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Forcadell le dijo:
—Un momento. Hay algo más.
Miró al suelo antes de continuar.
—No sé si sabes que Alejandro ha dejado todas las colaboraciones, que es lo que da dinero. Sobre todo la de un par de revistas. Y me ha llamado el director por si quiero hacerme cargo de su columna.
Eulalia le miró, desafiándolo.
—Y tú habrás aceptado.
—Le llamé a su estudio. No estaba. Mejor dicho, no contestaba nadie al teléfono Llamé a su casa y su mujer me dijo que no sabia nada de él. ¿Qué más podía hacer? Si no la cogía yo, me refiero a la columna, la habría cogido otro. Y tú sabes que son doscientas cincuenta mil pesetas al mes. No soy un ángel. Lo confieso.
—Ya.
El apuró la copa y se pasó la lengua por los labios.
—Tu Alejandro —murmuró después—, acabará mal. Perdóname, pero yo, y muchos compañeros como yo, estamos hartos de él. ¿A qué coño eso de dárselas de incomprendido? De hombre honesto. Como si los demás fuéramos unos crápulas. Aquí lo que hay que hacer es vivir lo mejor que se pueda. Somos lobos de la misma carnada, y el que muerde con más fuerza es el que sale ganando.
—Él piensa de otra forma. Y los demás también. Así que no generalices.
—¡Ahora! Antes no pensaba igual. No hace mucho.
—Tenía fe. En los políticos de izquierda. En vosotros, los compañeros, que vais casi todos al sol que más calienta.
Se levantó.
—¡Alejandro no es como vosotros! Y se siente defraudado.
Forcadell se puso delante de ella cortándole el paso.
—¡Es peor! Yo nunca he deshecho ningún matrimonio. En cambio él no puede decir lo mismo.
Eulalia le miraba envarada. Muy digna.
—Y a ti te dejará tirada. Pero, ¿qué se ha creído? Lo que no comprendo es cómo le defiendes, encima. ¿O es que crees que vas a verlo más?
La tomó por los brazos.
—Siempre he deseado una mujer como tú —dijo atropelladamente—. Con clase. Es lo que necesito. ¿Comprendes? Lo que necesitamos los dos, porque supongo que no irás a volver con tu marido.
Ella seguía inmóvil. Tensa.
Él murmuró con voz espesada:
—Además, yo te quiero. Y puedo darte muchas más cosas que él. Sobre todo ahora. ¿Comprendes, Eulalia?
—Perfectamente. Primero lo desacreditas. Mejor dicho, lo hundes moralmente, porque él tenía fe en ti. Confiaba en ti ciegamente. Luego, te apoderas de sus colaboraciones, que es como decir que le quitas el pan. Y ahora quieres quedarte conmigo. Como si yo fuera otra columna de la revista.
Eulalia oyó entre las sombras la voz de una mujer:
—Ustedes perdonen. Si no recuerdo mal, usted es Eulalia. La secretaria de Alejandro Acosta.
A Eulalia le dio un vuelco el corazón.
—¿Le pasa algo?
—No. Nada. Simplemente queda hablar con usted un momento. Cuando termine con este señar, claro.