18

Ahora, dos años después, estaba sentada frente a su padre en una mesa de «Giardinetto». Alejandro le dijo:

—Pero ¿tú sabes lo que has hecho, Marta? La gente que te rodea no es de fiar.

—Eso lo dirás tú.

—Es gente peligrosa, créeme. Defienden unos intereses sucios. A veces manchados de sangre. Cualquier día te meten en un fregado de no te menees. Ya has visto lo que ha pasado en el Papus.

—La organización no tiene nada que ver con eso.

—¿Y la matanza de los laboralistas de Atocha? ¿Tampoco vosotros tenéis nada que ver? Mira, cuando digo vosotros, y pienso que en ese vosotros, Incluyo a una hija mía, no sé qué es lo que haría. |No lo se, Marta! Por una parte me das mucha lástima, porque veo que te han utilizado. ¡Menudo éxito el de esa gentuza! Han conseguido atrapar a la hija de Alejandro Acosta, que seguramente echará pestes de su padre.

—Creo que te sobrevaloras. Lo que escribes por ahí interesa a muy poca gente. A personas como tú. A los de la capillita y a cuatro rojos. Nosotros tenemos nuestros órganos de Prensa. Ya sabes, El Alcázar, El Imparcial, las revistas de la organización, que no voy a nombrarte, porque las conoces. Lo tuyo, repito, no nos interesa.

—No digas cosas en las que no crees, Marta. Si lo haces, si lo sigues haciendo terminarás por asquearte de ti misma.

—Yo digo lo que me parece. Como tú.

—Estás resentida conmigo. No se necesita ser un lince para darse cuenta. Pero tu resentimiento, que puede ser justificado, aunque de eso tendríamos que hablar mucho, no te da derecho a enfangarte. No puedes ensuciar tu vida. Compréndelo. Esos de Fuerza Nueva y tantos como ellos, quieren impedir el proceso democrático. Bueno o no, no lo discutamos, pero que de momento es lo único que tenemos. Tratan de evitar que la Constitución sea una realidad. Por eso provocan a los militares. Para que la armen.

—Nosotros no provocamos a nadie.

—Sí, Marta. Sí. Toda esa gente que te rodea, como no tiene argumentos que esgrimir, utiliza la violencia, la coacción, la amenaza. Son los apocalípticos.

Los ojos de Marta chispearon.

—Nada de apocalípticos. Hablan, y actúan, en función de la realidad política que observan. No engañan a nadie. Ni, por supuesto, a ellos mismos.

—No irás a negarme que tus compañeros de viaje, y repito que me da lástima incluirte entre ellos, siembran el pánico entre la gente.

—Perdona, pero no somos nosotros precisamente los que matamos a los guardias civiles. Ni a los generales. Ni a jueces y magistrados. Ni pretendemos desmembrar a España, como hace ETA, ni calentamos los cascos a los trabajadores para que no trabajen. Ni glorificamos los paros, las huelgas, las manifestaciones. Eso lo hacen periódicos y revistas en los que tú colaboras. Mucho pueblo explotado, pero los que lo azuzáis os estáis forrando a costa de él.

—Me da vergüenza oírte.

—Y a mí, y a los que piensan como yo, nos da vergüenza otras cosas que haces tú y que te parecen muy normales. Tú lo que eres es un aprovechado. Y vamos a dejar esto.

—¡No lo dejamos!

—¿No? Pues, adelante. Dime para empezar cómo está tu Lali.

—Te ha dolido, ¿no?

—Gracias a Dios, a mí no me duele nada.

—Marta. Hablemos como seres civilizados.

—¿Hombre, ya salió la palabreja? ¡Seres civilizados! Empleaste esa expresión cuando nos dijiste que te ibas a vivir con esa loca. Y perdona. Tu mujer, tus hijos, con los que has vivido siempre, con los que has hecho planes, y te han ayudado, y te animaron en los tiempos difíciles, se convierten en unos salvajes. Son gente sin civilizar, cuando no admiten que los dejes tirados.

—Tampoco hay que exagerar.

—.Resulta que los salvajes somos los que defendemos el matrimonio. Los que no admitimos que un señor, por muy padre que sea, lo mande todo al carajo. Eso es machis mo.

—También la mujer puede abandonar a su marido.

—Una mujer no se deja al marido, y sobre todo a los hijos, así como así. Cuando alguna lo hace, es porque está hasta más arriba de la coronilla de él.

—Sea.

—Y volviendo a lo de seres civilizados. ¿Quién está más sin civilizar, el tipo que se va por las buenas con una señora dejándose a los hijos, o el que se aguanta en su casa con la suerte que le ha tocado? Una suerte, no me lo negarás, que en cierto modo se ha buscado él mismo.

—No os falta nada.

—¡Ja! Ya salió.

—No me crispes los nervios, por favor.

—¡Ja! Volvió a salir. Yo pago y, si rechistas, me crispas los nervios.

—Interpretas las cosas torcidamente. A tu gusto.

—¿Sabes cómo nos quedamos en casa cuando desapareciste? ¿Te imaginas la humillación de mamá? Y yo...

—La edad, Marta. Eras una cría. Han pasado tres años desde entonces. Tendrías que ver las cosas de otra forma.

—Te dejé una nota en la mesa de noche.

—Sí.

—Ya ves. Es la primera noticia que tengo de que la recibiste. Y han pasado tres años como acabas de decir.

—Tienes que disculparme.

—Claro. Porque si no lo hago, no seré un ser civilizado. Pero no me importa.

—Sí te importa. Yo pensé que lo mejor sería dejar correr el tiempo. Cuando

Lali y yo decidimos dar el paso que dimos, lo primero que estipulamos era no mezclar a la familia en lo nuestro. Ella tiene dos hijos. Comprenderás atora que no podías venirte a vivir con nosotros. Hubiera sido como convertirla en una madrastra dos veces culpable. No sé si sabes que tiene una hija de tu misma edad, Olga. Y Olga comprendió en seguida de qué iba.

Sé quién es esa Olga.

—¿Os conocéis?

—No personalmente. Es una putita. El refrán dice que la cabra tira al monte.

—¡Marta!

—¡Putas las dos! Y no me culpo por ser una persona sin civilizar. Anda, cuéntaselo a ellas.

—Si no estuviéramos en un lugar público, no sé qué habría hecho. —Una última cosa. Si esa Olga es como es, si yo soy como soy y mi hermana le pone cuernos a su marido, la culpa es tuya y de esa mujer. De los seres supercivilizados.

—Pero ¿tú sabes lo que acabas de decir?

—Déjame.

—Espera, mujer. No te vayas. Deja que pague la cuenta.

—Yo me largo. Tú paga. Es tu única obligación.

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