeable y un saco en la cabeza. Corrieron bajo la lluvia. Al salir al camino se les unió Vicente, el casero. También él se protegía con un saco viejo. Llevaba en la mano una escopeta del doce, de grandes llaves oxidadas.

Saltando sobre los charcos del camino llegaron a un olivar que se veía a la derecha. Los árboles se extendían hasta el pie de un cabezo sembrado de esparto. Y allí, sobre el montículo, Tito vio flotando en el aire una nube negra y cambiante. Eran los estorninos, que en aquel preciso momento, tras describir una graciosa curva helicoidal, se cernían sobre las negruzcas copas de los olivos. La nube había adquirido la forma de una tromba marina, el vértice de la cual se derramaba en cientos de pájaros, que volaban cansadamente en busca de los brotes cimeros. Vicente se echó la escopeta a la cara, pero Alfonso sugirió que esperara. Así lo hizo. Mientras, la nube seguía descendiendo. El aire se había llenado de flautadas y sordos aletazos. Era un diluvio de pájaros el que caía. Vicente apuntó sobre una especie de tromba que parecía rodar sobre los olivo3 más próximos. Sonaron dos trallazos secos, que repitió en seguida el eco. Y los estorninos se remontaron de nuevo apeñuscándose en el aire.

Mientras su primo y Alfonso cobraban las piezas, Tito observó a los pájaros hasta perderlos de vista. Había cesado de llover, y por entre los desgarrones de una nube algodonosa salía un brillante rayo de sol. Las minúsculas gotas de agua que colgaban de las hojas se colorearon de repente. Cantó una cogujada suspendida en el aire. La tierra trascendía un olor virginal, eterno. Tito se quitó el saco de la cabeza. Se había levantado un airecillo sutil, que refrescó sus sienes y la nuca. De pronto, sin saber por qué, le había entrado unas terribles ganas de llorar.

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