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Hasta que no tuvieron sus manos encima no oyeron las voces de sus opresores. En seguida, la luz de las lámparas sobre sus caras, dilatando sus pupilas.
Oyeron una voz.
—¡El Mico es, cabo! Tenía usted mucha razón.
—Pues yo a éste no lo conozco. Nunca lo he visto por aquí. ¡Arriba, gandules!
Los bajaron al pueblo por una calle estrecha y empinada que daba a la Plaza de la República, donde estaban las dependencias del Juzgado y la cárcel. A pesar del agua que caía, algunos curiosos les esperaban en las aceras. Se protegían de la lluvia en los portales y debajo de los balcones.
Un muchacho de la edad de Tito corrió hacia Goyo, el cabo de los Municipales.
—A éste suéltelo, Goyo —dijo refiriéndose a Tito—. Yo respondo por él.
Goyo lo apartó de un manotazo.
—¿Y por ti quién responde?
—Soy el hijo de Carreño. El repartidor de Telégrafos.
—Pues síguenos.
En el retén de Policía les dieron mantas viejas para que se secaran. Se habían quitado las ropas y temblaban los dos. De frío y de miedo. Alguien dijo que el río bajaba crecido, y el jefe corrió desnudo hacia donde estaba Goyo.
—Tengo a mi hermano abajo, en el río —gritó descompuesto—. A ver si se lo lleva la corriente.
—Pero ¿qué diablos hace su hermano allí?
—Está herido.
—¿Se ha caído del puente?
—No. Lo he dejado allí porque se desangraba. Tiene un boquete en el píe sano.
En aquel momento les llegó desde la puerta la voz del Cojo.
—Joaquín. ¡Estoy aquí!
Carreño le hizo entrar tras un rato de forcejeo. El Goyo, mientras, amenazaba a los detenidos.
—Habéis tenido al pueblo en vilo —explicaba paseando por el cuartelillo—. Una mujer os vio desde el otro puente y vino a avisar. ¡Menuda función de circo nos habéis dado, granujas!
Se volvió hacia Carreño y el Cojo, que acababan de entrar.
—¿Qué te pasa a ti, mal bicho?
—Me he cortado con un vidrio —respondió el Cojo temblando.
—Tú, Uris —ordenó el cabo al guardia—. Llama en seguida al practicante. Y tú, a ver qué decías. ¿Quién es este andova?
Carreño dio a conocer la identidad de Tito. Insistió en que Goyo le dejara en libertad, pero el cabo se negó en redondo.
—Tengo que detenerlos —decía muy serio—. Es delito de alteración del orden público. ¿O no estaba medio pueblo en el puente? Ni siquiera dejaban pasar los coches.
Esto no es cosa mía —seguía diciendo Goyo, como para tranquilizar su conciencia— Mañana se las entenderá el señor juez con ellos. Pero si fuera yo, les metía en la cárcel para toda la vida. ¡Cadena perpetua, si señor!
El cabo se quedó plantado frente a Joaquín el Mico.
—¿Sabes que han atrapado a tu padre?
El otro miraba sin pestañear. Le temblaban los labios y la barbilla. Tenía la frente sudada.
—En un pueblo llamado Medina-Sidonia —continuó el cabo—. Dicen si estaba complicado en lo de esos revolucionarios, pero yo no me lo creo. La prueba es que estaba en un corral de gallinas cuando la Guardia Civil le echó el guante. Lo suyo es eso —hizo un rápido ademán con las puntas de los dedos—: la ratería. Tiene las uñas muy afiladas.
El Cojo, que se había sentado en un rincón, en el suelo, replicó que su padre no era un ladrón.
—¿No? Pues ya me dirás qué es. Porque yo no le veo de la pasta del Seisdedos. Ese infeliz al menos luchaba por un ideal.
—¡Y mi padre también! —gritó el Cojo—. Por eso le culpan todos los robos de por aquí. Pero él dice que los ladrones son ellos.
Tito seguía la trifulca en silencio. Observaba al Cojo, cada vez más engallado, y al cabo de los Municipales, que a su vez, le miraba despreciativamente. Preguntó a Carreño quién de los dos tenía la razón.
—No lo sé. Mi padre dice que aquí nadie le da trabajo. Ni los burgueses, ni los republicanos, ni los socialistas. Nadie. Era anarquista, pero el Canuto lo echó. Creo que está medio loco.
—¿Y tú qué hacías con éstos?
Se encogió de hombros.
—Estábamos jugando.
—¿A pasar el puente?
—La culpa ha sido mía. Empecé yo y Joaquín me siguió.
—¿El Mico? Pero si es un gallina. Todo es fachenda. Mírale ahora, la cara de miedo que pone. En cambio su hermano, ése sí que los tiene bien puestos. Fíjate en él.
Desde su rincón, el Cojo seguía defendiendo a su padre. Hablaba a voz en grito, y tenía los músculos del cuello tensos como cuerdas de guitarra.
Cuando Carreño vio que el cabo se disponía a hacer las diligencias del incidente, sugirió a Tito que avisara a su familia.
—Es lo mejor. Ése es capaz de meterte en el cuartelillo toda la noche. Y si se mete de por medio el juez, vas listo. Si quieres, voy yo.
Tito se encogió de hombros. Luego dijo que conocía al juez.
—¿Tú? ¿De qué?
—Viene a mi casa a veces. Con su mujer y un hijo grande que tiene. José Ignacio. Es amigo de mi hermano Juan. Y mi tío Críspulo es secretario del Juzgado.
—Pues díselo al Goyo. ¡Díselo!
—¿Y éstos?
—Que se las apañen como puedan.
—Si no salen ellos, yo tampoco.
En pocas palabras, Carreño explicó al cabo lo de la amistad de Tito con el juez. Dijo también que su tío era el Secretario del Juzgado.
—¿Cómo dices que se llama tu amigo?
—Acosta. Alejandro Acosta. Su padre es capitán de barco.
—Sé quién es.
En aquel momento entró el practicante. El Cojo le enseñó el pie y devolvió a Tito su pañuelo ensangrentado.
—Es tuyo —dijo. Y le sonrió.
Mientras el Cojo se dejaba inyectar, su hermano observaba. De pronto éste se desplomó en el suelo. Desnudo, puesto que la manta se le había caído, parecía más frágil. Tenía el cuerpo desnutrido, sucio de roña, y en las ingles resaltaban los bultos de los ganglios.
—Éste se ha desmayado al ver la banderilla —rió el practicante—. Agua fresca. Es lo mejor. ¿Qué han hecho? El cabo dijo evasivamente:
—Nada de particular. Una de las suyas.
Luego preguntó a su subordinado si se habían secado las ropas.
—Mejor que estaban sí están.
—Pues os vestís. Y os largáis de aquí los tres. Pero la próxima vez que os pesque vais a saber lo que es bueno.
Finalmente miró a Tito y le volvió la espalda. # Carreño se encogió de hombros. Dijo en voz baja:
—A lo mejor, no quiere que se entere el practicante de lo que ha pasado. Es muy amigo de tu tío. Y un cotilla.