18
Había una señora muy hermosa envuelta en un manto azul. La señora flotaba ingrávida sobre la montaña erizada de picos verdosos con las cimas nevadas. Al pie de la montaña se veía la boca oscura de una cueva y, delante de ésta, había una niña de rodillas con los brazos en cruz. Más abajo, un letrero con caracteres en negro ponía: «Destilerías Ros. Vinos y Licores.» Grapadas a la lámina colgaban de ésta unas hojas cuadriculadas con una cifra en cada cuadro. Encima de la primera línea horizontal, la del trazo más grueso, se leía el nombre del mes: noviembre. Mayúsculas.
Tito puso una silla debajo del calendario y se subió al asiento.
Llamó a su hermano:
—Carlos.
El rostro de la señora parecía de cera. Tenía las cejas arqueadas, la nariz recta, los labios muy delgados, sin sangre. Por debajo del manto asomaba su pelo, de un amarillo labioso que le recordó el canario de tía Isabel.
—Carlos.
La mano derecha de la señora, de la que colgaba un rosario de cuentas rojas y la crucecita dorada al final, era igual que la de los maniquíes expuestos en los sótanos de Noguera. En cambio el pie que asomaba por debajo de la greca dorada de la túnica era de un rojo azafranado y no tenía uñas.
—¡Carlos!
Le contestó la voz airada de su hermano, que estaba en la cocina.
—¿Qué tripa se te ha roto ahora? Toda la tarde aguantando al niño. Carlos, Carlos... ¡Ya está bien! Tito se enfurruñó.
—Se lo voy a decir a mamá.
—¿Qué le dirás?
—Que te estás comiendo el chocolate que manda la abuela. El bueno. Se congració con Carlos después de aceptar la media onza que le ofreció a cambio de su silencio.
—A ver, qué quieres.
—¿Por qué se llama calendario?
—Y yo qué sé.
Carlos miró la pastilla de chocolate.
—¿Por qué se llama esto chocolate? Pues tampoco lo sé. Pero sé que está muy bueno. Y me sobra con eso.
—¿Cómo sabemos el día?
Carlos le explicó a su modo el significado de los nombres y de los números.
—¿Y los de color rojo?
—Son los que no hacen colegio. Los domingos. Y las fiestas. Mira ahí. ¿Qué pone? Tito deletreó:
—Domingo.
—¿Lo entiendes ahora?
En seguida que su hermano desapareció se hizo la luz en el cerebro de Tito. Aquella hoja de papel rasposo era un pedazo de tiempo. Un mes. Por eso había solamente dos. Noviembre y diciembre. Los demás habían sido arrancados por Juan y habían aparecido más tarde colgados del gancho del retrete. Saltó al suelo desde la silla.
—¡Carlos, ya me lo sé!
La voz de su hermano le llegó desde el otro extremo del corredor.
—¿Ya? Pues enhorabuena.
Ahora, asido al canto de la mesa, Tito miraba al techo. Y era que le quedaba una duda: si el destino de las hojas de los calendarios era aparecer un día en los ganchos de todos los retretes del mundo.