3

Cuando Beatriz despedía al cosario en la puerta del piso, vio a Sancho Barca, el compañero de Juan, subiendo la escalera.

Llegaba desencajado, pero Beatriz lo atribuyó al esfuerzo.

—¿Está Juan? —preguntó sin aliento.

—En su cuarto. Creo que se ha puesto a estudiar.

En seguida que entró en el dormitorio, Sancho cerró la puerta.

Su amigo le miró extrañado.

—¿Qué te pasa?

Barca, muy nervioso, dejó el abrigo al pie de la cama y se tumbó en ella.

—Unos tipos me vienen siguiendo —dijo. Y se aflojó el nudo de la corbata.

—¿Quiénes son?

—Está muy oscuro. Pero creo que se trata de un par de matones socialistas. Me la tienen jurada.

Sancho era alto y fuerte, de anchas espaldas. Tenía una hermosa cabeza, de pelo crespo, muy negro, y facciones varoniles. Vestía un traje gris oscuro y llevaba corbata negra y un brazalete de luto por la muerte recién de su abuela paterna.

Juan hundió las manos en los bolsillos del albornoz. Estaba de pie, de espaldas a la puerta, y se miraba la puntera de las zapatillas de paño marrón.

—¿De la Facultad? —preguntó.

—No. Son de Derecho. Si efectivamente se trata de los que yo me figuro.

—¿Y tú de dónde vienes a estas horas?

Barca se incorporó.

—De un piso del barrio de Cuarte. Nos reunimos allí.

Juan le miró con fijeza.

—Estás chalao.

—¡Tenemos que organizamos! Los universitarios que no queremos la República tenemos que luchar. Esta gentuza, como los que me siguen, es portavoz del Comité Revolucionario de la República en la Universidad. Por eso me la tienen jurada. Por el mitin que di el otro día contra ellos.

Se dejó caer sobre la almohada.

—Ahora están rabiosos por el fracaso de los aviadores.

Juan señaló con la barbilla los libros de texto amontonados en la mesa de estudiar.

—Lo tuyo es eso, Sancho. Y déjate de pamplinas.

Su compañero se levantó como impulsado por un resorte.

—¡Hay cosas más importantes!

—¿Sí? Ya me dirás.

Los ojos de Barca echaban chispas cuando empezó a decir que los enemigos de la Patria, masones y comunistas, se habían propuesto arruinarla.

—¿Quieren implantar el bolchevismo. ¿Te Imaginas a España sumida en la miseria y esclava de los comunistas rusos? Con la ayuda de los malditos masones, estos diablos tratan de acabar con nuestras familias, con nuestras tradiciones, con la religión católica, con la Universidad. Quieren destruirlo todo. Ahora, como primer paso, se han propuesto derribar la Monarquía. Empiezan por ahí. Luego, cuando tengan la República, traerán el socialismo. Empezará la obra de los comunistas.

Un golpe de tos corto en seco sus palabras.

—No irás a decirme —siguió después— que a ti no te interesa la suerte de tu Patria.

Juan se encogió de hombros.

—No me interesa la política.

—¡Pues tiene que interesarte! En esta lucha que hemos empezado no puedes quedarte a un lado. Es muy cómodo eso. Demasiado cómodo.

Hizo una pausa y siguió con cierto desaliento en la voz:

—Lo que estamos necesitando más que el pan que comemos es un jefe. Los viejos no nos sirven. Nosotros no queremos cortesanos romanonescos. Despreciamos a los monárquicos de salón. Son charlatanes interesados en conservar sus privilegios, sus tierras. La tuerza que necesita España, que ha de partir de una transformación radical de sus estructuras políticas, sociales y económicas, ha de ser totalmente nueva. Una fuerza imparable. Revolucionaria. Algo que levante la moral del país, que produzca riqueza a todos los niveles y que, entroncando con nuestras tradiciones más legítimas y con la religión de nuestros mayores, aumente el poder del Estado. Necesitamos una España moderna, como la Italia actual. Eso es lo que hace falta. Dirán lo que quieran decir, pero la época de Primo de Rivera ha sido positiva.

—¿Te gustaría volver a una dictadura?

—No sería eso exactamente, Juan. De lo que te estoy hablando es de la necesidad de crear un Estado fuerte. Un Estado sólido al servicio de todos los españoles y, por supuesto, sin partidos políticos. Un Estado fuerte servido por un Ejército moderno, y fuerte, obligaría a la gente a trabajar. ¿Sabes la cantidad de horas de trabajo que se pierden con las huelgas? ¿Sabes los humos que se traen cuatro desharrapados, total porque se hacen llamar delegados de no sé qué en la fábrica o secretarios de no sé cuánto? La alpargata ha nacido condenada a ser alpargata y no puede convertirse en zapato. El agua sucia no puede mezclarse con el aceite andaluz, por mucho que se empeñen los químicos de la Revolución en que son iguales. Y un negro sólo servirá para bailar el charlestón y hacer payasadas. ¿Cómo va a ser igual que un blanco? Juan se sentó en el borde de la cama.

—Eso es racismo.

—¿Es que tu puedes negar la existencia de las razas? ¿De sus características? ¿De sus peculiaridades? ¿De los defectos y las virtudes de cada una? ¿Discurre un bantú lo mismo que un alemán? ¡Vamos, hombre!

—Para las democracias, los hombres tienen todos los mismos derechos. Sean blancos o sean negros. Japoneses, lapones o turcos.

—¡Cuéntame otro! Porque mira que el ejemplo que están dando las democracias.,.

—Viven bien.

—¿Viven bien? Estados Unidos, con toda su Constitución, su liberalismo y su democracia, se ha hundido. Ya lo has visto. El dólar es hoy una mierda en el mercado de valores. Y eso lo tienes ahí. Hace un par de años, ¡el crac! Ya sabes cómo se tiraban los yanquis por la ventana. ¡Desesperados! Porque, además, como esa gente no tiene religión, al faltarle el dinero se suicida. Inglaterra y Francia las pasan moradas. Alemania, ya me dirás. Ahora le vencen los intereses de la guerra del catorce y no tiene ni un cochino marco para pagar. La vida, por las nubes. Millones de parados. En las ciudades, en el campo, la miseria. Sabes que la gente se muere de hambre, y si no le hacen caso a Hitler veremos lo que queda de ellos. Una barra de pan vale una fortuna. Las mujeres se prostituyen para poder comer. En la Alemania de hoy lo único que va viento en popa son las casas de putas y los cabarets. Mientras, los judíos siguen especulando. Son los amos de la Banca, de las grandes industrias pesadas, de la química, de los periódicos. De todo. Cada vez más rico. ¿Qué pasa? Que la gente pierde la ilusión. Pierde la fe en la Patria. Y ésa es precisamente— la obra de la democracia. Y eso es lo que los republicanos quieren traer aquí. Son tan negados que no ven que la época de las democracias ha pasado. Spengler dice que una nación es como un ser vivo, vive edades diferentes. Experimenta crisis de transformación igual que las personas. Y a cada edad corresponde un sistema político. ¿Has leído La decadencia de Occidente? Léela. Comprenderás lo lejos que queda de nosotros la Revolución Francesa. Estamos entrando en el segundo tercio del siglo veinte.

Juan se sintió un poco culpable. Pensó que pretender mantenerse al margen de los conflictos de su país, mientras él se recreaba en los sucios amores de una adolescente, era una actitud poco honesta. A Sancho le había mentido al hablarle de la necesidad de estudiar, porque lo cierto era que él no tocaba los libros. Recordó, además, la promesa formad que le hizo a Emerenciano Adell unas semanas antes. «Dejaré de verla», le había dicho en el comedor de la casa de éste. Pero no había cumplido su promesa. Ahora se acostaba con ella donde podía. En el cuartucho inmundo de una casa de citas que había en una calleja detrás del Ayuntamiento o en el rellano de la escalera. El último. Junto a la puerta del terrado. Se sentaba como podía y Lolita cabalgaba sobre él, ardiendo en la misma fiebre que le consumía a él y le quitaba las ganas de todo.

Juan dijo:

—¿Qué puedo hacer para evitar que esos tipos te pesquen? No puedes pasar la noche aquí. Mi madre se alarmaría.

—Si hubiera cerca un teléfono, llamaría a mi padre. Él me recogería en el coche.

Reflexionó. Luego pidió que le esperara.

—Haz como que lees unos apuntes. Yo voy a ver si telefoneo.

Cogió su trinchera de la percha que había en la pared y salió. Al abrir la puerta tropezó con su hermano Carlos.

Lo empujó de mala manera.

—¿Qué hacías ahí? ¿Espiando?

Carlos abrió la palma de la mano.

—Venía a daros unas almendras tostadas. Las manda la abuela.

Su cara de luna se había puesto roja y las almendras que masticaba se le secaron en la boca.

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