4

Era incomprensible. Desde que conoció a su mujer, pronto haría treinta años, siempre se había hallado dispuesto a defender su honor aun a riesgo de la propia vida. Y sin embargo el ofensor era él. Por si fuera poco, la ofendía con la mujer más exquisita que había conocido nunca y a la que amaba por encima de todo.

Alejandro miraba a Eugenia con una vaga tristeza en la expresión del, quería establecer comparaciones. No habría podido. Beatriz compendiaba la vida de los dos. Era el puente tendido entre el hogar de sus padres y el que no tardarían en formar sus hijos. Sostenía sobre sus débiles hombros el peso de tres generaciones. Eugenia, en cambio, era la compañera perfecta y, a la vez, el desamparo que exigía calladamente su amor para no morirse de pesadumbre, sola, precisamente cuando declina la vida. Él no se había acercado a Eugenia en busca de simple ratos de placer. Eran banalidades que, a su edad, tenía superadas. Alejandro había sido atraído fatalmente por ella sin que existiera por parte de ninguno un propósito deliberado. Seguía experimentando el mismo asombro cada vez que la veía, de vuelta de un viaje. Cuando oía su voz o aspiraba el inconfundible aroma de su piel. Por otra parte, necesitaba ver su cuerpo desnudo. Tomarlo en brazos. Poseerlo deleitosa y tiernamente al mismo tiempo. Necesitaba sus desfallecimientos íntimos. Ver la dulzura que había en su rostro al final, cuando los pulsos se serenan de la excitación frenética que derrama en las venas el placer y que, en ella, adquiría una forma especial de sosiego íntimo que parecía sacralizar el acto carnal.

El lugar donde se habían sentado, ante una mesa redonda de tablero de mármol y armazón de hierro colado, era tranquilo. Delante de ellos, en el arroyo, correteaban algunos niños de mediana edad. Llevaban casi todos amplios delantales rayados con el cuello y las vueltas del puño azul marino. A veces pasaban pequeños grupos de cigarreras con sus inconfundibles blusones sueltos. Las muchachas seseaban y en su parla había algo de la sonora alegría que pone el jilguero libre en su canto.

Eugenia puso una mano sobre la de él. Por primera vez desde que se conocían, el contacto produjo en Alejandro un efecto singular. Como si fuera la mano de otro ser. De una mujer desconocida.

—¿Estás preocupado? —preguntó ella.

Alejandro apretó entre los suyos aquellos dedos frágiles, que se entregaron. Necesitaba deshacer el equívoco. Borrar la sensación de la mano extraña a la suya. Sentir que con ella recogía como siempre toda la esencia del cuerpo de Eugenia.

Ella insistió:

—¿Qué te pasa?

Él repuso mirándola a los ojos:

—Lo nuestro. No sé cómo va a acabar.

Trataba de fijar en la memoria los labios de ella, la curva de las cejas, que se arqueaba ligeramente hacia las sienes dejando un horizonte abierto al mensaje de su mirada inteligente y franca.

Ella quiso bromear.

—Tendremos el divorcio, ¿no?

Sorprendida por la frivolidad de sus propias palabras, retiró la mano.

—Perdona. No he querido decir eso.

—Lo sé. Lo mismo que tú sabes que no me divorciaría de mi mujer. Nunca me dio motivos.

Suspiró.

—Y aunque lo hubiera hecho. Yo me debo a mis hijos por encima de todas las cosas. Y los hijos necesitan un hogar unido. Sólido.

—Lo comprendo.

Eugenia murmuró:

—Además, yo tampoco te pediría nunca que te divorciaras. Ni lo aceptaría aun viniendo de ti.

—¿Qué quieres decir?

—Que aunque me lo propusieras tú, no toleraría que deshicieras tu hogar. Antes renunciaría yo.

En la pausa que se había abierto les llegaba desde la radio de la heladería las últimas informaciones sobre él resultado del escrutinio electoral. La voz del locutor daba cuenta del triunfo de la coalición republicano-socialista.

Alejandro comentó:

—Como habrás oído, lo que nació siendo una República burguesa se ha convertido en una República de socialistas. Ahora son las izquierdas más rabiosas las que mandan aquí.

—Pero la derecha sigue firme en su sido.

—Poca cosa. El Partido Agrario y el Vasconavarro. Sin contar eso que empieza a llamarse Acción Nacional. Que no creo que vaya a ninguna parte.

—En política, y sobre todo si es española, nunca se sabe lo que puede pasar.

—Ahora siento más que mi profesión me tenga alejado de los hijos. Necesitan alguien que les oriente. Se acercan tiempos de confusión. ¿Te be dicho que los he mandado al pueblo?

—No. No me lo habías dicho.

—Precisamente habrán llegado hoy. Todos menos Carlos y Juan, que se han quedado para terminar el curso. Ya ves, son hermanos, y mientras d mayor parece que se inclina hada las ideas del orden, d Carlos se me ha hecho republicano. ¡Un republicano en la familia!

Sonrió irónico:

—Claro que sólo tiene quince años. Y es un torbellino. En cuanto a la mayor, la ronda un sargento de Asalto. ¡Ya ves cómo está el mundo!

Estaban allí. De repente los hijos se habían interpuesto entre ella y Alejandro y habían roto el encanto que les unía cuando estaban realmente solos. Carlos, Juan, la hija... Eugenia se sintió perdida, pero trató de evitar que él descubriera su pena.

—¿Y tu mujer? ¿Cómo está de los nervios?

—El médico dice que no tiene nada. Supongo que ahora se repondrá. En d pueblo se siente otra mujer. Más firme. Más segura de sí.

—¿Crees que sospecha lo nuestro?

—No. No puede saberlo de ningún modo.

Prendió el cigarrillo, que se le había apagado.

—Lo que no me sorprendería es que lo intuyera. Beatriz ve venir las cosas de muy lejos. Sobre todo si son malas. Posee un sexto sentido para adivinarlas. Es como estar en posesión de una facultad premonitoria. De anticipación. Ahora por ejemplo, con estos últimos cambios políticos, únicamente augura violencia y sangre. Y ya estás viendo la sangre que habéis tenido aquí. Por cierto, ¿qué ha ocurrido en tu casa de Jaén?

Eugenia explicó que lo poco que conservaba en aquella provincia no había sufrido daño.

—Lo cual no significa que los demás propietarios hayan tenido mi misma suerte. Los hay que se han arruinado. Sabes que los jornaleros han abandonado la recolección. Y los ganados, un desastre. ¡Hay miles de reses muertas de hambre y de sed! Y luego los incendios, las destrucciones. Aquí en la provincia ha sido horrible. Por mucho que diga la Prensa, se queda corta. Hasta las acequias han destruido. Bastos Ansard habló no hace mucho por radio de todo esto.

—¿Quién es Bastos Ansard?

—El nuevo Gobernador. Pero hay algo en lo que no estoy de acuerdo con él. Conozco mi tierra. Y a sus gentes. Y sé que los hombres del campo viven peor que los animales. ¿Tú crees que hay derecho a que en pleno 1931 sigan comiendo hierba? ¿Que sean todos analfabetos? ¿Que no tengan en la choza ni un mal retrete? ¡Y agua corriente, ni soñarlo! ¿Crees que es justo que sólo tengan jornal, y un jornal de miseria, cuarenta o cincuenta días al año? Bastos Ansard puede decir lo que quiera contra los anarquistas. Pero cuando la gente vive en estas condiciones no se le puede prohibir que píense en una Arcadia feliz en la que todos sean iguales. En la que no falta el pan ni d trabajo y la gente aprenda a leer y a escribir. Que no les extrañe, pues, que traten de llegar a esa Arcadia destruyéndolo todo antes. Yo te juro que haría lo mismo.

»Tú fíjate en un detalle. Los cuarteles de la Guardia Civil que hay a la entrada de los pueblos son a veces mis grandes que los mismos pueblos. Los guardias están al servido del rico. Tienen, además, guardas y aperaores. Los señoritos, al Casino. A jugar, a emborracharse y a buscar queridas. Y la gente del campo viviendo en las cuevas. Si se revuelven como bestias es porque se sienten tratados como bestias. Esto está teñido con el espíritu evangélico, por eso no pueden ver a los curas. ¡Ni pintados!

Alejandro dijo que, en efecto, el gobernante necesita más humanidad de la que demostraba con sus actos.

—Pero no me negarás —añadió— que sin mano dura no se puede gobernar. Esta República, ya lo verás, acabará con todo. Va a ser la ruina de España para largos años. Y la perdición de los españoles. De los ricos y de los pobres. De todos. Porque de lo que pase todos tendremos la culpa.

Como se había hecho tarde —Eugenia había salido de su casa sin dar instrucciones al servido—, decidieron tomar un coche de punto. En Sevilla, Alejandro los prefería a los ruidosos taxis.

Generaciones
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml
sec_0127.xhtml
sec_0128.xhtml
sec_0129.xhtml
sec_0130.xhtml
sec_0131.xhtml
sec_0132.xhtml
sec_0133.xhtml
sec_0134.xhtml
sec_0135.xhtml
sec_0136.xhtml
sec_0137.xhtml
sec_0138.xhtml
sec_0139.xhtml
sec_0140.xhtml
sec_0141.xhtml
sec_0142.xhtml
sec_0143.xhtml
sec_0144.xhtml
sec_0145.xhtml
sec_0146.xhtml
sec_0147.xhtml
sec_0148.xhtml
sec_0149.xhtml
sec_0150.xhtml
sec_0151.xhtml
sec_0152.xhtml
sec_0153.xhtml
sec_0154.xhtml
sec_0155.xhtml
sec_0156.xhtml
sec_0157.xhtml
sec_0158.xhtml
sec_0159.xhtml
sec_0160.xhtml
sec_0161.xhtml
sec_0162.xhtml
sec_0163.xhtml
sec_0164.xhtml
sec_0165.xhtml
sec_0166.xhtml
sec_0167.xhtml
sec_0168.xhtml
sec_0169.xhtml
sec_0170.xhtml
sec_0171.xhtml
sec_0172.xhtml
sec_0173.xhtml
sec_0174.xhtml
sec_0175.xhtml
sec_0176.xhtml
sec_0177.xhtml
sec_0178.xhtml
sec_0179.xhtml
sec_0180.xhtml
sec_0181.xhtml
sec_0182.xhtml
sec_0183.xhtml
sec_0184.xhtml
sec_0185.xhtml
sec_0186.xhtml
sec_0187.xhtml
sec_0188.xhtml
sec_0189.xhtml
sec_0190.xhtml
sec_0191.xhtml
sec_0192.xhtml
sec_0193.xhtml
sec_0194.xhtml
sec_0195.xhtml
sec_0196.xhtml
sec_0197.xhtml
sec_0198.xhtml
sec_0199.xhtml
sec_0200.xhtml
sec_0201.xhtml
sec_0202.xhtml
sec_0203.xhtml
sec_0204.xhtml
sec_0205.xhtml
sec_0206.xhtml
sec_0207.xhtml
sec_0208.xhtml
sec_0209.xhtml
sec_0210.xhtml
sec_0211.xhtml
sec_0212.xhtml
sec_0213.xhtml
sec_0214.xhtml
sec_0215.xhtml
sec_0216.xhtml
sec_0217.xhtml
sec_0218.xhtml
sec_0219.xhtml
sec_0220.xhtml
sec_0221.xhtml
sec_0222.xhtml
sec_0223.xhtml
sec_0224.xhtml
sec_0225.xhtml
sec_0226.xhtml
sec_0227.xhtml
sec_0228.xhtml
sec_0229.xhtml
sec_0230.xhtml
sec_0231.xhtml
sec_0232.xhtml
sec_0233.xhtml
sec_0234.xhtml
sec_0235.xhtml
sec_0236.xhtml
sec_0237.xhtml
sec_0238.xhtml
sec_0239.xhtml
sec_0240.xhtml
sec_0241.xhtml
sec_0242.xhtml
sec_0243.xhtml
sec_0244.xhtml
sec_0245.xhtml
sec_0246.xhtml
sec_0247.xhtml
sec_0248.xhtml
sec_0249.xhtml
sec_0250.xhtml
sec_0251.xhtml
sec_0252.xhtml
sec_0253.xhtml
sec_0254.xhtml
sec_0255.xhtml
sec_0256.xhtml
sec_0257.xhtml
sec_0258.xhtml
sec_0259.xhtml
sec_0260.xhtml
sec_0261.xhtml
sec_0262.xhtml
sec_0263.xhtml
sec_0264.xhtml