20
Rompía el día cuando salieron de ver a Nena. La madre del Xavi dejó el sonajero sobre el revellín de la chimenea con un cuidado casi reverencial.
Se volvió hacia su hijo y dijo con voz velada:
—Es tarde, Xavier, y el taxi nos está esperando.
Los mil chismes de la destartalada pieza se bañaban en la luz descolorida del alba. Parecían objetos soñados, como pertenecientes a un mundo fantasmal. El patito Feo empezó a parpar insistentemente. Daba apresuradas carrerillas y de repente se paraba, giraba la cabeza en todas direcciones, como si buscara a alguien, y echaba a correr de nuevo. En el llar bajo de la chimenea se consumían unas brasas opalinas forradas de espuma de ceniza. Del fondo del oscuro corredor llegaba una tos de mujer.
La madre del Xavi miró en aquella dirección. La joven que salía llevaba puesto un albornoz azul descolorido y se encogía friolera. El pelo, claro y cardado, minimizaba su cara, de facciones pequeñas y graciosas.
—Es Cristina —dijo el Xavi a su madre.
Cristina levantó una mano y dijo simplemente hola. Luego se quedó mirando a Feo, que había corrido aleando hacia ella.
—Me voy a cabrear contigo —le dijo al animal—. Cada día lo haces peor.
Se volvió hacia la madre del Xavi.
—Es nuestro despertador. Pero adelanta.
El Xavi dijo a Cristina que se iba a la ciudad.
—Voy de mesero.
—¿Y eso qué es?
—No sé. A una mesa de ésas en las que vota la gente. Mi madre ha venido a traerme la buena nueva.
—Mira qué bien. ¿Has visto el bote de los caracoles?
Cristina buscó con la mirada hasta que descubrió una lata mediada de caracolillos viscosos. Tomó un puñado y los aplastó entre dos piedras llenas de babas. Llamó a Feo, que acudió más volando que corriendo.
—Toma, hijo.
Feo empezó a engullir atropelladamente, con verdadera gula. Entonces Cristina le quitó los caracoles de delante.
—¡Te vas a ahogar, so bestial
Feo protestó, y Cristina tuvo que devolverle lo que le había robado. Luego avivó las brasas y puso un gran perol de azogue sobre las trébedes.
—¿Usted quiere una taza de té moro? —preguntó a la madre del Xavi.
—No, hija. Gracias. Acabo de tomar café con leche en casa.
Ante el asombro de la madre, Cristina le echó los brazos al cuello al Xavi.
—Tienes mala cara —dijo.
—A ver.
—Pues hay que arreglar eso.
Cristina buscó en un rincón y volvió con una caja con pequeños botes de pintura y pinceles. Se acercó con el Xavi a un ventano, por el que entraba una luz ligeramente rosada, y le pintó una margarita roja en la frente.
—Ahora está mejor —rió satisfecha de su obra.
El Xavi le dio una palmada de gratitud en las nalgas.
—Gracias, guapa. La verdad es que me encuentro mejor.
La cogió de la manga antes de que se alejara.
—Oye, a Nena no le des ningún chupa-chups. Me la estropeas. El chupa es un premio. La dejas que tome el sol. Si chilla demasiado, te pones algodones donde tu sabes. No vayas a equivocarte de «bujerito».
La madre del Xavi les observaba con la boca abierta. Estaba de pie junto a la puerta, y no se le ocurría nada. Encontraba todo aquello tan anormalmente natural, que no sabía qué hacer ni qué decir. En aquel momento salió un joven alto, flaco y barbudo. Llevaba una melena larga que le caía sobre la toquilla de lana gris con que cubría sus hombros. Saludó al cocodrilo disecado en primer lugar y luego a la madre del Xavi.
—Perdone, señora —se disculpó—. No la había visto.
—Es mi madre —dijo el Xavi, que se había puesto un chubasquero azul y en aquel momento se encasquetaba una gorra de plato.
El joven dijo que iba a regar las plantas y salió corriendo a la era. Cristina protestó;
—Lo malo es que lo dice y lo hace. Mea ahí, en las margaritas. Y me las seca.
Las quema.
El Xavi tomó a su madre del brazo.
—¿Qué, nos vamos?
Pellizcó su barbilla.
—¡La Patria nos llama!
Levantó el brazo y gritó:
—¡Viva el Cuarto de Caballería!
Se volvió hacia Cristina.
—¿O es el Quinto?
Cristina levantó un hombro y le envió un beso telegráfico frunciendo los labios.
Habían salido a la era. La madre del Xavi le miró perpleja.
—Pero ¿vas a presentarte así al presidente de la mesa?
—¿Cómo?
—Pintarrajeado como un indio. Y con esa ropa.
—No hay ninguna ley electoral que lo prohíba. Si me echan, pues me iré. Pero no podrán decir que no me he presentado.