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Alejandro sentía el golpeteo de su sangre en las sienes. Ahora estaba seguro de que, llevado de su buena fe y del entusiasmo que había producido en él la agonía del franquismo, había estado haciéndole el juego.
Se levantó y empezó a pasear por su despacho. Había descubierto que su actitud estaba siendo abiertamente antidemocrática. Incluso inhumana. Tres años después de la caída de la dictadura, mientras él disfrutaba de una holgada posición económica, que le proporcionaban los artículos y libros que escribía contra el «capitalismo opresor», muchos compatriotas suyos pasaban hambre precisamente porque tipos como él negociaban con su ignorancia. En lugar de luchar codo a codo con ellos, vivían a su costa.
Pensó en los más astutos, gentes como Muñiz, que utilizaban el crédito profesional de su firma como maniobra de distracción, sin perder de vista el giro a la derecha que se estaba produciendo en el país. Eran plumas muy conocidas. Plumas que se habían acreditado con el franquismo y que, tras unos escarceos con la democracia y sacar el carnet de una sindical o de un partido de izquierdas, firmaban artículos demoledores que publicaban en revistas caras, sólo al alcance de adinerados o de ejecutivos. En los de carácter político, hacían una cultura marxista superficial empedrada de tópicos mezclados con tacos y algún que otro término pasota, con lo cual contribuían a esterilizar el pensamiento colectivo y a confundir a la masa obrera. Se aislaban conscientemente de la realidad sociopolítica del país, encerrándose en sus bellos palacios de palabras. Oreaban un mundo irreal, una nave de locos en la que se iban distanciando de la tierra donde crece lo auténtico, que es el pueblo. Aquellos intelectuales de la transición, periodistas, profesores, ensayistas o historiadores, que tomaban partido por los desheredados según confesaban, cambiaban de coche cada dos por tres, atendían con excesiva largueza a los gastos familiares, si no con ostentación, pagaban cien mil pesetas mensuales por el alquiler del apartamento que compartían con la querida. Y él, Alejandro, era uno de ellos. Otro desaprensivo en la interminable lista.
En el extremo opuesto figuraban los lectores de ABC, El Imparcial o El Alcázar, con cañita y langostinos en «Cosmos» frente al Blanco y Negro de después de la misa de once en la parroquia con la familia. Aquella gente de fino bigotito y temo impecable, o chaquetón de ante, que aparcaba el «Mercedes» o el «Dodge d'Art» en la replaceta de la catedral de provincia o cerca de la parroquia del barrio residencial, era el gran milagro de Suárez, porque en pocos años había pasado de ser clase media de un país hambriento a burguesía de un país que había toreado el toro de la democracia por chicuelinas parlamentarias y consensos moncloísticos. La estocada era profunda. Un bajonazo en la conciencia democrática del país. Ahora, pensaba Alejandro, sólo quedaba apuntillarlo con la crisis económica en puertas, que acabaría por poner a cada hombre en su lugar y a cada España en su trinchera.
Alejandro seguía de pie en la oscuridad. Inmóvil con las manos en los bolsillos del pantalón y el cigarrillo colgando de los labios. El descubrimiento de lo bajo que había caído le convertía en una estatua de sal. Rígida, insensible.
Volvió en sí al oír la llamada del teléfono. Con movimientos automáticos encendió la lámpara que tenía en la mesa de escribir y descolgó. Era su sobrino Pepe, el hijo de su hermano Carlos, que necesitaba hablar urgentemente con él. «Se trata de mi padre —decía la voz—. Acaban de informarme de que anda metido en un asunto muy peligroso. Perdona, pero por teléfono no puedo decirte nada más.»
Tras haber concertado una cita con él, colgó. Había decidido ayudar a su hermano. Pero comprobó entristecido que su suerte no le preocupaba lo más mínimo.