15

Era la misma Elena que en aquellos momentos abría la puerta a su marido y a su sobrino político José, capitán de Infantería. Esbelta todavía, de piel blanca, aunque no tragante, y ojos claros empequeñecidos por la traición del tiempo, a Elena difícilmente se le podían hacer los cincuenta y tres años que había cumplido en abril. Llevaba puesta una bata de casa azul pálido y calzaba zapatillas del mismo color, de tono más fuerte. El cinturón que anudaba en un gracioso lazo delante, al final del remate de las amplias solapas, resaltaba el nacimiento de la todavía incitante curva de la cadera. Sólo en las arrugas del cuello se le notaban los años.

Elena arqueó las cejas sorprendida y dijo un cumplido «cuánto bueno por aquí» al ver a los visitantes. Procuraba ocultar, con relativo éxito, el rencor que hormigueaba en sus labios, mientras besaba a su sobrino y estrechaba la mano del marido con marcada frialdad.

En el salón-comedor donde les hizo pasar todo estaba escrupulosamente limpio. Todo ordenado.

Alejandro echó un vistazo a sus cuadros. Se paró delante de un Mir primera época, adquirido algunos años antes en una subasta de «Gobero». Luego preguntó por la hija menor, Marta.

—Ha salido con una amiga —dijo Elena. Y replegó los pies bajo el asiento en un instintivo movimiento de autodefensa—. Estaba citada con ella desde ayer.

Alejandro se encogió ligeramente de hombros.

—Pues dice José que ha sido ella la que ha cogido el teléfono. Se hubiera podido esperar un rato.

—Las chicas de hoy —ironizó sutilmente su mujer—, ya se sabe. Van a lo suyo. No es como en nuestra época. Si hay que dejar a alguien empantanado, pues lo dejan y en paz.

—Pero es que yo no soy ese alguien impersonal de quien hablas. Yo soy su padre y hace un siglo que no la veo.

José le cortó para ir directamente al asunto. Explicó a Elena lo que había sucedido con el hermano de Alejandro, si bien quitándole importancia. Dijo que, tanto Alejandro como él, consideraban la necesidad de sacarlo de Madrid cuanto antes.

—¿A ti qué te parece, tía?

—¿Yo? ¿Qué quieres que te diga?

—Podría venir aquí. A tu casa. Unos días solamente.

Elena le miraba a los ojos sin pestañear.

—¿Y cómo habéis pensado en mí? —preguntó avanzando la barbilla, en un gesto que revelaba desconfianza y, al mismo tiempo, una buena dosis de sagacidad. Y añadió—: Estás tú. Tú hermana Puri. Está tu tío Alejandro, que tiene un estudio muy hermoso para él solo, según me han contado. ¿Por qué tendría que esconderse aquí?

Alejandro dijo que no se trataba exactamente de esconderse. Añadió que José era militar, y su mujer no quería que el padre le comprometiera.

—Purificación, bien lo sabes, no está bien con su padre. En cuanto a mí, el estudio es muy pequeño. Y a veces creo que me vigilan.

—Ya —exclamó Elena. Y cruzó los brazos como quien da a entender que no acostumbra a comulgar con ruedas de molino.

Sentada en el canto del sillón, con las piernas recogidas y los brazos cruzadog0 Elena era la encarnación de la desconfianza. Como tantas veces le había sus largos años de convivencia con ella, a Alejandro le pareció la fiera alerta que espera la distracción de su víctima para saltar sobre su cuello.

—Yo quiero mucho a tu padre —dijo ella con un dejo doliente en la voz—. Quizá porque piensa en muchas cosas igual que yo. Quieto decir que no es amante del modernismo. Su casa, sus creencias religiosas, el orden. Ya sabes a qué me refiero. Además, es muy agradable. Simpático. Y siempre se portó conmigo muy bien. Lo sabéis los dos.-Miró a su marido con gatería—. Quiero a Carlos, porque se lo merece.

Recogió estudiadamente una pequeña hebra de hilo blanco pegada a su falda y continuó con la mirada fija en la floreada alfombra.

—Pero, la verdad, no estoy en condiciones de alojarlo aquí, en casa.

—Te sobran habitaciones —replicó vivamente su marido.

—No se trata de eso, hombre. Hay que pensar que cada persona es un mundo. Yo me he criado, o me han criado, lo mismo da, en un mundo Heno de prejuicios. Lo reconozco. Pero es así. Y soy demasiado vieja para cambiar. Quiero decir que no me parece nada bien que una mujer separada tenga un hombre en su casa. Aunque se trate de su cuñado. Además, están los vecinos. Mis propias amigas. No puedo echarlas a la calle. Tenéis que haceros cargo.

Levantó la cabeza.

—Así que, sintiéndolo mucho, no me es posible ayudaros. Aparte de que la cosa no tiene pies ni cabeza. ¿Por qué iba a decirle yo que necesito que venga urgentemente? Si no es verdad. ¿Qué pensaría luego él? ¿Que ninguno de sus hijos quería tenerlo en casa? ¿Ni siquiera su hermano? No, no. De ninguna manera.

Se levantó y juntó las palmas de las manos en actitud exculpatoria.

—Perdonadme —exclamó sonriendo con cierta candidez fingida—. No os he ofrecido nada. ¿Algo de beber? A los hombres os gusta. ¿Un güisqui? Me regaló una botella Páez, el abogado. Por cierto —dijo mirando a su marido—, le llamé el otro día para que me pusiera en contacto contigo y, como no te encontraba, él llamó a su vez a un amigo tuyo. Uno gordo que parece un príncipe ruso. ¿Te dijo algo?

Alejandro mintió descaradamente.

—No. No sé nada.

Ella le miró de reojo y preguntó:

—Entonces, qué. ¿Os traigo el güisqui?

Aceptaron el güisqui de Páez. Cuando Alejandro se quedó solo con su sobrino, alzó las cejas.

—Ya lo estás viendo —exclamó—. No hay quien derribe esa muralla de cazurronería.

José manifestó su extrañeza.

—Tiene madera de diplomática sudamericana —dijo.

—Es muy suya la Notaría. Demasié.

Mientras tomaban la copa, Elena preguntó cortésmente por Sofía y los niños. Se notaba en su forma de expresarse que obedecía a fríos esquemas mentales aprendidos en una fría clase de urbanidad a cargo de una no menos fría y melindrosa monjita.

Alejandro apresuró la despedida. Cuando tomaron el ascensor, hizo una profunda inspiración como quien se libera de algo opresivo.

—¡Creí que me ahogaba! —exclamó. Y propuso a su sobrino—: ¿Por qué no vamos a tomar otra copa? Creo que me hace falta.

José le invitó a la fiesta que daba Torroellas.

—Sofía está allí. Aunque no lleguemos a la cena, tanto da. Tomaremos algo con los demás.

Los ojos de Alejandro sonrieron.

—Vamos allá.

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