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El diagnóstico del neurólogo era tranquilizador. Beatriz no tenía absolutamente nada. Si acaso, una debilidad general. Y exceso de preocupaciones, que probablemente exageraba su temperamento introvertido y su sensibilidad de pájaro. Vino quinado y unos calmantes era cuanto se necesitaba. Y distracción.
Los Acosta decidieron celebrarlo con una fiesta que darían a los íntimos la antevíspera de la marcha del padre. Pedro Cabanes, que había pasado a saludarles, fue el primer invitado. Prometió llevar con él a Luis y a Antonia, la menor. Otro de los invitados sería Sancho, compañero de curso de Juan. Era hijo de un médico, el doctor Barca, director de la Maternidad. Emerenciano recibió el encargo de invitar a los de la peña de «El Siglo». Los Acosta no tardaron en saber que acudirían todos. Incluso el solterón de Guillermo, a quien Beatriz llamaba Guillermo el Conquistador por las aventuras amorosas que contaba.
En el último instante se produjo un incidente que amenazaba con turbar la dicha que se prometían los Acosta. A instancias de su hermano Juan, Marta pidió permiso al padre para invitar a Lolita, la vecina de enfrente. La negativa de Alejandro fue rotunda. Alegó que él no conocía a los vecinos y que la fiesta era para íntimos. Juan, dolido, decidió no asistir. Replicó que tampoco nadie de casa conocía a Odette, y sin embargo asistiría a la fiesta. Odette era una francesita muy espabilada, amiga de los León. Su padre, representante de una firma francesa de cosmética, sostenía relaciones comerciales con el Banco del que Antonio León era apoderado, y las familias acabaron intimando.
Por último se llegó a un acuerdo. Beatriz invitaría a los Esteve, y por supuesto a su sobrina Lolita, siempre y cuando Juan hablara con ella lo imprescindible. Alejandro lo pensó mejor. La maniobra de la mujer zanjaba la cuestión y, además, iba a permitirle conocer a aquella Lolita que, según Marta, le había sorbido el seso a Juan.
Estaban hechas las listas, pero Alejandro temía que la reunión de los mayores resultara poco menos que un funeral.
Confió a la mujer sus aprensiones.
—La gente joven lo pasará bien. Pero nosotros, con media docena de carcamales nos vamos a aburrir como percebes. Creo que viene hasta el general Donderis.
Su mujer permaneció un instante pensativa. Luego propuso:
—¿Y si invitáramos a Gertrudis Selma? Está un poco loca, pero es muy animada, A ti te gusta.
—¿A mí Gertrudis? A mí no me gusta nadie más que mi mujer. Y déjate de monsergas.
Beatriz rió.
—Además, traería a la niña. Magdín.
Gertrudis Selma veraneaba en el pueblo de los Acosta, donde se conocieron una tarde de agosto en el balneario. Vivía de la aguja y de la corta pensión que le había dejado el marido, un funcionario del Ayuntamiento. Alejandro aprobó la idea. Encontraba admirable que en aquella rubia parlanchina existiera el empeño de educar a su hija en los mejores colegios de la ciudad, aunque tuviera que dejarse las pestañas en la costura. Admitía que en ocasiones resultaba pesada, pero no dejaba de reconocer el ingenio que demostraba en la conversación para animar el cotarro. Poseía, además, un fino sentido del humor que le hacía poco menos que indispensable en las reuniones sociales.
Magdín, la hija, era el reverso de la medalla. Callada, morenucha y débil, en su físico sólo tenía personalidad el flequillo, obra de la madre. Los ojos, redondos y pávidos, como de pez, y la boca, de labios finos y dientes algo encabellados, la hacían un sí es no es antipática a primera vista. El trato, en cambio, revelaba un carácter apacible, dado al ensueño, y una gran sensibilidad. Magdín, en efecto, no encontraba más aliciente a la vida que el de encerrarse en su cuarto y escribir versos.
Fueron, pues, a visitar a Gertrudis. Tan pronto como les hubo abierto la puerta del piso, la rubia teñida estampó dos sonoros besos en las mejillas de Alejandro.
—Pero qué guapo estás. ¿Cómo te las arreglas para seguir tan muchacho te?
Beatriz torció el gesto.
—Todo para él —bromeó—. ¿Y yo qué? ¿O tan poquita cosa soy que no me has visto?
Los rizos platino de la Selma bailotearon alegres sobre su frente arrugada.
—A ti te veo más a menudo, corazón. Pero deja que te bese. A propósito. Quería hablarte de una moda nueva que ha salido. Para la primavera. Vamos, que a tu chica le va a sentar de maravilla. Pensaba ir a tu casa.
—Pues vas a venir pasado mañana. Además, sin excusa.
Explicole lo de la reunión, y Gertrudis prometió no faltar.