17

Alejandro preguntó a Páez cómo iban las relaciones entre sus padres.

—A tu madre le veo muy poco —dijo el abogado—. Me llama a veces al despacho. En cuanto a tu padre, hace un siglo que no hablo con él. Ni siquiera por teléfono. Cuando tengo que ponerme en contacto con él para cualquier asunto relacionado con su mujer, le mando unas letras.

Sonrió.

—Unas letras a las que nunca contesta.

—¿Qué clase de asuntos?

—Lo de siempre. Dinero. La vida sube, y la asignación de tu padre se queda corta. Pasa con todos los separados.

Se levantó y entornó la puerta del comedor. Exclamó nervioso:

—Pues no le pidas más dinero. ¡Nada! Déjalo estar. Todo lo que mi madre necesite de ahora en adelante me lo pides a mí. Sabes que no tengo muchos gastos. Y me defiendo bien.

Páez quiso saber si pensaba casarse.

—¿Después de ver esto en casa? ¡Ni borracho!

Había empezado a pasear por el comedor con las manos en los bolsillos y la pipa, apagada, entre los dientes. Largos años de silencios, de sospechas veladas, de trifulcas, que se producían cada dos por tres, desfilaban por su imaginación. Se veía sentado^ a la mesa, a aquella mesa que tenía delante y a la que odiaba, procurando evitar las lágrimas, tragando la comida a tirones, observando de reojo a sus padres, esperando que estallara la tormenta.

—Toda la vida igual —dijo—. Recelos, sospechas, indirectas, que si el teléfono ha sonado y cortan. ¡Un asco! Y mi madre, la pobre, una mártir. No sé cómo ha podido aguantarlo tanto tiempo. Es algo que no me lo explico.

—Deja de pensar en eso. Ahora las cosas han cambiado.

—¿Está más tranquila?

Páez se encogió de hombros.

—Ya te digo que la veo muy poco. Hoy me ha dicho que venias tú, y como precisamente estamos pendientes de un reajuste para el año que va a empezar, pues me he venido para acá. A ver qué opinas.

Hizo una pausa.

—Ahora, si dices que no le pidamos nada a tu padre, eso es cosa a discutir entre tu madre y tú. Yo hago lo que me digáis. ¿. Alejandro seguía de pie ensimismado.

—Supongo que continúa viviendo con esa mujer. ¿Es la misma o tiene otra?

—Con Eulalia, sí. Bueno, creo que sí. Yo, ya sabes, hago muy poca vida social. Pero no tace mucho les vi en unas fotos de no sé qué fiesta. Algún acto literario. Por cierto, que a tu padre le vi desmejorado. No sabes la cara de aburrimiento que ponía.

Se repetía la misma pregunta que se venía formulando desde siempre. ¿Qué había ido mal en aquel matrimonio? ¿Cuál era el fallo? Trataba de prescindir de los afectos, de buscar una cierta objetividad que le acercara a las causas de aquel fracaso. Su padre, se decía una vez más, no era lo que suele decirse una mala persona. Ni siquiera el clásico mujeriego, como había oído de su tío Carlos. Tampoco se había mostrado nunca autoritario. Y era espléndido. Si todos, amigos y conocidos, le respetaban, y él era de esas personas que se hacen querer, ¿cómo se explicaba que fallara precisamente con su mujer? ¿Qué se ocultaba detrás de aquella frialdad en sus relaciones? ¿Dónde estaba el secreto?

Páez se levantó.

—No lo tomes así, muchacho. Las cosas son como son, y no hay que darles vueltas. No solucionas nada. A lo mejor al final se arregla todo.

Palmeó la espalda de Alejandro.

—¿Sabes? Ahora la moda es al revés.

—¿Qué moda?

—Lo de las separaciones. Estos años últimos, en fin, ya lo sabes, a la gente le había dado por separarse. Separarse y arrejuntarse. Empezaron lo que yo llamo los pioneros. Artistas de cine, escritores, cantantes. Ya sabes. Luego, como suele pasar, se produjo el contagio. Gente de cualquier clase social, con dinero o sin él, por un quítame allá esas pajas se presentaban en el despacho. Pues, mire usted, que hemos decidido separarnos porque éste ronca, o porque a ésta le huele el aliento, o por incompatibilidad de caracteres. Nada. Por lo que fuera. Cualquier tontería. Yo trataba de hacerlos reflexionar. Siempre lo hago. Sobre todo cuando hay hijos. Pero no resulta fácil.

—¿Y ahora?

—Pues ahora es todo lo contrario. Los separados, muchos de ellos, empiezan a juntarse. Claro, hay que ver el asunto con realismo. En el fondo, o más bien al fondo, en estos asuntos hay un tío. O una tía. Esa es la verdad. Entonces se buscaba un pretexto, se hablaba de la libertad, de la liberación de la mujer, se ponía por delante el divorcio. Que si somos un país de salvajes. Que si mira lo que ha pasado en Italia. En resumidas cuentas se iban cada cual por su lado. Los paganos, como siempre, los hijos.

—Ya.

—Pero ahora, ya te digo, con eso de la moda retro, parece que las aguas vuelven a su cauce. Mira, yo hace bastante tiempo que no tengo ningún asunto nuevo de separación. Trabajo con los que todavía están por solucionar, que no son pocos. Pero aquella fiebre divorcista se ha esfumado. Te lo aseguro. Alejandro preguntó a qué atribuía el cambio.

—Aparte de la moda —repuso Páez—, yo creo que es el cansancio. Al amante, en general, se le suele mitificar. Vas con una mujer discretamente, y sólo ves lo que tiene de bueno. Lo que ella quiere que veas. Pero, amigo, la convivencia diaria, eso es muy diferente. Un cliente mío me habló de una comedia de Benavente, en la que se aborda el tema. Su amante esposa se titula. Y tengo que comprármela.

—¿De qué va?

—Bueno, el marido maduro que se encapricha de la jovencita mona y se va a vivir con ella. A los dos días, comprende que es una zafia, un pobre diablo. No le arregla la ropa a su gusto, tiene el nidito de amor hecho un asco. Un desastre, vamos. Cuando le pide perdón a su mujer, ésta se niega a reanudar la vida con él y le hace las mil perrerías. Entonces empiezan a verse a escondidas de la gente, para que los amigos no murmuren. Quieren seguir manteniendo ante los demás su decisión de vivir separados. De no acostarse juntos, en una palabra. Es cuando mejor se lo pasan.

Páez se despidió. Cuando hubo cerrado la puerta tras él, Elena dijo:

—¿No te parece un hombre encantador? A mí me hace algún rato de compañía. Me consuela.

Alejandro rió.

—Cualquiera que te oyera pensaría cosas raras.

Ella parpadeó:

—¿Qué quieres decir?

—¿Yo? Tú eres la que dices que Páez te consuela.

La abrazó mientras caminaba hacia el comedor.

—¡Ay, hijo! ¡Qué cosas se te ocurren!

Se le había subido el pavo.

—Estas cosas, ni en broma —dijo—. ¡Sólo de pensarlo me pongo enferma!

Alejandro seguía riéndose de la ingenuidad de su madre.

—Anda, ponte guapa y vámonos al cine. Te invito.

—¿No estarás cansado del viaje?

—¡Qué va! He venido todo el rato sentado.

Elena propuso ir al «Fantasio».

—Ponen una muy buena. Jesús de Nazaret. Italiana. Es la primera parte.

Alejandro exclamó resignado:

—¡Todo sea por Dios!

Generaciones
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