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Era incomprensible. Desde que conoció a su mujer, pronto haría treinta años, siempre se había hallado dispuesto a defender su honor aun a riesgo de la propia vida. Y sin embargo el ofensor era él. Por si fuera poco, la ofendía con la mujer más exquisita que había conocido nunca y a la que amaba por encima de todo.
Alejandro miraba a Eugenia con una vaga tristeza en la expresión del, quería establecer comparaciones. No habría podido. Beatriz compendiaba la vida de los dos. Era el puente tendido entre el hogar de sus padres y el que no tardarían en formar sus hijos. Sostenía sobre sus débiles hombros el peso de tres generaciones. Eugenia, en cambio, era la compañera perfecta y, a la vez, el desamparo que exigía calladamente su amor para no morirse de pesadumbre, sola, precisamente cuando declina la vida. Él no se había acercado a Eugenia en busca de simple ratos de placer. Eran banalidades que, a su edad, tenía superadas. Alejandro había sido atraído fatalmente por ella sin que existiera por parte de ninguno un propósito deliberado. Seguía experimentando el mismo asombro cada vez que la veía, de vuelta de un viaje. Cuando oía su voz o aspiraba el inconfundible aroma de su piel. Por otra parte, necesitaba ver su cuerpo desnudo. Tomarlo en brazos. Poseerlo deleitosa y tiernamente al mismo tiempo. Necesitaba sus desfallecimientos íntimos. Ver la dulzura que había en su rostro al final, cuando los pulsos se serenan de la excitación frenética que derrama en las venas el placer y que, en ella, adquiría una forma especial de sosiego íntimo que parecía sacralizar el acto carnal.
El lugar donde se habían sentado, ante una mesa redonda de tablero de mármol y armazón de hierro colado, era tranquilo. Delante de ellos, en el arroyo, correteaban algunos niños de mediana edad. Llevaban casi todos amplios delantales rayados con el cuello y las vueltas del puño azul marino. A veces pasaban pequeños grupos de cigarreras con sus inconfundibles blusones sueltos. Las muchachas seseaban y en su parla había algo de la sonora alegría que pone el jilguero libre en su canto.
Eugenia puso una mano sobre la de él. Por primera vez desde que se conocían, el contacto produjo en Alejandro un efecto singular. Como si fuera la mano de otro ser. De una mujer desconocida.
—¿Estás preocupado? —preguntó ella.
Alejandro apretó entre los suyos aquellos dedos frágiles, que se entregaron. Necesitaba deshacer el equívoco. Borrar la sensación de la mano extraña a la suya. Sentir que con ella recogía como siempre toda la esencia del cuerpo de Eugenia.
Ella insistió:
—¿Qué te pasa?
Él repuso mirándola a los ojos:
—Lo nuestro. No sé cómo va a acabar.
Trataba de fijar en la memoria los labios de ella, la curva de las cejas, que se arqueaba ligeramente hacia las sienes dejando un horizonte abierto al mensaje de su mirada inteligente y franca.
Ella quiso bromear.
—Tendremos el divorcio, ¿no?
Sorprendida por la frivolidad de sus propias palabras, retiró la mano.
—Perdona. No he querido decir eso.
—Lo sé. Lo mismo que tú sabes que no me divorciaría de mi mujer. Nunca me dio motivos.
Suspiró.
—Y aunque lo hubiera hecho. Yo me debo a mis hijos por encima de todas las cosas. Y los hijos necesitan un hogar unido. Sólido.
—Lo comprendo.
Eugenia murmuró:
—Además, yo tampoco te pediría nunca que te divorciaras. Ni lo aceptaría aun viniendo de ti.
—¿Qué quieres decir?
—Que aunque me lo propusieras tú, no toleraría que deshicieras tu hogar. Antes renunciaría yo.
En la pausa que se había abierto les llegaba desde la radio de la heladería las últimas informaciones sobre él resultado del escrutinio electoral. La voz del locutor daba cuenta del triunfo de la coalición republicano-socialista.
Alejandro comentó:
—Como habrás oído, lo que nació siendo una República burguesa se ha convertido en una República de socialistas. Ahora son las izquierdas más rabiosas las que mandan aquí.
—Pero la derecha sigue firme en su sido.
—Poca cosa. El Partido Agrario y el Vasconavarro. Sin contar eso que empieza a llamarse Acción Nacional. Que no creo que vaya a ninguna parte.
—En política, y sobre todo si es española, nunca se sabe lo que puede pasar.
—Ahora siento más que mi profesión me tenga alejado de los hijos. Necesitan alguien que les oriente. Se acercan tiempos de confusión. ¿Te be dicho que los he mandado al pueblo?
—No. No me lo habías dicho.
—Precisamente habrán llegado hoy. Todos menos Carlos y Juan, que se han quedado para terminar el curso. Ya ves, son hermanos, y mientras d mayor parece que se inclina hada las ideas del orden, d Carlos se me ha hecho republicano. ¡Un republicano en la familia!
Sonrió irónico:
—Claro que sólo tiene quince años. Y es un torbellino. En cuanto a la mayor, la ronda un sargento de Asalto. ¡Ya ves cómo está el mundo!
Estaban allí. De repente los hijos se habían interpuesto entre ella y Alejandro y habían roto el encanto que les unía cuando estaban realmente solos. Carlos, Juan, la hija... Eugenia se sintió perdida, pero trató de evitar que él descubriera su pena.
—¿Y tu mujer? ¿Cómo está de los nervios?
—El médico dice que no tiene nada. Supongo que ahora se repondrá. En d pueblo se siente otra mujer. Más firme. Más segura de sí.
—¿Crees que sospecha lo nuestro?
—No. No puede saberlo de ningún modo.
Prendió el cigarrillo, que se le había apagado.
—Lo que no me sorprendería es que lo intuyera. Beatriz ve venir las cosas de muy lejos. Sobre todo si son malas. Posee un sexto sentido para adivinarlas. Es como estar en posesión de una facultad premonitoria. De anticipación. Ahora por ejemplo, con estos últimos cambios políticos, únicamente augura violencia y sangre. Y ya estás viendo la sangre que habéis tenido aquí. Por cierto, ¿qué ha ocurrido en tu casa de Jaén?
Eugenia explicó que lo poco que conservaba en aquella provincia no había sufrido daño.
—Lo cual no significa que los demás propietarios hayan tenido mi misma suerte. Los hay que se han arruinado. Sabes que los jornaleros han abandonado la recolección. Y los ganados, un desastre. ¡Hay miles de reses muertas de hambre y de sed! Y luego los incendios, las destrucciones. Aquí en la provincia ha sido horrible. Por mucho que diga la Prensa, se queda corta. Hasta las acequias han destruido. Bastos Ansard habló no hace mucho por radio de todo esto.
—¿Quién es Bastos Ansard?
—El nuevo Gobernador. Pero hay algo en lo que no estoy de acuerdo con él. Conozco mi tierra. Y a sus gentes. Y sé que los hombres del campo viven peor que los animales. ¿Tú crees que hay derecho a que en pleno 1931 sigan comiendo hierba? ¿Que sean todos analfabetos? ¿Que no tengan en la choza ni un mal retrete? ¡Y agua corriente, ni soñarlo! ¿Crees que es justo que sólo tengan jornal, y un jornal de miseria, cuarenta o cincuenta días al año? Bastos Ansard puede decir lo que quiera contra los anarquistas. Pero cuando la gente vive en estas condiciones no se le puede prohibir que píense en una Arcadia feliz en la que todos sean iguales. En la que no falta el pan ni d trabajo y la gente aprenda a leer y a escribir. Que no les extrañe, pues, que traten de llegar a esa Arcadia destruyéndolo todo antes. Yo te juro que haría lo mismo.
»Tú fíjate en un detalle. Los cuarteles de la Guardia Civil que hay a la entrada de los pueblos son a veces mis grandes que los mismos pueblos. Los guardias están al servido del rico. Tienen, además, guardas y aperaores. Los señoritos, al Casino. A jugar, a emborracharse y a buscar queridas. Y la gente del campo viviendo en las cuevas. Si se revuelven como bestias es porque se sienten tratados como bestias. Esto está teñido con el espíritu evangélico, por eso no pueden ver a los curas. ¡Ni pintados!
Alejandro dijo que, en efecto, el gobernante necesita más humanidad de la que demostraba con sus actos.
—Pero no me negarás —añadió— que sin mano dura no se puede gobernar. Esta República, ya lo verás, acabará con todo. Va a ser la ruina de España para largos años. Y la perdición de los españoles. De los ricos y de los pobres. De todos. Porque de lo que pase todos tendremos la culpa.
Como se había hecho tarde —Eugenia había salido de su casa sin dar instrucciones al servido—, decidieron tomar un coche de punto. En Sevilla, Alejandro los prefería a los ruidosos taxis.