BANDERA TRICOLOR
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El Imparcial, un diario madrileño de derechas, atacaba astutamente a los republicanos so pretexto de condenar la última intentona revolucionaría de Ramón Franco.
Decía en su editorial: «El pueblo es irresponsable, por inconsciente, porque le han inoculado con discursos y frases relumbrantes el virus de la epilepsia.
»Muchos de esos botarates —añadía— han sido agentes activos de la revolución, que fue para ellos asilo donde acogerse para eludir el código, o medio de vengar agravios convertidos por ellos en causa nacional; un republicanismo de ocasión les ha elevado a la categoría casi heroica; ya dijo Prim que las revoluciones no se hacen con arcángeles y serafines.»
Alejandro Acosta dobló el periódico cuidadosamente y lo guardó en el bolsillo de su americana. Había resuelto leerlo más tarde a bordo, a fin de disfrutar del apacible espectáculo que ofrecía el sevillano parque de María Luisa aquel atardecer del veintinueve de junio.
A la sofocante mañana había sucedido una tarde serena y tibia. Ahora, a punto de ponerse el sol, la luminosidad mate del cielo suavizaba la intensidad de los colores. La brisa ligera que entraba desde la orilla opuesta del Guadalquivir movía débilmente las ramas cimeras de los plátanos que bordeaban la avenida por la que Alejandro había empezado a caminar. El airecillo soplaba a intervalos regulares, como si dosificara el fresco a los sevillanos, pero lo bacía únicamente en lo alto, de forma que los macizos de begonias y glicinas, algunos de los cuales se veían protegidos con umbráculos, permanecían inmóviles. Intensas vaharadas de nardo, mezclados con imprecisos aromas de otras flores, llegaban de vez en cuando hasta el paseante. Entrelazados misteriosamente con los aromas, el viento trasladaba de un lugar a otro el murmullo de un lejano surtidor que se desgranaba en la taza de una fuente o los chiídos de los últimos vencejos del día.
Al final de un andador cubierto de pulida grava, un aseado anciano se cruzó con Alejandro. El solitario dejó paso, procurando no aplastar el arriate de una tapia de yedra salpicada de campánulas azules. Iba vestido de verano —rayadillo fresco, con cuello blando y corbata de colores claros—, y se tocaba con el clásico ricardito. El anciano hizo una cortés inclinación de cabeza y siguió su camino.
Alejandro, que todavía vestía traje de entretiempo —un terno gris pizarra a rayas negras, finas—, pensó en su mes de permiso veraniego. En «El Mirador» podría descansar a sus anchas. Por toda indumentaria llevaría un pantalón claro de hilo y una chaqueta pijama con las bocamangas subidas a medio antebrazo. Estaría, además, entre los suyos y trataría de comprenderlos.
En un pausado movimiento sacó el «Longines» del bolsillo inferior del chaleco. La persona con la que se había citado tardaría aún un cuarto de hora, por lo que decidió desandar el camino andado.
Junto a la verja de hierro que separaba el parque de la calle, en una plazoleta circular de matapolvo reciente, había un grupo de niños de corta edad. Los niños, de retirada, trotaban cansadamente a los talones de un par de niñeritas con uniforme negro a media pierna. Tenían los rostros encendidos, y el menor de ellos pisoteaba con entusiasmo su gorra azul de marinero. Alejandro no pudo evitar una triste reflexión Si en aquella ocasión había fracasado la aventura de Ramón Franco, pensó, otro día podía no suceder lo mismo y entonces aquellos mismos niños se verían envueltos en una guerra civil.
Por aquel tiempo Franco era Director General de Aeronáutica y, con el pretexto de las elecciones a Cortes, había intentado un levantamiento de los campesinos andaluces contra el Gobierno de la República. La sublevación, fijada para el veintiséis, había sido descubierta la víspera, y la presencia en Sevilla del general Sanjurjo puso fin a algo que habría podido resultar dramático. Alejandro pensó entonces que no había estado desacertado enviando al pueblo a los suyos tras los sucesos de mayo, cuando la quema de los conventos.
Aquello le había hecho reflexionar. Y durante la travesía desde Tenerife a Sevilla había tomado la decisión de terminar sus relaciones con Eugenia. La quería, pero el amor que sentía por ella, aunque grande y sincero, no podía compararse con el que experimentaba por su familia. Y mientras caminaba despacio hacia la puerta en la que se había citado con ella, aún iba pensando si, efectivamente, su amor por Eugenia podría terminar.