17
Era a mediados de julio.
Mientras Carlos se dirigía a la pensión de su hermano, tenía muy pocas esperanzas de que le recibiera precisamente a besos. De las papeletas de examen que habían recogido sólo había una con el aprobado: la Histología. Iba, además, a comunicarle una de sus pintorescas decisiones, tan poco gratas al carácter sensato de su hermano.
Las calles de Madrid estaban casi desiertas a aquellas horas de la mañana. Los establecimientos comerciales levantaban el cierre y de las churrerías que encontraba al paso salían densas vaharadas de aceite hirviendo. De vez en cuando aparecía un pequeño grupo de barrenderos. Eran rezagados con el sueño en los ojos y el anís en la cara. Los nuevos camiones-cisterna del Ayuntamiento regaban las calles del centro, levantando un polvillo oscuro a medida que caía el agua del tanque. Carlos rehuía el asfalto de aspersión reciente a fin de evitar el calor húmedo que ascendía de él.
En los quioscos de Prensa más madrugadores se veía, en la primera página de los periódicos, la fotografía del teniente Castillo, asesinado la noche anterior en la calle de Augusto de Figueroa, a dos pasos de su casa. Carlos miró detenidamente aquel rostro de frente despejada y bigotito lineal, como trazado a tiralíneas. Se dijo que los lentes, redondos, enmarcados en concha, le daban un vago aspecto de seminarista. No se gastó los quince céntimos en un ejemplar, porque iba corto de dinero y se disponía a emprender un viaje.
Al entrar en el portal de la pensión vio bajar a su hermano con la maleta. Llevaba un traje azul marino y una camisa blanca con el cuello desabrochado, sin corbata.
Lo esperó en el umbral de la puerta. Se había puesto en jarras y jadeaba a causa del calor y de la caminata. Sudaba por todos los poros de su piel.
—¿Adonde vas tú tan temprano? —le preguntó.
Y añadió siguiéndole por la acere
—Yo que creía que iba a encontrarte en la cama.
Anduvieron en silencio hasta la esquina, donde había parada de tranvía. Juan dejó Ja maleta en el suelo y buscó un polvo de tabaco en el bolsillo de la americana. Estaba nervioso.
Su hermano le ofreció un paquete de mataquintos.
A continuación preguntó con la voz alterada:
—¿Pasa algo, que vas con esa maleta?
—No pasa nada. Todavía.
—¿Te has vuelto a meter en follones?
—Qué va, hombre! Yo ya no quiero saber nada de estos asuntos. Pero los demás no piensan igual. La Policía sabe dónde vivo, y he pensado irme unos días a tu pensión. Esa doña como se llame no tendrá inconveniente en que esté contigo en tu cuarto hasta que nos marchemos de vacaciones.
Carlos vio el délo abierto. Explicó que precisamente iba a verle para decirle que salía de viaje.
—Puedes quedarte en mi cuarto tú solo. ¿Te falta algún examen?
—¿Y adonde vas? Carlos sonrió.
—Bueno, mira. Es una historia. Resulta que he encontrado un trabajo. Fuera de aquí, claro. Lo que falta de julio podré ganar unas pesetas para las vacaciones.
—Pero, ¿un trabajo de qué?
—Vamos aquí detrás —dijo—. Yo no he desayunado aún. Entraron en una granja pequeña, que había en una esquina, y se sentaron frente al ventilador. Carlos se quitó la americana blanca, de hilo, y la colgó cuidadosamente en el respaldo de su silla. Había inclinado la cabeza y sus dedos jugueteaban con unas migas de ensaimada que había sobre el mármol de la mesa.
—Como te iba diciendo —empezó—, tengo trabajo. A tí es probable que te parezca un poco raro. Pero yo siempre digo que lo importante es que el dinero entre. Chapear leandras. Ya me entiendes. Su hermano cortó el preámbulo.
—Qué dase de trabajo es, Carlos. No me hagas perder los nervios, que bien podridos los tengo ya.
—Está bien. Me voy con una compañía de revista. Hago de boy.
—¿Qué?
—Sí, hombre. No pongas esa cara. Total, qué es eso. Cinco numeritos en el coro. Dos chotis, un tango y dos valses de esos del año de la pera. Hay algunos universitarios más.
Mientras sacudía la ceniza del cigarrillo nerviosamente, Juan clavó su mirada en la de su hermano.
—Tú estás como una cabra.
—¿Por qué? Viajo gratis y me gano un dinero. El duro diario creo que lo podré ahorrar. ¿Qué quieres que haga ahora en el pueblo? La compañía termina el día último de julio.
—Ya me dirás qué le digo yo a mamá.
Carlos se encogió de hombros.
—No tiene por qué enterarse.
—¿Y por dónde es tu triunfante tournée?
—No lo sé exactamente. Sé que vamos a Andalucía.
Juan reprimió las ganas de reír. Lo que hasta hacía poco tiempo le había causado indignación en la conducta de su hermano, ahora le hacía gracia. De todas formas, intentó disuadirlo.
—Yo que tú me lo pensaba. Y no creas que voy a echarte ningún sermón. No tengo nada contra cómicos ni revisteros. Pero es que los tiempos no están para bromas, Cariños. La cosa está jodida. Créeme. Lo más probable es que esta vez se arme. Y gorda.
—¡La de veces que os he oído decir eso a ti y a tus amigos! Por cierto, me he enterado que a José Antonio lo han trasladado a la cárcel de Alicante. Y a algunos familiares.
—Sí. Es un rehén de Azaña. En agosto le visitaré. Si me dejan, claro.
El camarero les puso el servicio delante. Juan calló. Luego, mientras desayunaban, comentó los últimos sucesos.
—Lo más alarmante —dijo— es la huida de los ricos. Una estampida, Carlos. Y se llevan el dinero. Eso, unido a lo que se dice por ahí sobre las maquinaciones de Mola, es muy significativo. Por otra parte yo sé de muy buena tinta que Mussolini está dispuesto a apoyar a la Falange si se decide a unirse a los militares. Porque esto no va a ser una militarada más. Lo ha dicho bien claro Prieto en un artículo. Los republicanos se defenderán hasta la muerte. Y los partidos de la izquierda tienen milicias muy bien organizadas. Además, entre los soldados y las clases hay células comunistas. Nadie las conoce, pero existen. Ya ves cómo están las cosas.
Hizo una pausa.
—Hitler también ayudaría. Sabes que odia a los comunistas, y esta batalla se da contra el marxismo. Por eso me gustaría que pensaras bien lo de tu viaje. ¿Cuándo te irías?
—Mañana por la mañana.
—Está bien. Decide tú mismo. Pero, por favor, no te metas en líos de faldas. Mamá está delicada. Hay que evitarle disgustos.