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Eugenia le había dicho: «Estás en lo cierto. No razono. Tú eres mil veces mejor que yo. Pero ¿cómo evitarlo? Dímelo tú. Sé que seguirte hasta tu propia casa fue una locura. Mi deber es observar una línea de conducta lógica, coherente. No me está permitido mezclarme en tu vida. Y ahora mismo, mientras hablo contigo, sé que no debo ser la causa de que pierdas el afecto de los tuyos. Lo sé, Alejandro. Pero cuando tú no estás no sé qué hacer para volver a tu lado.
»No razono. No sé razonar. He olvidado eso que la gente llama sensatez. O cordura. O dignidad. Lo que tú quieras. He perdido todas esas cosas a mitad de camino entre mi soledad de antes, una soledad de corcho, y la de hielo que me ofreces ahora como regalo de despedida. ¡Qué le vamos a hacer!»
Ahora Alejandro recordaba las palabras de Eugenia en el camarote. Tenía en la mano la carta de la mujer, en la que le contaba la aventura de Tito, y estaba viendo entre sus renglones la cara de Eugenia. Pálida. Más delgada. Con la mirada inquieta y una mueca extraña en los labios.
Había ido a verla a su casa, en Sevilla, hacía de esto más de dos años. Quería disculparse por la brusquedad con que la trató en «El Mirador» y, al mismo tiempo, despedirse de ella.
Recordó la escena. Aquella tarde de setiembre, el sol que se reflejaba en el enlosado y en los claros azulejos del zócalo convertía la sala en una especie de fanal iluminado. Eugenia iba y venía del balcón entreabierto a la mesa de centro, sobre la que había un búcaro de porcelana azul con un ramo de claveles blancos. Llevaba un salto de cama claro y se había echado sobre los hombros un peinador transparente. Todo era irreal, difuso, inconcreto. Eugenia parecía flotar en aquella luz pálida, y al mismo tiempo brillante, en la que hasta los objetos más vulgares adquirían una dimensión extrasensorial. Alejandro oía sus palabras —«No razono. Tú eres mil veces mejor que yo»—, como si también ellas formaran parte del mundo irreal que los envolvía. A contraluz, cuando Eugenia ocupaba la zona del balcón por la que entraban los rayos de sol» su cuerpo adquiría la apariencia de un ser incorpóreo. Un fantasma de contornos imprecisos como los que dicta un sueño. Después, cuando salía del área iluminada y se alzaba hacia el centro, los ojos de Alejandro apenas lograban distinguirla, cegados como estaban por la llamarada de aquel sol extraño, muy rojo, que cruzaba la habitación parte a parte. Entonces la figura de Eugenia desaparecía. Sólo quedaba un limbo resplandeciente y cegador, en el que la voz de ella resonaba como si fuera un eco lejano. La voz de Eugenia —«Nosotros nos conocimos antes de venir a este mundo»— y aquella luz mágicamente deslumbrante, habían de permitir que, con el tiempo, Alejandro tuviera la sensación de que aquella tarde no había existido.
¿Había sido, en efecto, un sueno? ¿Soñó Alejandro, no sólo la escena en casa de Eugenia, cuando la vio por última vez, sino toda aquella historia de amor? ¿Existía Eugenia, su cuerpo lleno, blanco, vibrante, o se la había inventado él, del mismo modo que su hijo pequeño se inventaba a las personas? Alejandro introdujo la carta de su mujer en el sobre y la guardó en la oscura carpeta-escritorio que había sobre su mesa. Pensó que se había hecho viejo y que había llegado el momento de retirarse. Una butaca de mimbre al sol en «El Mirador» era lo único que le apetecía. Una butaca desde la que vería el mar, otro sueño que se disipaba, y en la que podría ver crecer los sueños de Tito mientras los suyos se apagaban.